Quito. 06.06.93. (Editorial) Seis puntos porcentuales por año:
ese es, en las estadísticas de las democracias más estables, el
promedio de pérdida de popularidad de presidentes y primeros
ministros. Así, un gobernante elegido con algo más de la mitad de
los votos, al final de su mandato, cuatro años después, sigue
teniendo el apoyo de al menos uno de cada cuatro ciudadanos. Eso,
en el peor de los casos. Seis puntos por año.

En el caso ecuatoriano, sin embargo, el presidente Sixto Durán
Ballén perdió en solamente nueve meses los 24 puntos de
popularidad que debería perder en los cuatro años de su mandato.
Eso es, al menos, lo que categóricamente dicen todas las
encuestas. Eso es, además, lo que se percibe día tras día en el
ambiente, pues la pérdida de respaldo del gobierno es tema de
comentario general. Pero, ¿es eso tan terrible?

Habría que decir, ante todo, que aún sin proponérselo el
presidente Durán Ballén infringió una de las leyes fundamentales
de la política: creó demasiadas expectativas. Lo hizo, en
efecto, cuando en torno a su figura patriarcal y bondadosa, de
hombre apacible y sin pasiones, surgieron grandes esperanzas de
que en los siguientes cuatro años el Ecuador no tendría ajustes
económicos, políticas restrictivas ni austeridades fiscales, a la
vez que se harían inmensas obras públicas, se detendría la
inflación y se multiplicaría la producción. El país de Jauja, ni
más ni menos.

Y no es que Durán Ballén se hubiera excedido en ofertas y
juramentos. No. Pero, en cambio, su trayectoria de ejecutor y
hombre práctico (trayectoria que, en la campaña, fue recordada
incansablemente) hizo soñar en un país dedicado impetuosamente a
producir y construir, a llenarse de puentes y caminos, de
escuelas y hospitales, de centrales eléctricas y plantas de agua,
de fábricas, talleres y, en fin, de puestos de trabajo variados y
bien remunerados. Pero, obviamente, los sueños, sueños son.

Nicolás Maquiavelo ya enseñó al príncipe, hace cinco siglos, a no
ilusionar demasiado a su pueblo, para no tener después que
soportar los coletazos del desengaño. Son esos coletazos,
precisamente, los que lanzaron en picada la popularidad del
presidente: en nueve meses perdió toda la popularidad que debió
perder en cuatro años, afectado por el desgarrador contraste
entre los sueños de la campaña y la realidad del gobierno.

La pregunta reaparece: ¿es tan terrible esa caída de la
popularidad? Después de todo, tal vez no. Y es que la vida
política tiene un desgaste natural. Por eso las democracias
renuevan periódicamente a sus gobernantes. En el caso de Durán
Ballén, su desgaste se aceleró en las últimas semanas por su
excesivo protagonismo: la pugna entre liberales (frente
económico) y populistas (frente político) hizo que todas las
miradas se centraran en el presidente, en espera de su veredicto.
Al prolongarse la pugna, se prolongó su protagonismo, de la peor
forma posible: como el gobernante indeciso y vacilante, que no
logra ni siquiera controlar a sus ministros, según la apreciación
mayoritaria.

Si el desgaste es natural, lo único llamativo de este caso sería
la rapidez con que ocurrió. Tanta rapidez que resulta sospechosa:
¿será irreversible? ¿O será, acaso, un descenso circunstancial y
transitorio, al que seguirá un repunta igualmente rápido cuando
cambien las circunstancias? Habrá que ver. En todo caso, al
gobierno le interesa vitalmente cambiar las circunstancias,
resolviendo definitivamente la pugna entre liberales y
populistas, de manera que el frente político impulse, en vez de
detener, al frente económico, para así recobrar su coherencia y a
lo mejor también su popularidad (antes de que sea demasiado
tarde). (4A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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