Quito. 28.05.93. Abandonar a la mujer legítima y andar por el
mundo con aires de solterito es costumbre que las actuales leyes
no castigan. Pero en la época colonial era un problema social que
inquietaba a las autoridades y podía conllevar fuertes sanciones
para el culpable.

La cuestión comenzó, claro está, con el extravío de Colón, que
llegó a América y creyó que había llegado al Asia, por lo que
llamó indios a sus habitantes. A partir de entonces, muchos
españoles se embarcaron para "las Indias", en busca de
enriquecimiento y aventura.

Esa ansia de riquezas se explica por sí misma, si consideramos el
origen de la mayoría de los conquistadores y colonos: habitantes
de regiones empobrecidas, gentes del bajo pueblo o hijos segundos
de familias hidalgas, a los que el sistema de "mayorazgo"
(herencia sólo para el hijo mayor) había dejado fuera del reparto
de bienes.

Entender lo otro, esa búsqueda de aventura que inflamaba el
espíritu de aquellas gentes, requiere de un previo análisis,
porque tras la palabra "aventura" se ocultaban ambiciones
confesables e inconfesables: viajar, conocer nuevas tierras,
hacer vida de campamento, pero también gozar sexualmente de
varias mujeres.

Y es que las mujeres fueron "el otro oro de América". Para esos
conquistadores y colonos, hijos de la España de la Reconquista y
Contrarreforma, crecidos en un mundo de intolerancia religiosa
donde todo gozo era pecado, América no se mostraba solo como la
tierra de "El Dorado" sino también como el paraíso del placer,
donde los hombres podían tener varias mujeres y gozar de una
sexualidad libre e irresponsable. Así, el ansia de "ese otro oro
americano" movía a las gentes tanto o más que la del reluciente
metal amarillo e inspiraba los sueños secretos de soldados y
aventureros, funcionarios y clérigos.

Claro está, no escapaban a esos sueños los hombres casados, que
generalmente buscaban convertir su viaje a América en la
oportunidad para cambiar de pareja, abandonando a su mujer
legítima. Algunos se declaraban solteros y viajaban solos,
mientras otros se declaraban casados pero no se hacían acompañar
de su esposa sino de su amante; en fin, no faltaban los solteros
que se declaraban casados, para poder viajar con su concubina.

LOS MANDATOS LEGALES

Preocupadas por esa liberalidad, las autoridades españolas, con
el rey a la cabeza, se empeñaron en refrenarla mediante la
promulgación de múltiples cédulas y leyes. Especial interés
pusieron en evitar que los hombres casados, al pasar de España a
Indias o cambiarse de domicilio en América, abandonasen a sus
esposas e hijos, para lo cual dictaron varias reglamentaciones
tendientes a mantener la unidad de domicilio de los esposos.

En la Recopilación de Indias de 1680 se consagró todo un título
(el tercero del libro séptimo) a este asunto, bajo la
denominación "De los casados y desposados en España e Indias que
estén ausentes de sus mujeres y esposas". Las disposiciones de
este título eran las siguientes:

Ley I: Que los casados o desposados en estos Reinos sean
remitidos con sus bienes y las Justicias lo ejecuten. Ley II: Que
no se den licencias ni prorrogaciones de tiempo a los casados en
estos reinos si no fueren casos muy raros. Ley III: Que los
casados en España sean enviados mediante formas y prevenciones
muy rigurosas. Ley IV: Que los enviados por casados y los
mercaderes, a los que se permita viajar solos y con plazo para
regresar, no se queden en el viaje. Ley VI: Que los enviados por
casados del Perú no sean sueltos en Tierra Firme. Ley VII: Que a
ningunos casados en las Indias se de licencia para venir a estos
Reinos sin fianza para responder de que la ausencia no será por
más del tiempo señalado. Ley VIII: Que los que estuvieren
ausentes de sus mujeres en las Indias, vayan a hacer vida con
ellas. Etc.

A su vez, la ley XXVIII del título XXVI decía: "Declaramos como
personas prohibidas para embarcarse y pasar a las Indias, todos
los casados y desposados en estos Reinos, si no llevaren consigo
a sus mujeres, aunque sean Virreyes, Oidores, Gobernadores, o nos
fueren a servir en cualquier cargo..., porque es nuestra voluntad
que todos los susodichos lleven a sus mujeres..."

Según una Real Cédula del 13 de octubre de 1554, de modo
excepcional un casado podía viajar entre los territorios del
imperio español sin llevar a su mujer, pero con previa
autorización de ésta y dejando fianza de que su ausencia había de
ser por un máximo de dos años; se establecía pena de prisión para
quien no volviese en este plazo. En el caso de los mercaderes,
una Real Cédula del 16 de julio de 1550 los autorizaba a viajar
sin sus mujeres hasta por el tiempo de tres años "para ir, estar
y volver", previa licencia de la Casa de Contratación de Sevilla
y apercibimiento a los jueces del otro lado para que los
compeliesen a volver al término de treinta y dos meses.

Había, sin embargo, una interesante salvedad a estas
disposiciones legales, planteada por Juan de Solórzano en su
Política Indiana: si la mujer era invitada por el marido a viajar
debía seguirle, pero esto era un precepto y no una imposición;
por tanto, si ella no quería viajar por miedo al mar, debía ser
respetada.

EL CASO DE DON SIMON

Un ejemplo de esta política de defensa de la unidad de domicilio
de la sociedad conyugal se dió en nuestro país, en 1794, cuando
el presidente Muñoz de Guzmán recibió una Real Orden reservada,
disponiendo que conminara a don Simón Sáenz de Vergara a regresar
a Popayán a hacer vida con su esposa, doña Juana María del Campo
y Valencia

¿Qué había sucedido? Pues simplemente que este inquieto chapetón
vivía en Quito, dedicado a los negocios y la política, bajo
protección de las autoridades, y dándoselas de soltero, mientras
tenía abandonados en Popayán a su mujer legítima y a sus hijos
desde hacía algunos años. Por otra parte, en su ambición de
obtener dinero y poder se había cruzado con los intereses del
poderoso bando de los Montúfares, a causa de haber logrado la
asignación del transporte del "situado" en 1784 y de haberse
hecho nombrar, por influjo del Presidente Muñoz, alcalde
ordinario y regidor perpetuo de la ciudad, sucesivamente. Como
resultado de todo ello, sus enemigos lo enjuiciaron, azuzaron en
su contra una protesta popular y finalmente lo denunciaron ante
el rey por vivir amancebado en Quito teniendo mujer en Popayán.

El caso era que don Simón se había engolosinado con una joven
aristócrata criolla y no quería regresar a Popayán por más que su
esposa -una viuda rica, con la que Sáenz se había casado por
interés- le enviaba continuos mensajes de súplica. Y todo habría
quedado reducido a continuos ruegos de su mujer y frecuentes
evasivas suyas, quien sabe por cuanto tiempo más, si no hubiera
ocurrido que sus enemigos lo denunciasen y también avisasen a la
esposa de los amores de don Simón con la guapa Joaquina Ayzpuru,
lo que motivó a aquella a denunciar el caso al Virrey de Nueva
Granada, pidiendo se obligara a su marido a reintegrarse al seno
del hogar. Entonces, tanto el rey como el virrey emitieron
tajantes órdenes en tal sentido para el Presidente de Quito.

Este, que era protector y amigo del acusado, trató de defenderlo
una vez más, respondiendo a Madrid que no se había enterado "de
las distracciones de Bergara" pero que conocía que la denuncia
era motivada por los enemigos de éste. Con todo, ante tales
órdenes, ni siquiera Muñoz pudo seguir protegiendo al
concubinario, quien no tuvo más remedio que emprender viaje a
Popayán, a reunirse con su mujer legítima.

Pero las urgencias del amor lejano no dejaban vivir en paz a don
Simón, quien movió cielo y tierra para volver a Quito, lo que
logró luego de haber convencido a su mujer de que los amores con
doña Joaquina no eran sino calumnias de sus enemigos. Ella, a su
vez, lo convenció de llevarla a Quito junto con sus hijos
comunes, a lo que don Simón accedió, simplemente porque no le
quedaba otra salida para volver cuanto antes a la tierra de sus
amores.

Una vez de regreso, don Simón reanudó sus andanzas amorosas y
consolidó su influencia política. Así, logró establecerse
felizmente en Quito, junto a su familia legítima y también cerca
de doña Joaquina, con quien tuvo una hija en diciembre de 1797:
Manuelita Sáenz. En fin, todo salió a pedir de boca: se
cumplieron las órdenes del rey respecto a la reunión de los
esposos, Sáenz de Vergara logró seguir cerca de su amada y
nuestro país ganó una heroína nacional.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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