Ayer, el presidente Alvaro Uribe decretó estado de conmoción interna en Colombia. La decisión no solo es una respuesta al golpe terrorista de las FARC el 7 de agosto, en una Bogotá en donde se había desplegado un gran aparato de seguridad por la transmisión del mando presidencial, sino es una reacción coherente con las ofertas de campaña.
Los guerrilleros dirigieron sus ataques contra el propio Palacio de Nariño y causaron la muerte de 21 personas y 70 heridos en un barrio cercano al centro del poder político. El flamante presidente triunfó, en apreciable medida, por la oferta de mano dura para combatir a los grupos armados irregulares. El fracaso del proceso de paz, la carencia de resultados pese a la concesión a las FARC de la zona de distensión por parte de Andrés Pastrana, el fortalecimiento militar de los guerrilleros, que continuaron con los secuestros, ataques y asesinatos a la población civil, los daños a la infraestructura del país y otras acciones terroristas, inclinaron a la opinión ciudadana hacia la propuesta de mano dura.
Uribe tiene toda la intención de ir del dicho al hecho...En la campaña electoral, planteó fortalecer la Fuerza Publica y crear una red de informantes de un millón de colombianos para enfrentar a los subversivos.
Con la declaración de estado de conmoción interna, el Gobierno aprobó un impuesto del 1,2% sobre el patrimonio líquido de las empresas y personas que declaran renta. La recaudación irá al presupuesto de los organismos de seguridad del Estado.
El mensaje del mandatario es claro: la guerra no espera y no habrá marcha atrás. Sin embargo, no ha cerrado las puertas a la negociación de paz, pero las ha condicionado al cese de hostilidades; las FARC replican con otras condiciones, entre las cuales la creación de una nueva zona de distensión en un área que abarca dos departamento, significa el rechazo a la opción negociada.
Todo conduce a la agudización del conflicto militar. Es evidente el riesgo de un incendio generalizado en Colombia. La lógica de la violencia no tiene límites y sus resultados son imprevisibles. Si el país contabiliza ya 27 000 asesinatos cada año y 3 000 secuestros, ¿cuánta mayor devastación puede producir la ampliación del conflicto?
Ciertamente, una solución pasa, tarde o temprano, por intentar otra vez un acuerdo en una mesa de negociaciones. Pero, hasta tanto, las partes buscarán obtener ventajas militares.
La intensificación de la guerra acrecienta el peligro para los países vecinos, sobre todo para Ecuador, no solo por el previsible aumento de los refugiados, sino por el paso de fuerzas irregulares a territorio ecuatoriano en donde, además, desde hace tiempo, buscan aprovisionamiento y facilidades logísticas.
Pese a las fumigaciones aéreas, las hectáreas dedicadas a las plantaciones de coca y amapola ascienden a 150 000. La presión puede desplazar los cultivos también hacia Ecuador.
Todo ello plantea la necesidad de una política integral del Estado frente al complejo conflicto de Colombia. No son suficientes las declaraciones de no involucrarse en una guerra ajena. ¿No debería ser más proactivo el Gobierno ecuatoriano para, junto con Venezuela, Brasil, Perú, y Panamá, dinamizar la mediación de las Naciones Unidas para la negociación de la paz? ¿No lo debe ser con el fin de canalizar ayuda internacional para el desarrollo de los pueblos fronterizos, los más vulnerables y frágiles ante las llamas del país vecino que, amenazan con expandirse? ¿No lo debe ser en la coordinación policial y militar de la vigilancia en el norte?
EXPLORED
en Ciudad Quito

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