Quito. 19 ago 2001. (Editorial) Cortos de memoria como somos, los ecuatorianos ya nos olvidamos de los últimos y dignÃsimos tiempos de vida del sucre: nuestra moneda valÃa cada dÃa menos, su poder adquisitivo caÃa en picada, los salarios se evaporaban en una inflación de vértigo, para comprar cualquier adefesio se necesitaban
cientos de miles (o millones) de sucres y, cerrando el cÃrculo vicioso, los gobiernos recurrÃan a la maquina de imprimir billetes cada vez que tenÃan alguna necesidad de dinero, en una sucesión de emisiones inorgánicas que disminuÃan dramáticamente el valor de la moneda.
La inflación bordeaba por entonces, finales de 1999, el cien por ciento anual y la paridad monetaria pasó en pocas semanas de 5.000 a 25.000 sucres por dólar. El empobrecimiento de la gente era masivo y estremecedor. La clase media se contrajo en pocos meses, hasta prácticamente desaparecer, asfixiada por la evaporación del poder adquisitivo de la moneda y por el congelamiento en los bancos de sus ahorros de toda la vida. Los nuevos ricos que aparecieron con el petróleo en los años setentas se convirtieron en los nuevos pobres de la crisis bancaria de los noventas.
Quienes podÃan se refugiaban en el dólar, o en cualquier moneda fuerte, para defender sus patrimonios. Las principales zonas comerciales (los alrededores de las avenidas Amazonas, en Quito, y 9 de Octubre, en Guayaquil) se llenaron de cambistas callejeros, que ofrecÃan unos puntos más para que los taxistas, los vendedores ambulantes y hasta los ladronzuelos del sector cambiaran sus sucres por dólares al final de cada jornada. Los burócratas salÃan en estampida, cada quincena, a comprar dólares, y no habÃa industrial, comerciante o constructor que tuviera sus capitales en moneda nacional. Cada uno se deshacÃa de sus sucres tan rápidamente como podÃa, antes de que la devaluación y la inflación se llevaran en andas el valor de su dinero. A todos los ecuatorianos los sucres nos quemaban en las manos.
Fue entonces cuando, en un arrebato de temeridad, el Ecuador decidió
olvidarse del sucre y adoptar el dólar como su moneda de curso legal.
En los medios académicos suele contarse esta parábola: a orillas de un rÃo ancho y torrentoso hay una aldea cuyos habitantes sobreviven, con dificultad y penurias, sumidos en el atraso y la pobreza. Ellos saben, sin embargo, que en la otra orilla hay prosperidad y abundancia. Un dÃa, en un arrebato de temeridad, los aldeanos deciden construir un barco y cruzar el rÃo, con la resolución firme de lanzarse al agua sin mirar atrás. Y, en efecto, lo hacen. Pero el cauce es irregular, las corrientes son cruzadas y las aguas se agitan con dureza. La navegación no es fácil. El peligro de naufragio es constante.
Los aldeanos avanzan con valentÃa y sacrificio. No les faltan los momentos de angustia: ¿valen la pena estos riesgos? El barco se zarandea y sus pasajeros se asustan. Las aguas se agitan cada vez más. Haciendo esfuerzos por parecer optimista, el capitán les asegura que "estamos mal, pero vamos bien". Los pasajeros le creen, aunque su confianza empieza a tener fisuras.
Siguen la travesÃa. El capitán por momentos falla, se confunde y no acierta en elegir el buen rumbo. Es entonces cuando surgen las primeras disidencias.
En medio del cruce, con el barco sacudido por correntadas poderosas, los aldeanos entran en dudas y desconfianzas: ¿seguimos el viaje a pesar de los remolinos, con la mirada puesta en la orilla donde hay prosperidad y progreso, o regresamos al atraso triste pero seguro de nuestra propia orilla? Los viajeros tienen por delante esfuerzos enormes, muchas incertidumbres y el temor atávico a lo desconocido. Por detrás les llaman la certeza de lo conocido, la seguridad del refugio y la tentación enorme de la costumbre. El dilema es hondo y cruel. ¿Qué harán los aldeanos? (Diario Hoy)