Quito. 12 abr 98. Los rostros tristes de los arrepentidos, los
látigos con los que se azotan los penitentes, los pies
descalzos y las cadenas, las cruces sobre los hombros de los
fieles son, más que imágenes comunes en la Semana Santa, un
sinfín de historias que se van a seguir contando a través de
los tiempos y enriqueciendo la memoria.

Son los ritos colectivos, aquellos que le dan forma a la
identidad de los pueblos: estos ritos tienen que ver con el
modo de pensar de la gente, con las costumbres y creencias,
con el mestizaje y, por supuesto, con la gastronomía. Por eso
este Diario invitó a cinco intelectuales para que, desde su
muy particular visión, vuelvan los ojos hacia las imágenes de
los ramos, la procesión, la fanesca y la pascua. Ellos también
desempolvaron aquellos recuerdos de su infancia y recorrieron
las calles por las que fieles y no fieles, católicos o no,
vivieron su penitencia, el ayuno y hasta la gula que tiene que
ver con el plato tradicional de estos días.

Jorge Núñez, historiador, propuso una crónica más bien desde
el punto de vista del no creyente, a lo que significa esta
fiesta que, a su modo de ver, no es sino parte de una gran
obra dramática. Juan Martínez, antropólogo, prefirió hablar
del mestizaje y de la celebración como ruptura de los tiempos
reales. Su visión incorpora las festividades indígenas y su
relación con la fiesta católica.

Abdón Ubidia, desde la literatura, propuso hablar sobre la
fanesca como "el toque del diablo en tiempos de recogimiento",
haciendo una crónica del Quito conventual.

Julio Pazos Barrera, también desde la literatura, se remontó a
su infancia en Baños y a los miedos y curiosidades que
generaban los famosos cucuruchos mientras su madre preparaba
el plato de los 12 granos.

Monseñor Alberto Luna Tobar hace un llamado a quienes "desde
los inicios de la esperanza buscamos algo" y cuenta cómo la
bella historia del hombre que por los hombres padeció el dolor
ha marcado las vidas de tantos que todavía creen en la
justicia y están contra la corrupción. Y lo hace a partir de
un texto en el que recuerda a una madre hablando a sus hijos
sobre la historia de la pasión y muerte de Jesús.

El ciclo religioso de la Semana Mayor concluye hoy con la
celebración de la Pascua, una fiesta en la que el mundo
católico recuerda la Resurrección de Cristo. Esta y la
Crucifixión son las caras de una misma moneda que dan sentido
a la redención de los pecados y a la vida eterna en la visión
cristiana. ¿Cómo se ha concretizado esta vivencia religiosa
entre los ecuatorianos? Cinco aproximaciones muestran el
entramado.

Memoria *El potaje hecho con 12 granos servía para mostrar
solidaridad y retribución

La fanesca, la parte pagana del rito católico

Julio Pazos Barrera/Escritor

La infancia va quedando lejos: Isla luminosa no siempre,
también con penumbra y lo que es más, oculta en nubes de
olvido.

¿Qué fue la Semana Santa en esos años de pueblo con olor a
caña de azúcar, días amarillos y noches con focos macilentos?
Mamá solía recomendar recogimiento desde el lunes; íbamos al
templo para rezar las estaciones; el Jueves Santo la ceremonia
se iniciaba a las cinco de la tarde, después de una procesión
se descubría el monumento y la oración continuaba hasta la
media noche.

El viernes, se rezaban las estaciones, pero ya las mujeres y
los hombres que acompañaban al sacerdote iban enteramente de
negro. A las doce del día los bares silenciaban sus rocolas y
en su lugar, se oía música sacra y los largos recuentos de la
pasión de Cristo, radionovelados. A la misma hora, se
transmitía por Radio Santuario el sermón de las tres horas.

Mamá no acudía al templo y refrenaba mi curiosidad diciendo
que la gente iba al sermón a dormir o que esperaban la última
palabra para ver estallar el sol, la luna y las estrellas. Mi
curiosidad por contemplar el estallido era mayor. Cedía, sin
embargo, y me llevaba al templo.

En la puerta se producía una verdadera gresca: los blancos
cucuruchos armados con horquillas impedían a las madres con
niños de pecho. Y ellas que porfiaban. Solo cuando el
sacerdote iniciaba la descripción del cataclismo que acompañó
a la muerte de Cristo, solo entonces, entraban las madres con
los niños. A medida que el sacerdote describía los fenómenos,
el personal de la tramoya del calvario levantado para el
efecto, provocaba movimientos del ramaje. Encendían las mechas
de los truenos y lanzaban barras de hierro al suelo.

Finalmente la pintura de Gestas, el mal ladrón, se desprendía
con violencia. Entre el humo de la pólvora, el antiguo Cristo
evocaba una conmovedora imagen de la muerte. Contribuían a la
escena los siete cirios apagados y un coro de voces tan finas
como escalpelos que herían el alma.

Los contratiempos de mamá esperaban en casa. Una hilera de
ollas originarias de las casas de las vecinas acarreaban la
fanesca; sabores y colores diversos tenían esas muestras del
suculento plato de Semana Santa. Mamá también lo confeccionaba
y desde luego, con el propósito de retribuir el entusiasmo de
las casas vecinas.

La paciencia de mamá era muy frágil y su gusto, muy exigente.
La mezcla de fragilidad y exigencia producía un discurso en
voz alta, incesante, interrogativo y dirigido a una difusa
alma colectiva: ¿Por qué mandan las fanescas? ¡Con el trabajo
que significa la fanesca! Son días de ayuno y la gente come
más... la fanesca no es católica. Mamá proseguía con su
cantinela.

No obstante, todas las ollas retornaban a sus dueños con, por
supuesto, la fanesca de mamá. Al anochecer del Viernes Santo,
el sacerdote describía el descendimiento de la cruz. Los
santos varones, con extremada prolijidad, descolgaban el
Cristo. Se iniciaba la procesión. Los cantos de penitencia
repercutían en los montes: voces tan tristes que podían
sofocar a los pájaros. Al final iba la imagen de María: sus
ojos miraban al infinito con tan intenso dolor que sobrecogía
al más duro corazón. ¿Fue así? ¿Se repiten, cada año, las
ceremonias? ¿Murieron las cantoras? ¿Otras infancias se
inician cada año?

Historia *La dramaturgia se inicia el Domingo de Ramos con
actores que se autoflagelan.

En Quito o en Sevilla es una gran obra de teatro

* Jorge Nuñez Sanchez/ Historiador

L a Semana Santa es la representación anual del drama
ritualístico de la pasión de Jesucristo, mediante el cual la
cultura católica educa a las nuevas generaciones en el
reconocimiento de sus símbolos y revive en sus fieles esa
compleja suma de sentimientos, emociones y creencias que
constituye la fe. Pero ese drama ritual se vive de distinto
modo en las diferentes regiones del orbe.

En el pueblo andino donde transcurrió mi infancia, la Semana
Santa era un tiempo de recogimiento espiritual, donde las
gentes reflexionaban sobre la vida y la muerte, la crueldad y
el amor, la fe en la resurrección y la esperanza de la vida
eterna. La gran obra dramática se iniciaba el Domingo de Ramos
con el acto feliz del arribo de Jesús a Jerusalem, donde la
gente agitaba palmas primorosamente tejidas como estandartes.

En cada uno de los días siguientes se desarrollaba un nuevo
acto, en un crescendo de patetismo marcado por el silencio
ambiental, que ni siquiera era roto por el tañido de las
campanas, sustituido en esos días por el ruido de las
matracas. El Viernes Santo, el parlamento principal corría a
cargo de algún gran orador religioso, que durante tres horas
estremecía al auditorio con su interpretación; tras ello
venían la muerte de Jesús, el estremecedor descendimiento y
una procesión fúnebre que recorría las silenciosas calles ya
anochecidas. El sábado era el acto colectivo de silencio y el
domingo, por fin, la vida volvía por sus fueros, en medio de
la alegría de la Pascua Florida de Resurrección.

He vuelto a vivir el drama de mi infancia en medio del
bullicio de la Semana Santa sevillana. La obra es la misma y
su sentido profundo es semejante, pero son otros los actores y
el escenario. Por estos días, la ciudad bruja del Guadalquivir
vive el drama de la pasión de Cristo con el mismo entusiasmo
desbordante con que suele vivir la alegría de la Feria o la
peregrinación al Rocío. Las calles están pobladas de
elegantísimas mujeres vestidas de negro y de solemnes señores
vestidos de "capillitas". La gente se arremolina al paso de
las sucesivas procesiones, atraída por el solemne toque de las
bandas instrumentales, el misterio medieval de los trajes
procesionales y la belleza de las imágenes que van a hombros
de los jóvenes costaleros. De trecho en trecho, la procesión
se paraliza para escuchar a un cantaor que desde un balcón
piropea a la Virgen con una "saeta", todo ello en medio de un
ambiente perfumado por el olor de azahares, incienso y cirios.

Pero nada como "la madrugá", ese ritual trasnocho colectivo
con que los sevillanos esperan ­hablando y copeando en los
bares­ el paso de la Virgen de la Macarena, que al amanecer
del viernes sale de su capilla de barrio para llegar hasta la
catedral. Ahí, en la tensa y feliz espera de "la madrugá" se
resume la religiosidad sevillana, mezcla de fe e idolatría, de
cristianismo y paganismo.

Pero, ¿qué decir de la quiteña procesión de "Jesús del Gran
Poder", con sus cucuruchos autoflagelantes, sus caminadores de
rodillas y otros buscadores de sufrimiento?

Sin duda, aquí la obra teatral se sale de libreto y se
convierte en un "reality show" lamentable, cargado de angustia
y masoquismo.

Antropología *El segundo gran ciclo ritual católico está lleno
de simbolismos.

Un ritual que es siempre conmovedor

Juan Martinez Borrero/ Antropólogo

La Semana Santa finaliza un segundo gran ciclo religioso
popular en el año, el primero ha correspondido a la
vinculación entre los rituales que conmemoran el nacimiento de
Cristo y los actos de paso y ruptura que caracterizan a las
festividades de fin de año o Año Viejo y a las de Carnaval. En
éstas la secuencia de los actos rituales corresponde con gran
precisión a los momentos señalados por Van Gennep como
rituales de Paso, con su ciclo característico de ruptura de la
realidad, construcción de una realidad mítica y reconstrucción
de la realidad ordinaria en un nivel superior. Durante estos
momentos de existencia de una realidad mítica todo se puede
trastocar, lo blanco tornarse en sangre y lo negro en símbolo
de vida. Cuando se retorna a la realidad ordinaria las cosas
no serán como antes, algo ha cambiado.

El segundo gran ciclo ritual se inicia con la constatación de
la fragilidad de la vida humana, signada con la cruz de ceniza
que marca la frente de los fieles católicos el miércoles
posterior al carnaval. La terrible sentencia, polvo eres y en
polvo te convertirás, se convierte en el eje de la Cuaresma .

En las zonas rurales del Ecuador, la Semana Santa se prepara
con un cuidado superior a cualquier otra fiesta. Al inicio de
la Cuaresma el párroco designará a los encargados de la
protección y la limpieza de la Iglesia, a los que se
denominará "llaveros" por recibir el encargo de cuidar su
llave, estos habitualmente procederán del grupo de los
"hombres santos", asociaciones religiosas vinculadas con los
actos rituales de la Semana Santa. El Domingo de Ramos marca
la fase gloriosa de suspensión de la realidad ordinaria,
mediante la bendición de los ramos de palma, casi siempre
complicadamente entretejidos, la gente acogerá el primer
episodio de la Pasión de Nuestro Señor.

Si, con el afán de analizar antropológicamente la situación,
entendemos que lo que se narra es parte del ciclo del mito del
nacimiento y la muerte de Jesús, al Domingo de Ramos
corresponde la ruptura de la realidad ordinaria, como el
primer paso del complejo de ceremonias que culminará en la
Resurrección de Cristo. El ramo bendito asume en los campos
del Azuay un papel protector fuera de lo ordinario, protege a
la casa contra los malos espíritus, en una función semejante a
la de las plantas de sábila colocadas en los umbrales o de los
árboles de guántuc o floripondio sembrados en el jardín, pero
además, como elemento de la realidad sobrenatural, el quemar
un pedazo del ramo, conjuntamente con algo del romero,
protegerá a la casa y sus ocupantes en caso de tormentas
eléctricas, frecuentes en la provincia.

A partir de esta suspensión de la realidad se desarrollan
actos rituales que se colocan por encima de lo ordinario, se
intenta recrear las funciones míticas de la Pasión y, como en
ningún otro momento, estas funciones míticas son recreadas por
la comunidad católica en su totalidad, a más de los
especialistas que representarán los papeles clave en el
transcurso de las ceremonias.

La recreación de las funciones míticas asume la forma de
catarsis, o curación por el dolor, el recorrido de los Pasos
de Cristo o la visita a las siete iglesias, marcan
simbólicamente estos momentos del tiempo suspendido accesible
a cada fiel. Los especialistas, por el contrario, recrean
detalladamente, asumiendo papeles claramente establecidos,
cada uno de los momentos de la Pasión, con un efecto a la par
didáctico y conmovedor.

En diversos lugares del país es el momento de participar de
estas recreaciones en verdaderos autos sacramentales de
solemnidad absoluta. En otros la suspensión del tiempo
ordinario facilita el arrepentimiento y el perdón de los
pecados, cada sujeto que se viste como cucurucho, cada mujer
que participa de los dolores de María o cada joven que se ata
a la cruz, comparte las cualidades extraordinarias de la
suspensión del tiempo.

Al transcurrir el Sábado Santo y llegarse al Domingo de
Gloria, los altares son descubiertos, se celebra un nuevo
momento gozoso y el cirio pascual encendido permite que la
realidad que se retoma posea propiedades superiores a la
realidad anterior al Domingo de Ramos.

En estos siete días del segundo gran ciclo ritual católico la
realidad también ha estado sometida a una transformación en
niveles de complejidad y simbolismo de alcances
extraordinarios ya que lo que se recrea es el ciclo de la
salvación del hombre.

Religión * El mensaje de Cristo es de redención, no solo
individual sino social

Por nosotros los hombres fue crucificado

Alberto Luna Tobar/ Arzobispo de Cuenca

D e labios de la mejor escuela de nuestra vida, labios de
madre, escuchamos la más humana de todas las historias: "Y por
nosotros los hombres padeció bajo el poder de Poncio Pilatos,
fue crucificado, muerto y sepultado; resucitó al tercer día,
bajó a los infiernos, subió a los cielos y desde allí ha de
venir a juzgar a vivos y muertos".

Y seguimos oyendo a la madre su historia, narrada con fe, y su
plegaria, recitada con ternura. Si viva o si muerta, toda
madre es la mejor mediación con la eternidad.

Por eso, por todo cuanto nos pesa la eternidad -vecina y
distante- a la madre, siempre cercana y oportuna, le seguimos
preguntando todo lo que hasta ahora cuestiona en los hijos ese
padecer de Cristo y de cada uno de nosotros; esa crucifixión
del Hijo del Hombre tan compartida con todo ser humano
inmolado; esa muerte del Maestro tan parecida a la de los
seres más amados y necesitados; esa sepultura similar a todo
lo que escondemos bajo tierra para que no nos lo quiten o para
que su presencia inmolada no nos condene; ese resucitar al
tercer día, muy pronto antes de que agonice la esperanza de lo
que amamos y seguimos amando; ese bajar al infierno, que es
sinónimo de soledad, de abandono, de frialdad desértica, de
cuanto ahonda en el hombre todas sus ansiedades; y, ese subir
a los cielos, que siguen siendo tan distantes para los que
desde los inicios de la esperanza buscamos algo, que si no nos
llega en la medida de nuestras necesidad, sí vendrá; sí,
porque nuestras madres nos enseñaron a creer "que su palabra
no pasará": la de Cristo, resucitado, y la de la madre que nos
enseñó a amar, a creer, a esperar y a resucitar cuanto antes,
viviremos sin dejarnos enterrar del miedo, sin concederle
poder a ningún Pilatos; sin hacer de la cruz emblema de
exhibición sino símbolo de cumbres y de profundidades; sin
pensar que la muerte resuelve todo lo que en vida no pudimos
ni quisimos conseguir cobardemente; sin admitir que se conceda
sepultura en nuestra existencia a la injusticia, al impudor
ético y estético de lo corrompido; sin aceptar el infierno
como el único espacio de reparación social; sin pensar que la
alternativa ilusionada de los cielos, del paraíso, elimina en
nuestras vidas la obligación, soñada por Jesús, de que todos
seamos "otros Cristos" incorruptibles, libres, justos,
hermanos, cristianos. Cristo resucitó y debemos resucitar con
El.

Literatura * Quito, piadosa pero también pecaminosa, expía las
culpas a su modo
La fiesta de la solemnidad y de la gula...

Abdón Ubidia/ Escritor

Quito, como tantas de la Sierra, es una ciudad doble, dividida
(hipócrita, dicen los costeños). De un lado es el escenario de
las solemnidades capitalinas, serias y sagradas; la ciudad de
los conventos y las huellas místicas: la cara de Dios. De
otro, es la ciudad de la envidia, la gula, la lujuria y de los
siete pecados capitales, como bien lo mencionan, en sus
crónicas, con una mezcla de odio y amor, los viajeros a lo
largo de los siglos.

En Quito, el demonio ayuda a construir los templos de Dios. Lo
cuenta una de sus leyendas entrañables. Porque Quito también
es la cara del diablo. La prueba son sus celebraciones
religiosas. Mejor: el doble fondo pagano que ellas guardan: en
el día de difuntos se canibalizan "guaguas" de pan con su
debida mazamorra morada; por detrás de San Juan están los ecos
del Inti-raimi; más allá de "San Pedro y San Pablo", crepita
el culto al fuego del infierno; el carnaval, esa guerra lúdica
del agua, coincide, en la segunda luna nueva del año, con los
ritos acuáticos de los brujos andinos y, bien miradas las
cosas, Semana Santa, a pesar de las ceremonias de la fe y las
túnicas, es también la fiesta de la gula y el jolgorio de la
época de las cosechas.

Si hay un plato que simbolice la gula, es la fanesca.
Abundante, espesa, nutritiva por definición, su misma
apariencia es una fiesta. En el contundente caldo, humeante y
cálido, dorado como el oro maldito, hecho de los doce granos
vernáculos, unos disueltos y otros íntegros, triunfan sus
aderezos y ornamentos especiales: masitas fritas de sal y de
dulce, rodajas de huevo cocido y plátano también frito, hojas
de perejil, encurtidos de cebolla y clavo de olor; los cortes
del inevitable ají, rojo y pungente, como enviado por el
propio demonio y, para colmo, los trozos de bacalao seco que
traen el aroma lejano y exótico de lo que está al otro lado
del mundo.

Seamos honestos. ¿Quién, ante un plato de fanesca, piensa en
cosas santas? Ocurre lo contrario. Los entendidos afirman que,
además de la gula, ese potaje nacional promueve la pereza y la
lujuria, con claros resultados, por cierto. Solo que no hay
pecado sin placer, ni placer sin culpas: al final de Semana
Santa, el Viernes Santo, la ciudad las expía con largas
procesiones católicas, con cucuruchos que se azotan y marchan
descalzos sobre el ardiente pavimento, cargados de cruces y
maderos muy pesados. Precedidos de la efigie de Jesús del Gran
Poder, esos miles de fieles y torturados no son sino una
pequeña parte de los sufrimientos de Quito, cuyos hábitos
expiatorios nunca pueden librarlos del suplicio de la Culpa,
la gran pasión de una ciudad consagrada a Dios, pero también
dada al diablo. (Texto tomado de El Comercio)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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