UN DIA DEL CUAL YA NO TENGO MEMORIA. Por Javier Ponce
Cevallos*
Quito. 12.10.92. ¿Cómo transcurrió ese dÃa para tÃ? DifÃcil
reconstruirlo desde tan lejos. Desde tanta lejanÃa de tiempo y
después de 500 años de irnos olvidando casi de todo.
Era el mes de octubre. Tal vez te despertaron muy temprano los
lamentos de los perros que sus dueños habÃan amarrado para que
aullaran y lloraran todo el tiempo, como una forma de exigir
al cielo el retorno de las lluvias.
La casa donde te alojabas, daba al tianguez. Era casa de
principal, porque tu eras para entonces comerciante muy
apreciado. Una vez al año subÃas desde la costa para
intercambiar spóndylus por mantas finas de algodón o adornos.
También por ajà y coca.
Por ejemplo en este viaje fue que adquiriste a un viajante
yumbo ese precioso collar de moscas, tan frágil, construido
con las brillantes alas de algún tipo de escarabajo de la
selva. Y también el brazalete de plata. A propósito ¿dónde
está el brazalete? ¿Lo tienes oculto por algún temor? Es
cierto que es una joya de caciques solamente y que te costó
cara.
DecÃa que la casa en la que te alojabas daba al tianguez, esa
inmensa esplanada donde se juntaban comerciantes de más allá
de las fronteras del señorÃo de Quito, llegados del norte y
del sur y también de la selva hacia levante, esa selva que
enviaba tantos exóticos productos. Después, casi un siglo
después, levantaron allà un inmenso templo cristiano, extraño,
de pura piedra, tal vez donde antes estuvo el palacio de los
caciques que tú conociste.
Este dÃa hay abundancia de maÃz en el mercado. Y de papas
secas en costales tejidos de cabuya. Piñas, plátanos,
calabazas, peines, cuchillos, hachas. También hay comerciantes
que seguramente han venido del norte, con oro, plata, piedras
preciosas. Todo el oro que un cacique hizo extraer de cuevas
profundas donde hasta quinientos hombres entraban y salÃan,
bajo un intenso frÃo, a escarbar el metal, estrictamente
vigilados por guardianes. Algunos yumbos ofrecen algodón en
bruto y tejido. Intercambias un poco de coca y ajà para
llevarte a la costa y algodón crudo también.
Te gusta caminar por el tianguez.
Aprendes a disfrutar nuevos sabores y olores extraños. ¿Qué
has comprado en ese pequeño canasto? ÂAh! Son cuzos, tienen
gran tamaño y dicen que son deliciosos. Los llevarás para la
comida de la tarde. Te han invitado a una cena y será de
seguro una reunión alegre. Los hombres sentados en montones de
paja sobre el suelo y a modo de mantel, hojas como
deshilachadas de alguna especie de cabuya. Las mujeres atrás,
irán pasando las viandas en grandes mates. Habrá de seguro
cecina de puerco y tal vez venado, venado estofado con ajÃ.
¿Qué se festejará? No sé. Tal vez el inicio de las cosechas de
maÃz. O la llegada de algún principal del sur, un yanacona
quizá, que viene a instalar un sembrÃo real de coca. O quizá
era el tiempo propicio para el primer corte de pelo del más
joven de la familia de tu anfitrión. Pero ¿habrÃa esa noche
conjunción de luna? Imposible saberlo. Pero sin conjunción de
luna será imposible la ceremonia y el joven quedará de seguro
con un mechón en la mitad del cráneo, esperando un mejor
momento para ser rapado totalmente. Si se trataba de eso, de
seguro que el festÃn durará varios dÃas y deberás postergar tu
viaje de retorno a la costa.
Yo llegué todavÃa a conocer esos mercados. Claro que en tu
tiempo el trueque se anunciaba a grandes voces. En mi tiempo
era casi secreto, subterráneo, oculto. Se hacÃa trueque por la
desconfianza en las monedas mestizas. Y ya no se comerciaba ni
oro, ni plata, ni perlas, apenas unos tupos con incrustaciones
de piedras falsas y unos mullos de plástico, no como aquellas
cuentas que tú traÃas de la costa hechas con el caparazón de
las ostra espinosa y que podÃan pasar por porcelana, o las que
se elaboraban de huesos de ciertos animales cuyos nombres
nunca llegaron a mis oÃdos. Fueron olvidados hace mucho
tiempo. Esos mullos que en cada viaje, presenciaste que se
ofrecÃan en tributo a alguna waca sagrada, conjuntamente con
el sacrificio de carneros negros, sestos de coca, conejos,
plumas de avestruz. Alguien dijo después que también se
sacrificaban niños de un año de edad... No sé. Es difÃcil
entender ciertas cosas ahora... Esos mullos que fueron la base
de tu fortuna y que cargabas en grandes cantidades sobre las
balsas para venderlos en las lejanas costas de Mesoamérica.
Aparte del constante aullido de los perros, la noche fue
tranquila. Desayunaste sentado sobre un pequeño túmulo de
paja, un pilche lleno de mote con sal y ajà y solo después de
concluida la comida -esos eran tus hábitos- fuiste a escanciar
un poco de chicha, de los odres que estaban enterrados en el
suelo y en cuyo alrededor pululaban decenas de cuyes en medio
de una fetidez intensa.
Otra curiosidad tuya cuando subÃas a los Andes, era quedarte
mirando por largo rato la siembra del maÃz. A veces pensarÃas
que las cosas eran tanto más fáciles junto al mar. Allá la
abundancia de frutos, de raÃces, de peces era tal, que los
hombres tenÃan necesidad de trabajar menos. Entretanto aquÃ,
el hombre agachaba el cuerpo, hacÃa un hueco con el dedo,
echaba la semilla, dos granos de maÃz y uno de frijoles,
cubrÃa el hueco, avanzaba menos de un paso normal y repetÃa el
gesto durante todo el dÃa a lo largo de los camellones. Te
admiraba también ese afán por mantener las sementeras limpias
de malahierba.
¿Qué fue lo que te inquietó tanto esa noche en el festÃn?
¿Presagios? ¿Novedades de guerra? La guerra que te recuerda
aquellos versos "haremos flautas de sus huesos/de su piel
haremos tambores". Pero para entonces, Quito contaba con una
sucesión de fortalezas levantadas hace poco por el incario y
que la hacÃan casi inexpugnable. ¿Qué fue entonces?
Tal vez recordaste la vieja leyenda inca de la que escuchaste
hablar en tu primer viaje desde la costa hasta los páramos: la
leyenda de un wiracocha, blanco, que volverÃa otra vez de muy
lejos. Y pensaste en el mar. En las travesÃas a los largo de
la costa hacia el sur y hacia el norte y en el fondo
desconocido del horizonte. ¿Qué podÃa existir más allá? En
Salango habÃas escuchado alguna vez contar que aquellas
embarcaciones de doble quilla en la que emprendÃas tus viajes
de comercio, habÃan llegado un dÃa del otro lado del mar para
quedarse. ¿SerÃa cierto? Qué serÃa.
Yo nada sé después de tanto tiempo y de tanta memoria
destruida. Ni siquiera conozco tu nombre y en sombras recuerdo
tu figura, con una camisa larga que te llegaba casi hasta los
pies y una manta larga también de algodón que acababas de
comprarla en el tianguez y que te abrigarÃa durante el cruce
del páramo. Te recuerdo parado en una de las salidas de Quito
comprando una buena cantidad de maÃz molido para el viaje de
regreso. ¿Por qué sonrÃes? Otra vez es la idea de que estos
hombres andinos trabajan demasiado. Los ves inclinados en
aquellas inmensas piedras lisas, moliendo incansablemente
sacos de maÃz.
Apenas te recuerdo asÃ, antes de que te pierdas en el camino
que mandaron ensanchar los incas, acompañado de dos llamas que
llevan cuanto has intercambiado por spóndylus y mullos. Apenas
puedo imaginarme cómo pudo haber transcurrido ese dÃa de
octubre de 1492, cuando te hallabas a tantas jornadas de
distancia de tu embarcación y tus conchas, en una casa que
daba al tianguez, el mercado más colorido y bullicioso que
pueda uno imaginar. (2D)
* Un ejercicio de imaginación a partir de las reflexiones de
Franck Salomon.
en
Explored
Ciudad N/D
Publicado el 12/Octubre/1992 | 00:00