La nueva imagen de Buenos Aires, que tenía tanta luz y vitalidad, no solo es
oscura y desesperanzada, sino que también, al desgarrarse, está mostrando
llagas todavía peores.
Pero hay señales de que, por debajo de la superficie ominosa y cruel, en el
teatro, el cine, en la música y el libro- hay una Argentina que sigue de
pie, creciendo en la peor de las adversidades.
Lleva ya varias décadas padeciendo a gobernantes cuyo nivel de inteligencia
y de creatividad es inferior al nivel promedio de sus habitantes.
Ese es, acaso, el mayor enigma de un país que inclina la cabeza un poco más
todos los días: estar condenado, cuando no le caen encima las dictaduras, a
optar entre dirigentes malos y dirigentes peores.
La ultima vez que los argentinos votaron de manera directa al presidente de
la República, tuvieron que elegir entre Fernando de la Rúa y Eduardo
Duhalde. Prefirieron al primero -había sido un administrador modesto,
ordenado y sin audacia cuando gobernó la ciudad de Buenos Aires- porque les
parecía un antídoto suficiente contra las infecciones de frivolidad y
corrupción que habían marcado el gobierno de Carlos Menem.
De la Rúa demostró que no estaba a la altura del país endeudado y caótico
que tenía por delante. Atravesó los dos años de su mandato trunco en un
estado de pasmo, de hipnosis, como si las ruinas que había heredado tuvieran
más energía que él.
El hombre que lo sucedió, tras la semana anárquica en la que se alternaron
otros tres presidentes, en el cruce entre los años 2001 y 2002, fue
justamente aquel a quien De la Rúa había derrotado en los comicios de 1999;
el mismo político del que se desconfiaba por las torpezas que lo habían
caracterizado como administrador de la provincia de Buenos Aires.
Al principio, dio la impresión de que Duhalde podía exhibir cierta buena
voluntad para acabar con la rémora de privilegios, que habían corroído los
cimientos del país, y con el descalabro creciente de sus instituciones.
Que los argentinos eligieron entre dos males es ahora una verdad que salta a
los ojos: Duhalde tampoco está a la altura del país desesperado que le toca
gobernar.
Por la fragilidad misma de su mandato, se ve obligado a negociar, a transar,
a ceder, en un momento en que Argentina exige ser refundada desde los
cimientos.
Está obligado a consultar cada uno de sus pasos con los barones feudales de
las provincias, con sindicatos en discordia, con los fiscales y censores del
Fondo Monetario Internacional, con el secretario del Tesoro de los Estados
Unidos, con los inversores internacionales que han comprado casi todo lo que
Argentina poseía antes de 1990. Es decir, el presidente se mueve en tantas
direcciones que ninguna es la correcta, mientras el país se hunde aún más.
Las estadísticas oficiales son siempre más optimistas que la realidad. Pero,
solo en abril, más de 15 000 pequeños comercios cerraron sus puertas, y la
cifra total desde comienzos de 2002 supera los 100 000. Uno de cada tres
obreros de la construcción está sin trabajo. Mas de 1,1 millón de personas
perdieron sus empleos durante el ultimo año en Buenos Aires, y casi la mitad
del país vive en el umbral de la pobreza o por debajo. En los primeros
cuatro meses, la inflación llegó al 2%, cuando las previsiones exigían un 15
para el año entero.
Las elecciones anticipadas de las que se habla como una panacea en los
círculos políticos no serían en modo alguno una solución. Ninguno de los
dirigentes que se postulan a la presidencia y tienen posibilidades de
ganarla parece en condiciones de transformar el país de pies a cabeza,
modificando todas las estructuras corruptas y eliminando los privilegios.
Mientras tanto, lo que resta de la clase media sobrevive como puede. A las
numerosas monedas que no cesan de circular y que será difícil erradicar,
porque ya forman parte de la cultura de provincias, se ha sumado una de
extrema eficacia: el trueque que ahora abunda en las calles y galpones en
casi todas las ciudades.
Las modistas reciclan ropas a cambio de fideos y verduras; los dentistas
reciben como pago alfombras artesanales o ventiladores de techo por
extracciones de muelas o tratamientos de conducto.
En una provincia patagónica, las prótesis de los muertos -marcapasos,
portacaths, piernas o brazos ortopédicos- se acondicionan y rehacen para ser
usadas otra vez en enfermos que las necesitan. El Hospital Posadas, uno de
los principales centros sanitarios de Buenos Aires, ha interrumpido sus
servicios quirúrgicos y todos los tratamientos que requieran gastos de
materiales médicos.
Los miles de argentinos que han abandonado el país sufren, junto a las
melancolías del desarraigo, las incertidumbres que hay en todo comienzo
nuevo: algunos, que eran empleados de banco o abogados recientes, se han
resignado a servir ahora en el extranjero como vendedores ambulantes o como
ayudantes de cocina.
"Por lo menos acá trabajo", me dijo en Madrid un estudiante avanzado de
Bioquímica, que es auxiliar de vigilancia en la enorme tienda llamada FNAC.
"Por lo menos acá tengo la esperanza de reunir el dinero suficiente para
traer a mis viejos y a mi novia, que allá se están muriendo de hambre. El
único miedo que tengo es morirme yo antes, de tristeza".
¿Argentina se está acabando? No. Argentina está viva y de pie, y sus
instituciones -al menos las que creó la Constitución de 1853- son tan
necesarias como entonces, cuando el país era solo una promesa informe pero
poblado por hombres de talento y buena fe.
Como entonces, se enfrenta a la tarea de hacerlo todo de nuevo. Todavía no
ha descubierto cuál es el mejor camino para lograrlo pero, al menos, sabe ya
con quiénes no debe hacerlo: los jueces, los legisladores, los ex
presidentes que han dejado una larga estela de ponzoña y destrucción.


*Escritor argentino, autor de La Novela de Perón, y de Santa Evita; recibió
este año el Premio de Alfaguara por su novela El vuelo de la reina, obra
que circula en estos días en Ecuador.
EXPLORED
en Ciudad QUITO

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