En pocos dÃas se iniciará la campaña electoral, época propicia como pocas para abrir la boca, hablar claro y exactamente y, más favorable aún, para alertar los oÃdos. Los candidatos, según es de esperar, dedicarán la mayor y mejor parte de su esfuerzo para difundir sus mensajes, que no deben ser los triviales y generales de siempre, sino precisos para explicarnos lo que piensan sobre los problemas nacionales y sus soluciones, de la forma más didáctica que les sea posible. Desde el punto de vista moral, no les está permitido el engaño que suele revestirse de la mera brillantez de las expresiones y, mucho menos, si se cubre de un sutil modo de mentir, consistente en lanzar, como dardos peligrosos, ideas complacientes y simpaticonas, para halago de los sencillones.
El deber del candidato, si es que tiene en su haber la más honda calidad de un lÃder, es usar su mensaje para persuadir con la verdad, por dura o antipática que pueda ser. Repugna el llamado que disfraza la realidad y que adula como recurso para conseguir votos. El papel del conductor verdadero, y eso debe ser un candidato, es ponerse por delante y por encima de los conglomerados, para señalar caminos. No corresponde al lÃder el rol de nadar facilitonamente, juntándose a la fuerza de la corriente, sino que, por el contrario, le conviene empujar contra corriente, salvo si lo único que quiere conseguir es el triste papel de pescador de votos, sumergido el cuerpo en el pantano que suele dejar, a su paso, el rebaño informe.
Si sobre el cumplimiento de la tarea de los conductores tengo muchas dudas, casi no me queda ninguna sobre el otro término de la ecuación polÃtica, esto es sobre las orejas alertas de gran parte de la ciudadanÃa. No es verdad que sean muchos los proclives a oÃr con atenta disposición, ánimo positivo y concomitante reflexión, las exposiciones de los postulantes. Creo que, más bien, son muchÃsimas las gentes renuentes a prestar sus orejas y entendimiento a los mensajes de los polÃticos, en gran parte porque algunos opinantes de los medios de comunicación han producido, por décadas, un ambiente antipolÃtico tan absurdo como suicida. Pocos serán los que se den cuenta de que, en las elecciones, se nos puede ir la vida como paÃs, como democracia y como bienestar y progreso. Este magno asunto es el nudo de la campaña electoral y no la ramplonerÃa de decidir por quién votar, fijándose en caras, corbatas o sonrisas.
Me han dicho que mi modo de ver el escenario es pesimista, porque unos afirman que, al fin y al cabo, el pueblo es intuitivo, aunque pregunto: ¿dicha intuición, presuntamente acertada, no nos ha dado los frutos por los cuales todos nos lamentamos? Uso mi derecho a la defensa. Una cosa es ser optimista, como sinónimo de cándido embelesamiento, y otra es admitir que el olmo no produce ni puede producir peras. Equivocado o no, considero que quien ha transitado por décadas en la polÃtica, respetando las esencias doctrinarias, sin bailes ni reverencias, no es pesimista sino, por el contrario, obstinado optimista, aunque le haya tocado contemplar y sentir la presencia de esquinazos y más episodios de ingratitud y olvido. Con todo, aquà me estoy, irrevocablemente resuelto a seguir remando en la arena.