Quito. 16 feb 97. (Editorial) La mayoría de los seres humanos
no tiene ocasión de ver como crece el poder absoluto.

En los últimos cuarenta años, sin embargo, los argentinos
dispusieron tres veces por lo menos de ese privilegio.

La primera fue cuando el presidente de facto, Juan Carlos
Onganía, prometió dos décadas de paz y orden e inauguró su
régimen, en julio de 1966, con la expulsión a palos de los
profesores de Ciencias Exactas. En una sola noche, la Noche de
los Bastones Largos, la investigación científica retrocedió
medio siglo en la Argentina.

La segunda vez fue cuando el siniestro mayordomo y astrólogo
del general Juan Perón, un ex cabo de policía llamado Jose
López Rega, se apoderó de la voluntad de la viuda Isabel Perón
y, con el auxilio de dos comisarios y un escuadrón de
suboficiales de policía, se dedicó a la caza de seres humanos
en las calles de Buenos Aires, estableciendo el terror de la
Triple A, entre septiembre de 1974 y julio de 1975.

La tercera, la peor, fue la carnicería organizada de la última
dictadura militar, que instaló en la Argentina una cultura de
impunidad, desprecio por la vida, intolerancia y fanatismo
cuyos ecos distan de apagarse todavía. Una nueva forma de
poder absoluto, no menos aviesa que las otras, se insinúa
ahora en el horizonte.

Es un poder que se ha situado por encima de las instituciones,
del Estado, de las leyes y de todo lenguaje civilizado de
convivencia. Ese poder está creciendo al amparo de la
incapacidad o del desdén del gobierno argentino para
esclarecer crímenes tan escandalosos como las bombas que
destruyeron la embajada de Israel en marzo de 1973 y la sede
de una organización mutual judía en julio de 1974.

El último sábado de enero, el periodista Jose Luis Cabezas,
reportero gráfico del semanario Noticias fue asesinado en
Pinamar, uno de los balnearios más elegantes de la costa
atlántica, situado cuatrocientos kilómetros al sur de Buenos
Aires. Como en los crímenes mafiosos organizados por Jose
López Rega, el cadáver apareció con las manos esposadas a la
espalda y quemado vivo, dentro de un automóvil semi enterrado.

Cabezas estaba investigando las conexiones entre una red de
traficantes de droga y la policía de la provincia de Buenos
Aires, cuyo jefe indirecto es Eduardo Duhalde, gobernador de
la provincia y eventual sucesor del presidente Carlos Menem. A
la vez, había desenmascarado las conexiones entre algunos
funcionarios del gobierno nacional y el zar de los servicios
privados de correos, Alfredo Yabrán.

La muerte de Cabezas no es menos grave que los atentados
caudalosos y todavía impunes contra la embajada de Israel y la
mutual judía, en los que perecieron unas cien personas. Es
verdad que se trata de un hombre solo y no de muchos, pero
Cabezas es el mismo y, a la vez, es todos los periodistas para
quienes la profesión es un servicio a la dignidad y a la salud
moral de los argentinos.

Si su muerte alevosa de Cabezas no se esclarece o si tarda
demasiado en esclarecerse su sangre se derramará como un
latigazo sobre el ya castigado buen nombre de ese país. Pero
también caerá también sobre el erosionado prestigio de un
gobierno al que, desde hace siete años, le están sucediendo
demasiadas atrocidades como para atribuir todas a la mala
suerte.

En el caso de la explosión en la mutual judía, el presidente
Menem y el gobernador Duhalde anunciaron que pedirían la pena
de muerte para los culpables (cuando se los descubriera). La
pena de muerte es inconstitucional en la Argentina y hubo un
largo debate sobre esa amenaza, que desvió la atención de lo
que realmente importaba: el esclarecimiento del caso.

Hace poco más de un año, Cabezas y otros periodistas
descubrieron que uno de los asesores del jefe de policía de
Buenos Aires era responsable principal o cómplice de la
matanza en la mutual judía. El gobernador Duhalde salió
entonces en defensa de esa fuerza y la definió como ``lo mejor
que tenemos en el país', pero dos días después, abrumado por
las evidencias, debió pedir la renuncia del jefe de la
policía, quien vive ahora refugiado en algún país de América
Central.

Las impunidades se pagan más caro ahora que hace dos décadas o
medio siglo. Cuando al general Perón le sucedían desgracias
casi tan ominosas como las del crimen de Cabezas en Pinamar
torturas a estudiantes o incendios de iglesias , podía
recordarlas sin remordimiento, guiñando un ojo: ``Esas eran
hazañas de algunos pícaros de la policía', me dijo en 1970.
``A mí no me avisaban'.

Perón no daba importancia a esos hechos y ya mucha gente se
los ha perdonado. En 1974, las matanzas y secuestros se
cometían como advertencia o escarmiento. Una noche de
noviembre, ese año, vi a tres hombres de anteojos oscuros,
vestidos de civil, bajar de un auto sin placas y secuestrar a
un chico de veinte años, en pleno centro de Buenos Aires, sin
que nadie -yo incluido- supiera o pudiera alzarse contra esa
arbitrariedad ostentosa.

Al día siguiente descubrí la foto del chico en los diarios. Le
habían reventado las entrañas con explosivos y habían arrojado
su cuerpo a un basural. Durante meses seguí el caso, por la
pura culpa de no haber hecho nada cuando pasé por allí. Nunca
se supo por qué se había cometido el crimen. Nunca tampoco se
descubrió a los asesinos, aunque todos supiéramos de dónde
venían.

En aquellos tiempos, como ahora ante el asesinato de Cabezas,
las sospechas son peores que la verdad. Todas las miradas se
vuelven ahora hacia el presidente Menem y el gobernador
Duhalde, mientras los argentinos dudan de la real capacidad o
voluntad que tienen ambos para frenar los crímenes de ese
poder absoluto que se ha situado ahora por encima del Estado:
un poder bárbaro e impune que deja al gobierno sumido en una
patética impotencia.

A veces se trata solo de unos pocos oscuros seres a quienes
una placa, la posesión de un arma o el silencio cómplice de
sus pares les da suponen derecho sobre la vida y muerte de sus
semejantes. Otras veces se trata de instituciones enteras que
han crecido en la impunidad y, por lo tanto, están enfermas
sin remedio. Pero la sociedad argentina no está enferma. A
diferencia de 1974 y 1976, la sociedad argentina ha aprendido
a defenderse.

La impunidad es una crisálida ponzoñosa que de repente estalla
y asume el rostro pavoroso del Poder Absoluto. Los hábitos de
ese animal son de sobra conocidos. Se alimenta del miedo, de
la pasividad, de la indiferencia. Pero su principal alimento
es el silencio. (DIARIO HOY) (P. 9-A)
EXPLORED
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