España. 06.09.93. Pocos lo saben, pero 1993 fue designado por
Naciones Unidas como Año Internacional de los Pueblos
Indígenas del Mundo. Mal van las celebraciones: en los últimos
días han sido masacrados más de cien indígenas americanos.
Sesenta indios asháninkas fueron asesinados en el Perú por
guerrilleros de Sendero Luminoso y 73 yanomamis perecieron a
manos de mineros (garimpeiros) en las selvas del Amazonas
brasileño. Los indígenas murieron sin saber sin saber que era
su mejor año.

Los dos crímenes, ocurridos con pocos días de diferencia a
mediados de agosto, ponen en evidencia que, 500 años después
de su primer contacto con el hombre blanco y su cultura, las
tribus de América siguen siendo víctimas de las mismas lacras
que las diezmaron casi hasta la extinción hace medio milenio:
el fundamentalismo ideológico, las enfermedades importadas de
otro mundo, la codicia depredadora y la expulsión forzosa de
sus tierras ancestrales.

Los asháninkas, la comunidad indígena más numerosa de Perú,
habitan las riberas del río Enec, a la altura del departamento
de Junín, a unos 400 kilómetros al noreste de Lima. Hasta allá
llegaron, en 1987, los guerrilleros maoístas de Sendero
Luminoso para fundar el embrión de la República Popular Nueva
Democracia, un Estado dentro del Estado peruano, donde
pretendían aplicar sus peculiares teorías sociales.

Para alcanzar su objetivo, Sendero secuestró a más de un
millar de asháninkas de los caseríos de Mazamari (capital de
la provincia de Satipo, en el departamento de Junín) y los
sometió al más duro cautiverio. Trabajos forzados de sol a
sol, alimentación escasa y adoctrinamiento para combatir al
"enemigo".

Así se echó la primera semilla de un férreo autarquismo, tan
cruel e inmisericorde como el régimen camboyano del dictador
Pol Pot, que acabó con un millón de vidas. Su intención era
extenderse por la Amazonía peruana, donde habitan más de
300.000 indígenas que hablan entre 55 y 75 dialectos
diferentes.

El abuso y la desesperación de estos "comuneros" motivaron la
fuga de algunos de ellos, que lograron la protección de las
fuerzas de seguridad. En 1992 el Ejército y la Policía, cuyo
control sobre la zona es muy precario, liberaron a los
anháninkas y trataron de integrarlos a su campaña de
pacificación mediante el sistema de rondas, es decir grupos de
autodefensa armada. Por prudencia o escasez de recursos, de
1.200 comunidades que han organizado sus rondas, menos de la
mitad han recibido escopetas o fusiles para defenderse de la
guerrilla maoista.

Un año después, durante la lluviosa tarde del pasado 19 de
agosto, una columna senderista, entre ellos algunos asháninkas
adoctrinados por los subversivos, retornó a los poblados.
Armados con agudas y envenenadas flechas -cuyas puntas se
elaboran con dientes de víboras-, con hachas, machetes y
cuchillos, los rebeldes arremetieron contra diez caseríos. Fue
la más numerosa y cruel masacre de indígenas que ha dejado a
su paso el mesinismo de Abimael Gumán, líder de Sendero -
actualmente preso-, y sus secuaces. Sesenta asháninkas,
mujeres, hombres y niños, cayeron bajo la furia del credo
senderista.

De la sangrienta orgía sólo se tuvo noticia cuando algunos de
los sobrevivientes lograron llegar a Mazamarí, a unos 15
kilómetros del lugar del crimen colectivo, y pidieron ayuda
al Ejército. Este se queja de que no tiene medios suficientes
para cubrir una zona donde se cruzan a diario el fuego de
narcotraficantes y terroristas con el hambre y el miedo de los
campesinos.

El municipio de Mazamarí se ha convertido en el lugar de
refugio de las madres y niños asháninkas abandonados, que
sienten pavor ante la idea de volver a sus fantasmales aldeas,
destruidas por el fuego y la furia de unos forasteros y
algunos miembros de su tribu. Días después el Ejército rescató
a 74 indígenas que se encontraban reducidos en un campo de
concentración de la guerrilla.

Pero si en Perú los indios han sido, como hace 500 años,
víctimas del intento de conversión a una "religión" que no es
la suya, en Brasil los yanomamis han caído, una vez más, en
las garras de los buscadores de El Dorado.

Seducidos por espejitos de colores y un plato de comida, los
aborígenes cayeron en una trampa mortal que les tendieron los
garimpeiros, esos buscadores de oro que se internan en las
entrañas vírgenes de la selva del Amazonas para quedarse con
sus riquezas. Con la vieja táctica del engaño, esos seres
rudos, cegados por la codicia, atrajeron a los indígenas con
regalos. Como todos los días, los varones de la tribu
recogieron los presentes. Pero esta vez, en lugar de baratijas
coloridas encontraron la muerte.

El jefe de una tribu vecina, el cacique Yababak, contó que los
hombres blancos llegaron armados con fusiles, pistolas y
machetes de desmonte. Primero degollaron a los niños y
después fue el turno de las mujeres, a las que decapitaron una
a una. Otras fueron descuartizadas. Al final, incendiaron la
aldea. En total, 73 indígenas fueron ejecutados. Los
garimpeiros, que habían llegado un mes atrás a esa región
inexpugnable de la selva, habían conquistado a sangre y fuego
nuevas tierras para extraer el oro.

Los yanomamis son una de las tribus más primitivas del mundo.
Los 10.000 miembros de este pueblo se agrupan en comunidades
de no más de cien personas que ocupan una área de unos 60
kilómetros de diámetro. Cuando al cabo de una década ya no
pueden cultivar más la mandioca, porque el suelo se torna
pobre, se marchan a otro sitio de la selva. una mujer yanomami
sólo puede tener un hijo cuando el anterior ya tiene tres
años; sabio mecanismo de control social. según los moldes
culturales de ese pueblo, la población no puede crecer
demasiado, para preservar esa selva tropical, la más rica y
enmarañada de la Tierra, donde los yanomamis viven desde
siempre.

La matanza revivió el viejo enfrentamiento de los buscadores
de oro con los indígenas, a los que matan con armas o
enfermedades. La mitad de los yanomamis padece tuberculosis o
malaria, como consecuencia del contacto con el garimpo
depredador, que extrae el oro con métodos primitivos y
envenena los ríos con mercurio.

Cuando el mundo aún recuerda la masacre de los meninos da rúa,
los niños de la calle asesinados por grupos parapoliciales de
exterminio frente a una catedral de Río de Janeiro, la matanza
de los yanomamis volvió a erizar el pelo de los brasileños. El
país se encuentra arrinconado entre la condena internacional y
la presión de sus poderosas fuerzas armadas, que han reflotado
la vieja teoría de la seguridad nacional para crear zonas
militares en el amazonas, en el límite con Venezuela. Estas
se hallan ocupadas desde hace siglos por los indígenas. En
realidad, de lo que se trata es de desarmar la política de
demarcación de las tierras indígenas del ex presidente
Fernando Collor de Mello, uno de sus actos de Gobierno más
elogiados por los ambientalistas extranjeros y más resistido
por los nacionalistas brasileños.

Presionado por los ambientalistas del mundo entero, en
vísperas de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, Fernando
Collor de Mello lanzó la operación Selva Libre, que buscaba
sacar a los garimpeiros de Paapiú, zona yanomami próxima a la
frontera venezolana. Collor prometió entonces la demarcación
de las reservas indígenas, uno de los actos más destacados de
su caótico Gobierno. Con espectacularidad, frente a las
cámaras de televisión, se dinamitaron pistas de aterrizaje y
se designaron expertos para proteger esas tierras indígenas,
amenazadas por la codicia y la brutalidad de los buscadores de
oro, en general foragidos de la justicia o matones a sueldo
de los terratenientes, a su vez protegidos por los caciques y
políticos locales.

Pero la operación Selva Libre fracasó y Paapiú se convirtió en
el antescedente más cercano del genocidio de estos indios que
viven desde hace siglos en armonía con la selva más cerradas
del planeta. era un paso mas a su exterminio, que se ha
acelerado desde que, hace algo más de un lustro, el Gobierno
de José Sarney permitió y hasta estimuló la invasión de las
tierras de los yanomamis por 45.000 garimpeiros.

Detrás de las imágenes de la matanza también se oculta el
problema militar que esta en el medio de la desmesura
amazónica. si bien Collor de Mello resistió a las presiones de
los millones que se niegan a internacionalizar ese "pulmón del
planeta", los generales brasileños desempolvaron su vieja
teoría de la Seguridad Nacional.

Primero denunciaron que Estados Unidos estaba armando un
cinturón defensivo con sofisticada tecnología a lo largo de la
frontera amazónica, y días después consiguieron que el
presidente Itamar Franco convocara al Consejo Nacional de
Defensa, que sólo se reúne en situaciones gravísimas.

A diferencia de Collor de Mello, que recortó los gastos
militares e intentó atenuar la histórica influencia de los
carteles, Itamar Franco, para descomprimir la grave situación
económica y social de Brasil, cedió a las exigencias
castrenses. Los militares sacaron de los archivos el resistido
proyecto Calha norte, que contempla la construcción de una
docena de fortificaciones y la instalación de varios radares
en la selva amazónica. En síntesis, zonas militares que, al
levantarse sobre las reservas indígenas, exigen modificar el
Estatuto del Indio que otorga el derecho de los aborígenes a
dispones de su tierra. Para los militares y la derecha
brasileña, las tierras no pertenecen a los indígenas y si al
Estado.

Con la creación de esas zonas militares se termina de hecho
con las poblaciones indígenas, ya destruidas y amenazadas por
los buscadores de oro. Los indigenistas y ambientalistas
comparan a Brasil con Venezuela. En este país se utilizaron,
también, los mismos argumentos de la teoría de la seguridad
nacional, sólo que a favor de los yanomamis, donde la reserva
demarcada ocupa el nueve por ciento del territorio nacional.
En Brasil, sin embargo, el territorio de esta ancestral tribu
representa tan sólo el 1 por ciento de la extensión del país.

El fracaso político del Gobierno de Brasil y su incapacidad
para proteger a sus comunidades indígenas se hace también
patente en Perú.

Después de enterrar a sus cadáveres descuartizados, la
dolorida ciudad de Satipo ha intentado volver a sus
actividades agrícolas y comerciales. Entretanto, la
subcomisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, el Papa
Juan Pablo II y prestigiosas organizaciones ligadas a Amnistía
Internacional condenan, una vez más, la barbarie senderista.

El Estado presidido por Alberto Fujimori, aunque un poco
tarde, comienza a movilizarse y ha anunciado campañas de
vacunación y otros servicios para los indígenas -incluso
tratamiento psiquiátrico para los niños asháninkas
sobrevivientes de la masacre, que se recuperan en los
atiborrados hospitales de Lima-.

En la capital ha surgido un movimiento de intelectuales "Pro-
asháninka", para retomar el problema de esta etnia y el resto
de nativos que habitan a lo largo de las cuencas hidrográficas
del Amazonas y del Titicaca, y a quienes se les niega el
derecho a la tierra.

El Gobierno de Fujimori tiene, sin embargo, poco campo de
maniobra. Nuevos descubrimientos sobre la presunta
participación de las fuerzas paramilitares en el secuestro de
diez personas de la Universidad de la Cantuta han vuelto a
poner al presidente contra las cuerdas. Parece ser que ha
llegado el momento definitivo en que se verá quien sostiene a
quien. O es Fujimori al controvertido general Nicola de Bari
Hermoza, presidente del conjunto de las Fuerzas Armadas. o es
éste a Fujimori. La sombra del golpe que protagonizó el 5 de
abril de 1992, con ayuda del Ejército, todavía no desaparece.

Incluso la detención de Edmundo Cox Beauzeville, jefe militar
de Sendero Luminoso, en las Lomas de Monterrico, un barrio
elegante de Lima, ha tenido poco efecto en la opinión pública,
a pesar de que, preso El, solo quedan sueltos tres dirigentes
abimaelistas.

Este cabecilla senderista, preso y liberado dos veces por la
justicia, y por quien abogaron instituciones tan serias como
el episcopado de la Iglesia Católica, cumplirá cadena perpetua
junto a Abimael Guzmán, a quien Cox pretendía rescatar de la
prisión subterránea del Callao, hoy bajo custodia de la
Marina.

La nueva Constitución -que el Congreso deberá terminar este
mes- considera, a diferencia de la Carta vigente de 1979, que
las tierras en propiedad de los nativos son inalienables salvo
en caso de abandono. Pero bajo esta figura, que desconoce las
técnicas ancestrales de la rotación de tierras, se daría pie a
la arbitrariedad y a la negación de los derechos adquiridos
con la Ley de Comunidades Nativas que el Gobierno reformista
militar dictó en la década de los 70.

Los asháninkas no sólo esperan armas para combatir al maoismo,
sino alimentos, medicinas, y sobre todo, alternativas para el
desarrollo sostenido de las riquezas de esa selva que, desde
siempre, han compartido con los yanomamis e infinidad de otras
tribus que celebran el Año Internacional de los Pueblos
Indígenas del Mundo.

*FUENTE: Texto tomado de CAMBIO 16 N§1137 (10-13)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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