Quito. 14 jun 98. Desde tiempos inmemoriales, América Latina
ha padecido la violencia: aquella, inclemente y ahora
idealizada, de las épocas precolombinas; luego la peor de
todas, la de las Conquistas; enseguida la violencia
perdurable de la construcción estatal y nacional; en la era
moderna, la violencia revolucionaria, justiciera y
auto-apologética; la respuesta descarnada y sin límites de
élites retrasadas y sin escrúpulo; por último la actual,
desagarradora y humillante, de la pobreza, la desigualdad y el
porvenir coartado.

En años recientes, la atención se ha centrado en dos tipos de
violencia particularmente agudas y omnipresentes: la violencia
política -las guerrillas, la tortura y las desapariciones, la
represión- y la inseguridad, verdadero flagelo de las clases
medias y populares de las grandes urbes latinoamericanas:
asaltos, secuestros, robos, asesinatos y violaciones.

Pero quizás una de las nuevas formas de violencia que comienza
a irrumpir en el escenario sea una mezcla, heterodoxa y
contradictoria, de violencia política y delictiva, que
podríamos llamar social.

No es exclusivamente política, aunque contiene poderosos
resortes y efectos políticos; tampoco puede ser clasificada
como meramente violatoria de la ley y del estado de derecho en
general, por completo carente de connotaciones políticas. Es
una simbiosis de ambas, y por ello ha sembrado una gran
confusión en el seno de las sociedades latinoamericanas.

Abundan ejemplos provistos de mensajes ideológicos diversos.
Examinemos tres, de índole distina, pero que comparten la
característica recién anotada: Brasil, Colombia y México, tres
países donde la violencia ha ocupado un lugar de símbolo en la
historia.

El nordeste brasileño ha sido tierra de pobreza, sequía y
lucha por lo menos desde la rebeldía de los Canudos, de
finales del siglo XIX, inmortalizada por Euclides da Cunha y
mucho después por Mario Vargas Llosa. El sertón presenció
asimismo la organización de las grandes ligas campesinas
dirigidas por Francisco Julico a inicios de la década de los
sesentas, y ahora, con el arribo de una nueva sequía, tal vez
más devastadora que otras, anteriores, se sumerge en una ola
de saqueos, de cierres de carreteras y de tomas de tierras que
amenazan la frágil paz polmtica brasileña construída
penosamente en los últimos 15 años.

No se trata solo de acciones espontáneas, impulsadas por
campesinos hambrientos y desesperados, cuyas cosechas se
quemaron o secaron, ni tampoco de una gran conspiración
teledirigida por el Movimiento de los Sin Tierra (MST), a su
vez comandada por el Partido de los Trabajadores de Lula, para
socavar el intento reeleccionista de Fernando Henrique
Cardoso. Es una combinación de ambos factores: el político y
el estrictamente delictiva, donde protesta, hambre, saqueo de
supermecados y resentimiento de clase se unen en una
violencia...social, justamente.

Huelga decir que los incidentes mencionados han desatado una
acrimoniosa y vasta polémica en Brasil, donde el
"establishment" y las fuerzas conservadoras tienden a
denunciar los actos de violencia, sin atreverse, todavía, a
ahogarlos en sangre, y donde los sectores progresistas y
humanistas prefieren legitimar o avalar el comportamiento de
las víctimas nordestinas de la sequía, a sabiendas que no
pueden ir demasiado lejos en su apoyo a flagrantes violaciones
al estado derecho.

Asi el MST, la Iglesia y hasta el candidato de centroizquierda
Ciro Gomes se niegan a denunciar a los protagonistas de las
tomas y saqueos, mientras que Cardoso y sus seguidores instan
a a la sociedad brasileña en su conjunto a repudiar los actos,
al mismo tiempo que echan a andar una iniciativa de ayuda que
debió haber comenzado hace meses.

Algo semejante, pero con una referencia ideológica opuesta,
ocurre en Colombia. Al ampliarse la guerra de guerrillas y
contra-insurgente en ese país, y al revelarse cada vez más
impotente el Ejército para vencer a las agrupaciones armadas,
y en particular a las Fuerzas Armadas Revolucionarias
Colombianas (FARC), lidereadas en teoría -aunque muchos creen
que ha muerto- por el legendario Tirofijo o Manuel Marulanda,
alzado en armas desde la década de los cincuentas, los grupos
paramilitares de derecha han adquirido un perfil inesperado.

La reciente masacre en Puerto Alvira de 21 civiles , que
supuestamente guardaban simpatías por las FARC, constituye un
fiel reflejo del problema. Terratenientes, narcotraficantes,
ex militares y campesinos adversos a las guerrillas, por una
razón u otra, recurren a una violencia que no es política,
como las FARC tampoco son ya una organización puramente
revolucionaria que busca el poder para transformar la
sociedad. Pero la violencia ejercida por los paramilitares,
como aquella empleada por las FARC, no pueden ser tampoco
reducidas a una pura y llana expresión de la delincuencia.

El comportamiento de las organizaciones armadas de la derecha
revanchista en Colombia suscita reacciones diversas en aquel
país.

Obviamente los sectores "civilizados" repudian los actos de
barbarie cometidos. Pero es indudable que facciones
significativas de las fuerzas armadas y del Gobierno solapan a
los paramilitares: como lo ha reconocido la máxima autoridad
del ejército, las fuerzas castrenses colombianas no pueden
derrotar, solas, a una guerrilla que parece habérseles
escapado de las manos.

La violencia social en Colombia genera respuestas
ambivalentes: nadie la aprueba del todo, pero al coincidir con
intereses objetivos de determinados estamentos de la sociedad,
recibe discretos apoyos.

Por último, el caso de Chiapas en México. El alzamiento
zapatista del primero de enero de 1994 fue un gesto clásico de
violencia política: aqui no hay ambigüedad ni confusión
posibles. Pero las diferentes secuelas de esa insurrección que
conmovió al mundo y sacudió las conciencias mexicanas son más
complejas. Junto con la política contrainsurgente de las
fuerzas armadas mexicanas, y que contribuye a exacerbar las
tensiones locales, existe un fenómeno de violencia que rebasa
el ámbito meramamente político, pero que tampoco puede
asimilarse a procedimientos criminales desprovistos de
contenido político.

Así, el surgimiento de grupos paramilitares antizapatistas en
varias regiones del estado corresponde a una mezcla siniestra
de revancha y manipulación política, de resentimiento étnico,
religioso y político, y a descaradas aspiraciones sociales e
incluso familiares. La saña de los llamados priístas contra
las comunidades o grupos zapatistas emana de estos impulsos;
en ocasiones la ferocidad de la actitud zapatista contra las
agrupaciones priístas brota también de sentimientos análogos.
El odio, por ejemplo, de los priístas de la aldea de
Taniperlas, tanto contra los civiles zapatistas que intentaron
crear un municipio autónomo, como contra los observadores
italianos que procuraron proteger a 180 mujeres secuestradas,
procede de factores de esta naturaleza. En parte, obviamente,
se trata de un odio atizado por el Gobierno de Ernesto Zedillo
y del estado de Chiapas, quienes no han vacilado en recurrir
al nacionalismo mexicano mas ramplón y detestable para
defenderse de los extranjeros que llegan a observar la
situación en Chiapas o a expresar in situ su simpatía por los
zapatistas. Pero también proviene de pasiones locales de toda
índole, incluyendo, sin duda, formas de violencia social: ni
política ni crimimal, sino ambas a la vez.

De nuevo, el tema incomoda al resto de la opinión mexicana.
Por un lado, la izquierda política e intelectual de la Ciudad
de México difícilmente puede disimular su afinidad por la
causa indígena y zapatista; por el otro, apenas emerge de una
larga marcha hacia la democracia y la lucha electoral, en
buena medida incompatible con el recurso a la violencia,
política o social, tan evidente en Chiapas.

Por su parte, el Gobierno fomenta muchas de las conductas
violentas en la zona de conflicto, aunque se ve obligado a
deslindarse de la misma cada vez que a sus huestes chiapanecas
se les pasa la mano. No puede apoyar la violencia social, pero
tampoco puede prescindir de ella en la coyuntura actual.

La fragilidad de los estados de derecho en América Latina, y
el carácter circunscrito e incipiente de la cultura política,
se combinan con la exacerbación de tensiones sociales producto
de 15 años ya de magro crecimiento económico y desigualdad en
aumento.

La rebelión de las Canudos, encabezada por Antonio Conselheiro
hace cientodos años en los sertones nordestinos, finalmente
fue derrotada. El nuevo rostro -fundamentalista y lacerante-
de la violencia social en América Latina es obviamente
distinto; borrarlo, sin embargo, puede tardar más tiempo y
costar más caro. (DIARIO HOY) (P. 5-C)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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