Quito. 27 ago 2001. (Editorial) Dentro de pocos dÃas, se cumplirá el plazo para que el presidente de la República presente al Congreso la proforma presupuestaria para el año fiscal 2002. La discusión y aprobación del presupuesto es uno de los momentos claves de cualquier Gobierno donde los diversos grupos polÃticos forcejean con el Ejecutivo para aumentar el gasto público a favor de sus intereses, sin que esto implique costos para sus futuros electores. Ecuador no es la excepción a esta regla y cuando el gasto excede a los ingresos públicos, se contabilizan déficits fiscales. Tampoco el Gobierno de Carondelet ha sido la excepción para insistir en dos de los supuestos considerados
polÃticamente indispensables para evitar grandes déficits.
El primero, implÃcitamente sugerido en las reformas anunciadas por Noboa, es que hay que dotar al Ejecutivo de enorme poder polÃtico (tanto en el
legislativo como en la constitución) para enfrentar a un Congreso
fragmentado y gastador. El problema con enfatizar en el fortalecimiento del presidente es que se margina del debate el propósito de dichas mayorÃas.
Como muestran los casos de Venezuela o México en los 80 o Perú de los 90, un presidente excesivamente fuerte tiene la capacidad para volver a un
Populism económico sin restricciones que alimente los intereses
corporativos de su propio grupo de poder. En el caso de Ecuador, ¿podrÃan ustedes imaginar un escenario hÃper-presidencialista con Alvaro Noboa a la cabeza?
La segunda falacia es que las "instituciones presupuestarias" o "Leyes de
Responsabilidad Fiscal y Transparencia" como las llama el ministro de
EconomÃa Gallardo, sean capaces de imponer per se lÃmites y candados a los déficits fiscales. Lo interesante es encontrar que dichas instituciones son efectivas en paÃses donde previamente existe una mayorÃa polÃtica que respalde y mantenga su compromiso con las reformas económicas: el Chile post Pinochet o el México de Salinas por ejemplo. Cabe preguntar en Ecuador, ¿qué ha pasado con las reformas aprobadas en 1983 o 1994 y 1995 con el fin de imponer austeridad en el gasto y disciplina fiscal? No serÃa la primera vez en el paÃs donde las mayorÃas opositoras en el Congreso puedan hacer letra muerta de cualquier código que afecte a sus intereses inmediatos.
Frente a este dilema, Chile se presenta como un caso paradigmático de
disciplina fiscal con superávits que resultan en parte de la equilibrada
interacción entre los poderes presidenciales con las instituciones
presupuestarias. Bajo una lógica de reacciones anticipadas, tanto a los
diputados como al Gobierno les conviene mantener buenas relaciones para
acordar año tras año puntos comunes en cuanto a los niveles de gasto fiscal.
Al presidente le conviene incluir en su gabinete económico a importantes
miembros de su coalición, a fin de asegurar el respaldo de los mismos
sectores de Concertación en el Congreso. A los diputados a su vez, les
conviene asegurar el respaldo del presidente para poder negociar sus propias partidas presupuestarias locales antes de que el Ejecutivo envÃe su proforma al pleno. Dado que la constitución impide a los diputados aumentar (solo reducir) los niveles de gasto fiscal sin obtener el consiguiente financiamiento, estos tienen poco poder de chantaje frente al Ejecutivo. Al final, la propuesta presidencial refleja cercanamente las preferencias ideales de los legisladores, esta es modificada mÃnimamente por el Congreso, y el presidente rara vez la veta lo actuado por el Legislativo.
Quedan muchas lecciones que aprender de América Latina en materia de
polÃtica presupuestaria. Sin embargo, lo que la evidencia muestra
consistentemente es que ninguna institución presupuestaria o aplanadora
legislativa puede suplantar a una extensa, cuidadosa y oportuna
pre-negociación presidencial de la proforma presupuestaria con los
relevantes bloques partidarios.
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