Quito. 19.10.92. Un día, en San Pablo, un transeúnte
desprevenido tuvo la desdicha de encontrarse con una bala
perdida cuando descendía del autobús. No es un caso único. El
ciudadano común tiene razones de sobra para sentir que sus
ciudades se han vuelto peligrosas y violentas. La era de la
paz franciscana se ha perdido tras mantos de olvido; hoy
parece que nadie pueda sentirse a salvo de un mal momento.

En los barrios pobres la gente se queja del preocupante
aumento de robos, agresiones y violaciones. Algunos, hartos ya
de tanta inseguridad, se dieron a hacer justicia con sus
propias manos. En Comas, un distrito limeño, el delincuente
que sea sorprendido con las manos en la masa puede terminar
enterrado hasta el cuello en el desierto. En San Gabriel,
provincia del Carchi, la población amenazó convertir la plaza
del pueblo en cárcel pública. En el Comité del Pueblo y en
Cotopaxi, violadores y asesinos fueron flagelados y quemados
vivos.

Los sectores urbanos más pudientes se rodean de muros, rejas,
vidrios astillados, perros amaestrados, alarmas y guardias
privados. Inútil, porque las estadísticas policiales y
hospitalarias se siguen nutriendo de robos y muertes
violentas. En Guayaquil, cada semana son asesinadas por lo
menos seis personas.

Y ahora, cuando se habla de la violencia, se contabiliza
también al narcotráfico y a la guerrilla. Muchas ciudades
colombianas han sido sacudidas por las acciones de los
sicarios, en cuyas manos han caído jueces, guardaespaldas,
alcaldes y competidores. Y a Abimael Guzmán se le acusa de ser
el autor intelectual del 26.000 muertos, caídos por las balas
de uno y otro bando.

LAS VIOLENCIAS DEL PODER

¿Se agota con esto el mapa de la violencia en las ciudades
latinoamericanas de hoy?

Lamentablemente, nos han acostumbrado a asociar "violencia"
con "crónica roja", y aumento de inseguridad con crecimiento
urbano. Ni uno ni otro. De un lado, estudios realizados en
Colombia muestran que la tasa de criminalidad es más baja en
Bogotá que en ciudades considerablemente menores, como
Villavicencio. Pero, de otro lado, la violencia, es decir, los
atentados contra la vida, va mucho más allá y tiene entre
nosotros una larga historia.

La violencia es un instrumento privilegiado para el dominio de
uno sobre otros. Allí donde hay sometimientos, abusos,
desigualdades, aflora la violencia. No nace de la naturaleza
humana sino de la naturaleza de sociedades que oprimen y
empobrecen a la mayoría, de sociedades que reproducen
pequeños tiranos a cada paso y en toda la escala social.

El maltrato y la violencia son un símbolo social del poder:
del poder de choferes y controladores sobre los usuarios del
transporte, de los funcionarios sobre el ciudadano "de
poncho" que acude a realizar cualquier trámite, de los
capataces sobre los trabajadores manuales, de los cholos sobre
indios y negros, de los jefes sobre los subordinados, del
esposo que golpea por costumbre a su mujer, del padre o los
profesores sobre los niños...

Y si esto ocurre con los "pequeños poderes", que gozan de
todas las herramientas inventadas por la humanidad para
oprimir, ¿qué decir del poder-poder?

En las Memorias del Fuego, Galeano nos relata la profecía
vengadora de los vencidos: "Los jefes indios son un puñado de
huesos negros de tizne, que yacen entre los escombros de la
ciudad. Hoy no hay nada que huela a quemado en la capital de
los quichés. Casi un siglo antes un profeta había hablado. Fue
un jefe de los cakchiqueles el que dijo, cuando los quichés le
iban a arrancar el corazón: sabed que los hombres, armados y
vestidos de pies a cabeza, y no desnudos como nosotros,
destruirán estos edificios y los reducirán a cuevas de
lechuzas y gatos de monte y cesará toda esta grandeza. El
habló mientras lo mataban, aquí, en esta ciudad de los
barrancos que los soldados de Pedro de Alvarado acaban de
convertir en una hoguera...".

Así, las ciudades amerindias que quedaban, fueron saqueadas o
destruidas por el conquistador. Generosamente, se repartieron
tormentos para obtener información y reducir al orden (manía
que ha perdurado a través de los siglos), parcialidades
campesinas fueron "reducidas a pueblos", como recuerda
González Suárez. Y más adelante, las plazas públicas vieron el
descuartizamiento de los Túpac Amaru que en este mundo han
sido.

El suyo es un tipo de violencia del que nadie está libre -ni
campesinos ni monseñores-; pero de él ya no gusta hablarse,
porque no rima muy bien con los discursos democráticos hoy en
boga. Quienes cantan loas al "modelo chileno" se han olvidado
del Estadio de Santiago y de las aguas del Mapocho; y se hacen
de la vista gorda ante la furia armada que el demócrata Carlos
Andrés Pérez desató para sofocar el "Caracazo". Y por éstas
latitudes va antes del lanzamiento de algún paquetazo.

Es que muchos parecen coincidir con el señor Pinochet que, en
entrevista concedida recientemente al Komsomólskaya Pravda,
recordaba al mundo entero su parecer de que las bondades del
mercado "no pueden imponerse civilizadamente".

Vivimos una especie de barbarie que ha tomado por escenario
las ciudades y los campos. La mayoría de las denuncias que se
recibieron en la CEDHU desde 1988 tienen todavía que ver con
arrestos arbitrarios, maltratos físicos y abusos de autoridad.

Las torturas en las dependencias policiales parecen no haberse
terminado con el SIC. Muchos delitos contra los derechos
humanos siguen impunes. La pacífica demostración de la familia
Restrepo en la Plaza Grande sólo causa "molestias" al
Presidente, la misma molestia de conciencia que muchos
argentinos sentían frente a la tenaz demostración de la Madres
de la Plaza de Mayo.

Con estos antecedentes, uno ya no sabe si indignarse o
acoquinarse cuando por la prensa se sabe que un jefe policial
se apropió de una buena parte del botín de un robo de joyas,
que cinco o seis guardianes del orden fueron apresados huyendo
en un carro robado, o que marinos del civil y encapuchados
abalearon en el Golfo de Guayaquil a un empresario camaronero.

LA VIOLENCIA CONTRA LA CALIDAD DE LA VIDA

Es violencia cualquier agresión contra la vida. ¿Y puede uno
imaginarse mayor agresión, que aquella que en cinco años hace
retroceder a la mitad la capacidad adquisitiva de los salarios
urbanos? Pues eso es lo que ha ocurrido en el Ecuador, según
informaciones de la CEPAL, y, en grados más o menos similares,
en otras naciones del continente, afectadas por el flagelo
común del empobrecimiento.

De la pobreza nos viene el reaparecimiento de enfermedades que
hace un siglo no visitaban nuestras ciudades, como el cólera.
Asociadas a ella también están las epidemias recurrentes de
dengue, dengue hemorrágico y paludismo. Y otras, que minan
poco a poco la vida, a lo largo de toda la existencia, como la
desnutrición.

Según la Unicef, 78 millones de niños viven en condiciones de
extrema pobreza en América Latina y el Caribe y 7 millones de
ellos sufren desnutrición. En Guayaquil, el CONADE encontró
que el 34.5% de niños padecían de desnutrición crónica, y
recientemente se ha divulgado que 9 de cada 10 niños
ecuatorianos sufre hoy en día algún grado de desnutrición.
Estudios realizados en San Pablo revelan que existe una
corelación directa entre mortalidad infantil y acceso de agua:
11 de los 14 subdistritos con mayor tasa de mortalidad
infantil, tienen bajo y deficiente consumo de agua.

Las ciudades latinoamericanas son altamente diferenciadas. La
pobreza urbana afecta al 60% de la población de las ciudades
ecuatorianas. Y mientras unos gozan de las comodidades de la
vida moderna, otros se debaten entre el fango y las tormentas
de polvo y arena. Cada vez más, las grandes urbes son bolsa de
desempleo y subempleo; y las condiciones de trabajo de los que
tienen empleo más o menos fijo no son las más adecuadas. En
las principales ciudades brasileñas, el 41% de muertes por
accidente de trabajo ocurren en la industria de la construción.

De todo esto, el estudioso brasileño Lucio Kowarick deduce que
en nuestras ciudades se ha institucionalizado el acortamiento
de la vida.

EN MEDIO DEL MIEDO

Por eso la vida urbana atemoriza: miedo a los asaltos, a
cruzar calles, a ser apresado injustamente, incluso a dar
ayuda. Pero ahora se ha hecho presente también el miedo al día
siguiente. Mucha gente no sabe si mañana va a poder comer, o
si va a tener con qué atender a los hijos enfermos.

Ya no sorprende la insensibilidad de los poderosos. Nos
aplasta un culto a la violencia, estimulada no sólo por las
crónicas rojas y las películas de Rambo, si no también por
autoridades que pretenden llevarse al mundo por delante. El
ciudadano debe convivir con la violencia, y someterse a la
violencia ejercida cotidianamente con quienes manejan el poder
y los pequeños poderes.

¿Resignarse a ser tratado como pordiosero?. Las compensaciones
por el costo de la vida cubren apenas el precio de un pan por
persona por día en una familia de cinco miembros. ¿Soportar
que se le expropien los canales de expresión y decisión?:
todos los asuntos importantes los decide el Ejecutivo o son
catalogados de "proyectos urgentes". ¿Callar cuando se
pervierte el espíritu de la participación comunitaria
volviéndola mecanismo abaratador de políticas empobrecidas?
¿Hacer oídos sordos a todas las impunidades?

¿Cómo sorprenderse, entonces, de que el 70% de limeños
prefiera vivir en "otra parte"? Pero con éxodo o sin él, la
única manera de sortear el embate de los mil puñales de la
violencia urbana es comenzar a recobrar la dignidad y la
solidaridad, apostarle a la vida, digan lo que digan las
cifras macroeconómicas. (Los autores son investigadores del Centro de
Investigaciones CIUDAD) (1-C)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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