En la Cumbre Iberoamericana de Ministros de Cultura, celebrada en La Habana en mayo de 1999, el representante de Ecuador recordó en su intervención que las "fuerzas vivas" -según esta expresión manoseada por la prensa debemos suponer que tenemos también "fuerzas muertas"- de una parroquia (Quisapincha, o alguna por el estilo) habían declarado un paro de protesta contra la globalización. La información fue recibida con cierta sonrisa de ternura, que puede subsistir hasta hoy si se compara ese gesto, pequeñito, aislado, inocente, con las inmensas manifestaciones, cada vez mayores, de Davos, Génova, Porto Alegre (76 000 participantes), Barcelona, Otawa, que han suscitado la admiración y solidaridad de pueblos enteros, mientras los representantes del Grupo de los siete países más ricos del mundo escogen escondites, de acceso más difícil cada vez, para sus reuniones que provocan la cólera del mundo. Quizá susciten también, junto con la esperanza de que constituyan el núcleo de un poderoso movimiento internacional, una similar ternura, puesto que la globalización, como tal, es un enemigo sin rostro o, peor, que tiene muchos.
Sucede que nadie decidió la globalización. (Los europeos la llaman "mundialización", término más justo, porque podría haber una mundialización de las finanzas, de la economía, del trabajo, por ejemplo, y otra, realmente global, que pretende estar en marcha, pero no existe). Esa situación mundial de fines del siglo XX no la decidió una persona, ni un gobierno, ni siquiera un grupo de Estados contra los cuales podríamos orientar nuestra indignación y nuestra protesta. Es un fenómeno mundial que se originó quizás a fines de la Guerra Fría y adquirió su amplitud actual con los modernos sistemas de comunicación: la Internet y el correo electrónico hacen que el mundo quepa, literalmente, en un pañuelo: en este caso, una página web...
Vista desde aquí, y con cierta miopía, parecería consistir solamente en una hegemonía mundial del capital, que impone sus decisiones e incluso su lógica, en todos los órdenes de la actividad humana. Vista desde más cerca, y con mayor miopía aún, se reduciría a las maniobras, ya desembozadas, del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. (Greg Palast, periodista de la BBC y del Observer de Londres, encontró documentos según los cuales "lo que básicamente se les exigía a los países era que firmasen acuerdos secretos por los cuales aceptaban vender sus propiedades clave; por los cuales aceptaban tomar una serie de medidas económicas que en realidad son devastadoras para las naciones que se comprometen a ello, y si no estaban de acuerdo con estas medidas (había un promedio de 111 puntos que había que firmar), si no seguían estos pasos, se les cortaban todos los préstamos internacionales [...]. He visto documentos confidenciales recientes sobre Argentina, el plan secreto sobre Argentina. Están firmados por Jim Wolfensen, el director del Banco Mundial". Sobre la situación actual de ese país, dice: "Esto ocurrió porque al final de los años 80 empezaron a cumplir las órdenes del FMI y del Banco Mundial de vender todos sus bienes, los bienes públicos. Quiero decir, cosas que no se nos ocurriría hacer en Estados Unidos, como vender las redes de agua. Y a propósito, no había nadie que recibiera un céntimo de la venta. La red de agua de Buenos Aires se vendió por una cifra insignificante a una compañía llamada Enron. Un gasoducto que va de Argentina a Chile se vendió a una compañía llamada Enron". El entrevistador, Alec Jones, comenta: "Luego, los globalizadores revientan a Enron, después de transferir sus activos a otra compañía fantasma, y de este modo hacen desaparecer los detalles del robo", a lo que Palast responde: "Lo ha entendido perfectamente. Y ya que estamos en esto, ¿sabe usted por qué le entregaron el oleoducto a Enron? Porque recibieron una llamada telefónica de alguien llamado George W. Bush en 1988").
De modo que parece claro, incluso antes de este ejemplo, que en lugar de una mundialización hay una "norteamericanización" (excluyo, lógicamente, del término a Canadá y México) del mundo, más acelerada, e incluso impuesta por la fuerza, que la que pareció culminar con el rock"n roll y la Coca-cola, Rambo y los hot dogs. Impuesta lentamente, brutalmente, minuto a minuto, en el mundo entero, en todos los espacios de la actividad humana —económicos, sociales, culturales, ideológicos— por la única potencia mundial, es en esos espacios donde cabe enfrentar al enemigo sin rostro, exigiendo el respeto a los derechos internacionales de los pueblos —en oposición al "derecho" a decidir de su destino, incluso con una intervención armada— y organizando la identidad de cada uno de ellos.
El presidente alemán Johannes Rau, en su "Discurso berlinés" de mayo de 2002, sostenía: "Todos sabemos lo difícil que es encauzar políticamente la globalización económica en todas sus fases. Sin embargo, es mucho más difícil impedir que la globalización acarree también una pérdida de la diversidad e identidad culturales".
Una verdadera globalización, basada en el respeto a la diversidad nacional o regional, habría podido llevarla a cabo la Organización de las Naciones Unidas, creada con ese fin, en lugar de la "norteamericanización" que la ha puesto frecuentemente a su servicio. A una globalización auténtica corresponde la creación del Tribunal Penal Internacional, y "norteamericanización" es condenarlo por el peligro de que sean enjuiciados los funcionarios de Estados Unidos. A una globalización real obedece la Convención de las Naciones Unidas sobre la Tortura, y "norteamericanización" es la oposición a ella por el peligro de que sean acusados los soldados norteamericanos. Una globalización verdadera sería la que funcione, tanto en el ámbito político y económico como en el cultural, en varias direcciones: así, la samba brasileña y el tango podrían escucharse en Grecia y en Italia en lugar de la algarabía del hip-hop y del techno en esos países de tan rica tradición musical, ahora reservada a los turistas; así podrían llegar a América Latina la música y la poesía de Japón y de la India...; así sería dable que la literatura latinoamericana fuera difundida en Asia y Africa al igual que los best sellers norteamericanos que no invaden inocentemente el mundo sino que llevan —junto al dumping de subproductos culturales de la prensa, la radio, el cine y la televisión— los gérmenes de una homogeneización e infantilización de los habitantes de la Tierra.
Contra todo ello —además de la desocupación global y el empobrecimiento global, la migración ¿global o latino americana? en busca de trabajo, la privatización ¿global o norteamericana? de los servicios estatales, el control ¿global o norteamericano? de la economía de nuestros países— puede lucharse todavía. Y es gravísima la responsabilidad que en ello tienen los Estados, los gobiernos y los pueblos. Nosotros, los pueblos.

Poeta, narrador, ensayista, autor de la novela Entre Marx y una mujer desnuda y de los libros de poemas Los cuadernos de la Tierra, No son todos los que están y El amor desenterrado, entre muchos otros.
EXPLORED
en Ciudad Quito

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