DE LOS JUGUETES QUE ERAN A LOS JUGUETES QUE SON
por Francisco Febres Cordero
Quito. 16.12.90. Durante todo el año que se va acabando he
hecho un Ãmprobo trabajo: convencer al Samuel para que, en
Navidad, pidiera como regalo una mesa de pin-pon. Yo ya la
tenÃa vista y sabÃa la manera de financiarla, mediante módicas
cuotas que parecen módicas mientras no llega la factura al
final del mes, cuando estamos más pelados que la propia bola
de pin-pon. No sé qué fue lo que pasó, qué malos consejos
recibió mi hijo de los malos amigos con los que se junta, pero
acaba de cambiar de idea y en lugar de la mesa de pin- pon que
era verde y preciosa, ahora quiere un auto a control remoto,
que es lo que voy a tener que darle por imposición de la Cata
que, con corazón de madre, defiende a capa y espada la absurda
tesis de que la Navidad es para los niños.
ÂCarajo, tendré que esperar otro año para ver si alguna vez al
Samuel se le mueve el corazón de hijo y aprende que en Navidad
también los padres tenemos nuestros derechos!
ÂUn auto a control remoto! ÂY yo que le hablé tanto de la
diplomacia en la época de Nixon y del prodigio de los chinos a
través de la historia!
ÂMi mesa de pin-pon!
Cierto es que en su último cumpleaños yo terminé cumpliéndolos
por él y regalándome un aro de básquet, que lo coloqué a la
altura reglamentaria, un poco exagerada para un niño de diez
años. Pero si él no alcanza a lanzar la pelota hasta
embocarla, no es mi culpa: ya crecerá y sentirá la enorme
satisfacción que eso produce; si por su incapacidad él ahora
prefiere el fútbol, confÃo que algún dÃa cambie de gusto
porque, a decir verdad, ya me estoy aburriendo de encestar a
lo largo de esos interminables partidos que termino perdiendo
contra mà mismo.
Lo que no acabo de entender es porqué cambió la mesa de
pin-pon por un auto tan sofisticado. Es ahà donde la táctica
pedagógica se estrella contra la modernidad y su compleja y
absurda cibernética. Me pasé noches enteras convenciéndole de
que para jugar uno no necesita otra cosa que la imaginación.
Por ejemplo, de chicos -le decÃa- Ãbamos donde mi tÃa Ifigenia
cuyo nombre, obviamente, no comenzaba para nosotros con I sino
con E y se reducÃa a Efi, no sé si por imposibilidad de
pronunciarlo entero o solo por el enorme cariño que le
tenÃamos. Bueno, la tÃa Efi era dueña de un gran terreno en
la parte posterior de su casa; allà nos instalábamos para
iniciar nuestra diversión que consistÃa en sembrar, en medio
de la yerma tierra dura, pedazos de carrizo con los que mi
hermano, mi hermana y yo armábamos nuestros tractores: cuatro
palancas situadas al alcance de las manos y una piedra como
asiento. La mañana se nos pasaba ronca de tanto rrrrr que
hacÃamos con la garganta y, cuando nos llamaban para almorzar,
comprobábamos que nos habÃa faltado tiempo para terminar de
arar toda la vasta extensión que tenÃamos que arar, razón por
la cual regresábamos por la tarde a nuestro oficio y en él nos
quedábamos hasta el anochecer. ConcluÃamos el dÃa agotados de
tanto esfuerzo que habÃamos hecho para subir, sin movernos,
las cuestas más empinadas, descender por las más profundas
quebradas y recorrer las desoladas planicies. Como
combustible usábamos una conversación de alto octanaje en que
se mezclaban las visiones que sobre la escuela compartÃan
conmigo (que áun no me iniciaba en el amargo tránsito del
aprendizaje), con la manera cómo creÃamos que debÃa ser el
mar, al que mis papás habÃan prometido llevarnos en las
vacaciones siguientes.
Durante todo este año, repito, mi misión fue demostrarle al
Samuel con mi propia vida que para jugar no se requiere más
que imaginación. Para lo único que se necesita algo más que
imaginación es para el pin-pon, claro, que requiere de
mesa.
Algún instante intuà que él comenzaba a dejarse tentar por el
automovilismo. Entonces, para desencantarlo, saqué de mi
memoria un Pontiac rojo a pilas que una vez recibà como regalo
en Navidad. Con él me pasé jugando la mañana entera hasta que
se agotaron las pilas y con ellas mis ganas de volver a coger
ese auto que siempre hacÃa lo mismo, sin variación posible:
dar retro cuando se topaba con cualquier obstáculo y tocar un
pito cuando se quedaba atascado en la alfombra de la sala.
Entonces volvà a pedirle a mi mamá los vacÃos carretes de
madera en que venÃa envuelto el hilo de coser y volvà a hacer
con ellos unos tractores que andaban lenta pero orgullosamente
con la tracción producida por una liga que se enrollaba en el
medio, gracias a una tecnologÃa que ya he olvidado porque,
entre otras cosas, el hilo de pronto comenzó a venderse
envuelto en cartón y no en esos gordos y solemnes carretes.
Asà como los tractores, también construÃamos nuestros propios
cañones. Los hacÃamos con las minas de metal de los
esferográficos, cuando el metal todavÃa resistÃa heroicamente
la arremetida del plástico; la munición la obtenÃamos
pinchando con el orificio de la mina a una pepa de aguacate;
al calentar la mina con un fósforo, el aire producÃa la
explosión necesaria y el cañonazo daba inicio a una guerra sin
cuartel, cuyo armisticio se firmaba el instante en que alguien
comenzaba a llorar porque estaba con los dedos ampollados, lo
que, a su vez, daba comienzo al juego del doctor que, con
primas de por medio, incluÃa inyecciones en la nalga, aunque
éstas tuvieran que ser colocadas a pacientes sanas por médicos
cuyos dedos habÃan resultado cercenados por la guerra.
Si de belicismo se trata, también disparaban a la perfección
nuestras catapultas, sobre todo las de piropos hechas con los
invisibles que mi mamá usaba para sujetarse al pelo esos
sombreritos con un velo que llegaba hasta la frente, con los
que tan linda quedaba ella. Las municiones de esas catapultas
eran de papel y, en el fragor de la batalla, se podÃan tornar
en delgados alambres doblados en v; los elásticos los
obtenÃamos de la parte superior de nuestros calcetines que,
conforme necesitábamos reponer el parque, se nos iban
chorreando hasta terminar totalmente tragados por los zapatos,
lo que causaba el consabido sermón de mamá que, despojada del
sombrero, seguÃa estando linda en su furia desvelada.
Más que para comer, los fréjoles, las alverjas y los garbanzos
los usábamos para proyectarlos a la cabeza de nuestros
enemigos a través de unas efectivas bodoqueras de cartón, con
las que siempre nos parapetábamos en la trinchera de nuestras
travesuras.
No, Samuel, el pin-pon no jugábamos en mesa de pin-pon sino en
la del comedor, que era demasiado larga y estrecha y, además,
no dejaba que la red quedara lo suficientemente firme como
para que no se desmoronara al primer pelotazo. Por eso, en
vez de jugar pin-pon, que siempre fue el juego de mis sueños,
preferÃamos acompañar a mi mamá al centro.
El centro no estaba tan lejos como está ahora y a él
viajábamos elegantÃsimos y peinadÃsmos con naranjilla, casi
cotidianamente, ya porque habÃa que visitar a la abuela,
despachar una postal en el correo o porque era domingo y
tenÃamos que oÃr misa en La CompañÃa, que creo que era la
iglesia donde más indulgencias se concedÃan en ese tiempo. Y
no habÃa viaje al centro del que no volviéramos con una pelota
de viento, de esas livianitas y recubiertas de una finÃsima
capa de caucho repleta de figuras de trencitos o aviones, que
vendÃan las cajoneras en los portales, como vendÃan los
trompos, las perinolas y las bolas de cristal para jugar al
pepo. Las escopetas y las pistolas que disparaban un corcho
sujeto con un hilo al cañón no me acuerdo ahora dónde las
vendÃan, pero lo que sà me acuerdo es que, para mÃ, siempre
fueron el antecedente necesario para, algún dÃa, poseer una de
esas de balines que vendÃan donde Dirani, de las que solo
llegué a olvidarme cuando un amigo quiso conquistar a la niña
de sus sueños mediante un disparo a la ventana de su casa,
cuya rotura me produjo un susto que marcó para siempre, a la
carrera, mi vocación pacifista.
A jinetear aprendimos en palos de escoba que remataban en
cabezas de madera perfectamente talladas y pintadas; a ellas
iban bien sujetas, con chinches, las riendas fabricadas con
retazos de tela. Y de madera también eran los coches en los
que con mi hermano transitábamos por el jardÃn de la casa, en
acatamiento a la total prohibición de salir a la calle, donde
los chicos del barrio aprovechaban las bajadas de La Floresta
para deslizarse raudamente por su infancia.
Y de madera era también nuestro futbolÃn, un tablero en el que
clavábamos veintidós clavos de media pulgada forrados con un
hilo del color del uniforme de nuestros equipos favoritos; los
bordes de la cancha eran dos elásticos en los que rebotaba la
bola de cristal que tingábamos alternativamente contra la
porterÃa adversaria, en unos partidos apasionantes que nos
encargábamos de transmitir con el timbre que empleaba el Negro
Lasso desde Radio Quito.
De los tambores, las cornetas, los pitos y las flautas
prefiero no acordarme porque me remiten a los horribles
dibujos de los libros de lectura, con que nos trataban de
convencer que nuestra infancia era feliz cuando,
paralelamente, los profesores nos la iban destrozando con sus
enseñanzas.
La mÃa hubiera sido perfecta con una mesa de pin-pon que
espero que el niño que todavÃa hay en mi hijo me la traiga en
la Navidad del próximo año. Esta la pasaré bastante mal con
un carro a control remoto que, ya lo comprobé en secreto, no
puede andar sino en un terreno plano porque, de lo contrario,
se voltea y se abolla. A pesar de que lo arreglé lo mejor que
pude, confÃo que el Samuel no note que el eje de la llanta
delantera se torció un poquito... (C-1).