COLOMBIA BAJO FUEGO CRUZADO, por Alfonso López Michelsen

Bogotá. 5 y 6.12.90. (Opinión). Pese a las incontables
intervenciones de los voceros de Colombia en distintos foros,
pienso que todavía no es clara la naturaleza de la lucha de
las autoridades colombianas contra el narcotráfico. Y no es
clara porque el mayor énfasis se pone, no sin razón, en el
carácter heroico de la lucha en la cual han perdido la vida
figuras prominentes de la vida nacional.

Si se trata de analizar en forma desapasionada cuanto sucede
en este enfrentamiento, el elemento que introduce el mayor
grado de confusión es la presencia simultánea de dos factores
de desestabilización del Estado: el terrorismo del
narcotráfico y la subversión armada que ya lleva más de seis
lustros de existencia. Atender en forma simultánea a ambos
frentes es una tarea incomprensible para quienes no viven en
Colombia.

El levantamiento o guerra civil se libra cotidianamente en
dos, tres, cinco escaramuzas en el territorio nacional,
cobrando, unas veces en forma alevosa y otras frente a frente,
decenas de vidas de soldados o de agentes de la policía.Los
insurrectos viven en muchos casos del secuestro en las grandes
ciudades y no respetan vidas ni haciendas entre los civiles
que obstaculizan su camino.

Una de sus ocupaciones favoritas es volar el principal
oleoducto por medio del cual se transporta el petróleo desde
los yacimientos en el extremo oriental del país hasta el
puerto de exportación y la refinería para el consumo
doméstico.

No es una hipérbole afirmar que esta guerrilla es la más
antigua de América, formada por más de 80 frentes y con un
dominio casi absoluto sobre algunas regiones periféricas del
territorio colombiano.

Mucho se ha hablado y escrito acerca de lo que se califica de
narcoterrorismo, una actividad accesoria del narcotráfico
propiamente dicho, es decir, de la producción y distribución
de la droga de los mercados internacionales. De lo que en
verdad se trata es de otra guerrilla urbana que cobra
cotidianamente su cuota de víctimas.

En ciudades como Medellín sucumben bajo las balas asesinas
agentes de la Policía Nacional a quienes se sindica de
torturar y asesinar en los barrios populares a todo aquel de
quien se sospecha que puede tener alguna vinculación con el
narcotráfico.

De contragolpe, ciudadanos prominentes son secuestrados como
rehenes en espera de que por tales procedimientos se obligue a
las autoridades a un tratamiento distinto, más político que
judicial, en el camino de extirpar la droga.

La llamada guerra de los carteles, que empezó por la invasión
indiscriminada de sus mercados externos, produce en el corazón
de las ciudades colombianas los más desastrosos efectos para
la población ajena al conflicto, ya que sin miramientos son
dinamitados edificios públicos y centros comerciales de
frecuentación ciudadana.

Lo que no se conoce más allá de nuestras fronteras es la
paradójica ambivalencia de las dos guerrillas. Enfrentadas
unas veces en defensa de sus respectivas esferas de
influencia, fueron y son aliadas en las más cambiantes
circunstancias.

Ni los guerrilleros son ajenos al cultivo y la exportación de
la coca ni los narcotraficantes tienen la exclusiva paternidad
de los secuestros en las grandes ciudades.

Cuando desaparecen un ciudadano a manos de una cuadrillla con
uniformes del ejército regular, lo primero que ocurre es
preguntarse si está en manos del narcotráfico, en manos de la
guerrilla, o simplemente de delincuentes comunes, sin que sea
un imposible que las víctimas pasen de unas manos a otras, en
forma tal que, capturadas las víctimas por la guerrilla sean
traspasadas a los narcos, o inversamente.

Difícil es imaginar un país en donde se conjuguen los dos
alzamientos de guerrilla y narcotráfico en la forma en que se
presentan en Colombia.

En el Ecuador hay narcotráfico pero desapareció la guerrilla,
que nunca fue muy significativa.

En el Perú subsiste una insurrección política semejante por
ciertos aspectos a la subversión colombiana, pero la lucha
contra el narcotráfico no se compara en intensidad con el caso
colombiano.

En Bolivia no hay ni lo uno ni lo otro. El fenómeno
guerrillero jamás tuvo importancia y desapareció con la muerte
del Che Guevara. El enfrentamiento con el narcotráfico es
puramente convencional, sin una declaratoria de guerra a
muerte como la que estamos viviendo en Colombia, en el sentido
de combatirlo como una operación de policía.

¿Cómo poder valorar esta compleja situación desde Estocolmo,
Berna o La Haya? Algún día la crónica de estos años hará
sonreír a los historiadores del futuro cuando se verifique lo
desenfocado de los organismos defensores de los derechos
humanos o, aún, de los simples lectores de los diarios, que
mal podían justipreciar la encrucijada en que se debatan las
fuerzas políticas y militares de Colombia.

Tantas iglesias y tantas fundaciones filantrópicas consagradas
a la protección de las garantías políticas y sociales para
todos los ciudadanos del mundo, ¿cómo pretenden descifrar el
grado de respeto a los derechos humanos en Colombia tal como
si se tratara de Suiza o del Reino Unido?

El milagro reside en que las instituciones colombianas hayan
sobrevivido a un embate como no lo está sufriendo ningún otro
país: el ataque por dos flancos, el de la violencia armada con
fines políticos y el de la violencia armada con fines
comerciales.

En los tratados de estrategia militar recomiendan en tales
casos aniquilar un enemigo concentrando todo el esfuerzo en el
más fuerte para poder deshacerse del otro inmediatamente
después.

Lo que no esta contemplado en ningún manual es como eliminar
dos enemigos invisibles, ambos con armas modernas y con la
experiencia de la lucha en la selva, los unos, y la asesoría
de militares israelíes, los otros.

Quisiéramos averiguar que harían muchos de nuestros críticos
foráneos en tan grande predicamento. Imaginó que procurarían
adelantar la lucha con el debido respeto por el derecho de
gentes, el derecho internacional humanitario.

Pero, Dios sabe, si no estarían expuestos a verse
descalificados por asociaciones internacionales que sacan a
relucir cifras horripilantes sobre el número de muertos,
desaparecidos, torturados y prisioneros ejecutados a sangre
fría, sin advertir que no siempre la responsabilidad es del
Estado, que los uniformes de uso privativo de las fuerzas
armadas los visten, por igual, guerrilleros, narcotraficantes
y delincuentes comunes comprometidos en la lucrativa industria
del secuestro.

Tan obscuro es este panorama que, cuando se trata de entablar
conversaciones para sellar la paz, se impone negociar con
cuatro o cinco grupos guerrilleros separadamente.

Y para como del absurdo, si del narcotráfico se trata, es
imposible parar por alto la llamada "guerra de los carteles".
Hace algo más de un año fue dinamitado en Medellín el edificio
Monaco en donde residía el jefe del cartel de Medellín.
¿Quién fue el autor de semejante desafuero en uno de los
barrios más poblados de la ciudad?

Las sospechas van desde la hipótesis de que fue el cartel
rival hasta la posibilidad de que se trate de un
enfrentamiento entre miembros del mismo grupo, sin desechar
que el atentado pudo ser obra de terceros interesados en
estimular la guerra entre los propios narcotraficantes.

Se requiere una gran comprensión de lo que viene siendo una
doble guerra civil (IPS) (A-4).
EXPLORED
en Ciudad Bogotá

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