Quito. 05 ago 2001. El 10 de agosto de 1979 fue un día bullicioso y
festivo, repleto de entusiasmo y augurios: Jaime Roldós, hombre ilustrado
y de discurso florido, asumía la Presidencia, ganada en elecciones
libres, para reinaugurar la democracia ecuatoriana al cabo de dos
gobiernos militares sosos y parlanchines, que administraron bastante mal
la reciente y contundente riqueza petrolera. El regreso a los gobiernos
surgidos del voto popular, y no de cuartelazos nocturnos, creó una
expectativa que rebasó las fronteras del Ecuador y que en pocos años
contagió a todo el continente. Veintidós años han pasado desde entonces.

A partir de ese cambio político, América Latina vivió una fiebre
democrática en que sus pueblos esperaron de la democracia mucho más de lo
que cualquier sistema político puede dar. Para muchos países, como los
del Cono Sur, el rescate de la democracia significó la tranquilidad de
saber que si a medianoche golpeaban la puerta de la casa era un amigo
trasnochador y enfiestado que llegaba a invitar a la farra, y no un grupo
de encapuchados, armados hasta los dientes, que llegaba a llevarse para
siempre a algún presunto subversivo.

Pero la vigencia de los derechos humanos no era lo único que la gente
esperaba de la democracia. Esperaba también un esplendor económico rápido
que liquidara las angustias de las enormes masas de marginados. "Con la
democracia se come", dijo en 1983 el presidente argentino Raúl Alfonsín.

En el Ecuador, mientras tanto, el presidente Roldós daba unos discursos
sonoros y brillantes que abonaban las ilusiones de los más pobres.

Pero la decepción llegó con rapidez: la crisis regional, causada por la
deuda externa acumulada a lo largo de los años, hizo que las economías
regionales se desplomaran, hasta hundir en pobrezas aún más crueles a las
masas que tanto habían confiado en los poderes curativos de la
democracia. Las "marejadas del desaliento", de las que escribió Nicolás
Maquiavelo, golpearon con rudeza al continente.

Cuando eso ocurrió, a las democracias latinoamericanas les surgió un
enemigo feroz: el enemigo interior. Antes, a lo largo del siglo XX, el
enemigo de la democracia había sido siempre exterior. En efecto, desde
la Revolución Rusa de 1917, las democracias combatieron una y otra vez
contra poderosos enemigos exteriores: el fascismo, que si ganaba la
Segunda Guerra Mundial se hubiera expandido por el mundo, y el comunismo,
que llegó a apoderarse de medio planeta.

Pero esos combates terminaron en 1945, con la derrota de los nazis, y en
1989, con la caída del Muro de Berlín.

Libre de sus enemigos exteriores, la democracia se sintió triunfante y
sin amenazas. Fue por entonces que Francis Fukuyama habló del "fin de la
historia". Pero la historia había dado lecciones distintas, como lo
ocurrido con Roma en los albores de la Era Cristiana: no fueron sus
enemigos exteriores, como Cartago, los que la vencieron, sino sus
enemigos interiores, en la forma de guerras civiles y golpes de sus
propios imperatores. Y tampoco el imperio soviético se deshizo por una
catástrofe militar, sino por el descontento masivo de sus propios
pueblos. Los enemigos interiores hicieron, con esos dos imperios, lo que
nunca pudieron hacer sus enemigos exteriores.

Hoy, el enemigo interior de las democracias latinoamericanas es el
descontento creciente de sus pueblos: enormes masas de pobres, que 20
años después del final de las dictaduras no han salido de sus
angustias, están minando al sistema al que recibieron como salvador.
Su escape es, entonces, la búsqueda ansiosa de otro salvador, que
puede ser un militarote tumultuoso y atronador, como Hugo Chávez o
Lino Oviedo, o un político demagogo y magnético, como Lula, Bucaram,
Alan García o Daniel Ortega. Y si bien es cierto que esos remedios
serían peores que la enfermedad, nadie puede culpar a los pueblos
enfermos por buscar con desesperación la manera de curarse.(Diario
Hoy)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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