CUANDO LOS HIJUES LE DABAN AL PEDAL Por Francisco Febres
Cordero

Medellín. 17.04.91..- "Esta era la ciudad más linda de
Colombia, la más tranquila", me dice en Medellín un empleado
de la empresa de teléfonos, donde voy a hacer una llamada. Y
yo, contemplando el paisaje de esas montañas que rodean la
urbe y luego de haber recorrido brevemente sus calles, le
creo. Y le creo también lo que él, enseguida, añade: "Pero la
fregaron estos hijueputas" "Estos" son los que nadie quiere
llamar por su nombre, los que están en todos los sitios, sin
estar; los que son dueños de muchos edificios y en ellos
ocupan departamentos con chapas y escusados de oro, cuadros de
Degas y piletas de estilo romano en medio de la sala, para
solo citar las extravagancias menores. Todos ellos son
"estos"

Y son también los que crearon entre los habitantes marginales
de una ciudad que creció a un ritmo afiebrado, un ejército de
sicarios que antes mataban en cumplimiento de una orden,
después para robar en su propio beneficio y ahora por gusto,
hasta el punto de haber convertido a Medellín en la ciudad más
violenta del mundo y haber hecho, también, que los propios
colombianos (que no pierden el sentido del humor ni aunque su
ídolo Alberto Camargo se retiró de la vuelta) le hayan puesto
el remoquete de Metrallín y hayan sustituido el eslogan de la
ciudad de la eterna primavera por el de la ciudad de la eterna
metrallera.

Todos me habían advertido que me cuidara, que no saliera sino
en grupo a la calle, que escondiera el reloj y cargara poca
plata en el bolsillo. Y yo, mientras dominaba la ciudad desde
lo alto del cerro Nutivaba, me sentí testigo -aunque lejano y
circunstancial- de la tragedia que vive la ciudad más hermosa
por la que ha pasado esta vuelta ciclística a Colombia. Y más
querida para mí, aunque solo sea porque tengo al alcance de
mis ojos la pista del aeropuerto Olayo Herrera, desde donde
despegó Gardel hacia más allá de la nostalgia en un vuelo que,
como un tango, acabó mal. Teniendo a Medellín allí a mis pies,
entiendo ahora lo que antes me había dicho un colombiano: "En
esta ciudad se unen lo humano y lo divino, el norte y el sur
de la vida". Porqué si. Porque junto a las mansiones de un
lujo que uno ni siquiera alcanza a imaginar, están unos
tugurios de una pobreza que rebasa lo insólito. Porque junto
al derroche más inconcebible, está la miseria más atroz.
Porque frente a la pujanza de la industria están el robo y el
asesinato con que los pobres buscan un dinero para completar
el día; si en su aventura les llega la muerte, qué más da: al
fin y al cabo, la máxima de que con el riesgo se tiene algo
que ganar y nada que perder, se cumple.

Ahora nadie vela por Medellín y es como si el gobierno la
considerara leprosa y buscara alejarse lo más posible de su
realidad. La enorme estructura de cemento y hierro que iba a
servir para que por allí pasara un tren, en su abandono más se
asemeja al esqueleto de un enorme dinosaurio que, con
impudicia, exhibe su osamenta al que quiera contemplarla.

A pesar de eso, a pesar de todo, el crecimiento poblacional
continúa y su desorden sigue siendo loco. Como es una locura
también comprobar que es una de las ciudades más cultas del
país, con tres universidades, grandes teatros y un movimiento
artístico diario que ya se quisiera Quito para los domingos.

En secreto, la gente reconoce que los hijueputas que le
fregaron, al comienzo no eran así tan hijueputas. Eran más en
secreto todavía- hasta buenas personas. Pablo Escobar, por
ejemplo, favoreció a una cantidad de gente. Construyó un
barrio de doscientas casas para los pobres, regaló autos a
algunos que los necesitaban para trabajar, construyó escuelas,
estadios, coliseos y apoyó a ese deporte nacional que es el
ciclismo, del que él mismo era un fanático. El hermano de
Pablo Roberto, al que le apodaban "El osito", era corredor, y
de los buenos: en una vuelta a Colombia ocupó el cuarto puesto
y hasta estuvo a punto de ser campeón. Claro que el apoyo
logístico con el que contaba era impresionante y Pablo
vigilaba el desarrollo de la carrera volando en helicóptero,
desde donde impartía instrucciones a sus lugartenientes que
transitaban en flamantes autos junto al pelotón.

Cuando en 1985 a Gonzalito Marín -que desde hace dos años
estaba retirado- se le ocurrió regresar a las pistas y correr
un clásico, entre "esos que sabemos" se cruzaron más de
quinientos millones de pesos en apuestas: unos decían que
Gonzalito terminaría la vuelta, y otros que no. Uno de los
amigos de Escobar, que no se perdía competencia, en un
descanso llegaba a cualquier tienda y pedía de beber. Nunca
aceptó que le sirvieran nada en un vaso: él sacaba su copa de
oro y ahí vertía el contenido del más vulgar aguardiente, el
whisky más fino o la gaseosa más dulce.

Escobar patrocinaba prácticamente todos los clásicos de
Antioquía. A su hacienda Nápoles (ubicada en Puerto Triunfo,
donde tenía un zoológico) invitaba a todos los miembros de la
caravana de la vuelta, sean técnicos, acompañantes, ciclistas
o periodistas. Allí los alojaba y si uno pedía un trago,
zas ! que enseguida le ponían al frente una botella de
Whisky.

Entonces no era malo, dicen quienes conocieron a Escobar y lo
trataron. Siendo siempre reservado, astuto y fornido, tenía
fama de simpático y amable. En lo único que hacía ostentación
(los helicópteros, las avionetas, los autos y los
guardaespaldas formaban parte consustancial de su ser) era en
las mujeres: en su hacienda, al mediodía se paseaba acompañado
de dos; a la tarde, de otras dos diferentes y entrada la noche
, de otras dos. Todas, obviamente, esculturales. Además de
mujeriego, era muy nacionalista. Cuando Herrera y Fabio Parra
cumplieron en Francia un papel extraordinario en un tour, les
llovieron las ofertas en Europa, con jugosísimos contratos en
dólares. Escobar los llamó y les dijo que no se fueran a
correr allá, y que lo que les ofrecían pagar afuera él les
pagaría aquí, pero que, ­por favor no se fueran!

Es que por el ciclismo perdía la cabeza. En una de sus casas
de Medellín tenía un velódromo con el más completo equipo de
iluminación para las vueltas nocturnas que él se daba solo por
la pista. Pero tanta belleza no podía durar mucho. Primero se
armó la guerra entre "estos", después contra la policía, luego
contra la prensa que los denunciaba y por último contra todo
el mundo, hasta el extremo que ahora en Medellín alquilar un
sicario es más fácil que alquilar un cuarto de hotel (y en
ocasiones hasta más barato) porque la muerte ha pasado a ser
una cosa de rutina y la vida un albur que a veces queda
demasiado corto para los niños que deambulan por las calles o
que van a la escuela sin imaginarse que los hijueputas
colocaron allí una bomba... (B4).
EXPLORED
en Ciudad N/D

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