En distintos ámbitos, los especialistas económicos repiten insistentemente
que Argentina es, en abril de 2002, un país inviable.
Tal es la profundidad que ha alcanzado el desplome económico en esa nación
que, se asegura, ni siquiera la dolarización de su régimen monetario podría
rescatar la economía del agujero en el que está sumergida.
Lo que se alcanza a ver en el horizonte es que se está configurando un
estallido social sin precedentes, que podría desmontar toda la parafernalia
institucional de un Estado que fue atrapado por la corrupción y el saqueo, a
cargo de las élites políticas y económicas, los mayores responsables de la
debacle. Ese pronóstico lleva a imaginar un país que deberá reorganizarse
desde cero, con un altísimo costo social y, probablemente, acompañado de una
grave descomposición y una aguda fragilidad del sistema político. Esa oscura
perspectiva considera, por qué no, hasta la peligrosa posibilidad de una
dictadura militar: se argumenta que la reconstrucción de Argentina, con el
único sistema posible, que es el que domina el mundo occidental, requerirá
tal vez la limitación de los derechos individuales y colectivos y la toma de
decisiones ejecutivas que no cuenten, necesariamente, con una condición de
consenso social.
En medios universitarios y empresariales de Europa y EEUU también se
menciona que la respuesta para ese país se la encontrará aplicando una
administración externa de su economía, una suerte de protectorado económico,
quizás a cargo del Fondo Monetario Internacional (se ha mencionado como
ejemplo a Austria, después de la Segunda Guerra Mundial). Esto sería la
constatación de que la dirigencia política, social y económica argentina
desperdició una situación histórica favorable y positiva, que fue
progresivamente pervertida por manejos irresponsables y corruptos de su
riqueza histórica.
Como se ha visto en el caso argentino, la globalización opera como una
camisa de fuerza en que nada es gratuito y todo, en cualquier caso, puede
ser extremadamente doloroso para los grupos sociales preteridos o
desprotegidos. La pobreza se extiende en las economías de la región
sometidas a las reglas de juego de la globalización -esa es la mayor
acusación que se le puede hacer al sistema-, pero llegará a extremos
impensables si las élites manosean las reglas del juego por razones
políticas o por momentáneos espasmos de crecimiento y bienestar.
La creciente presión del FMI para que las provincias argentinas entren en la
ruta de la disciplina fiscal, entre otras condiciones que imponen los países
ricos al país del Cono Sur, debe traducirse, en nuestro caso, en este
momento, como una luz de alerta para desterrar el clientelismo en la
política y la levedad en el manejo de la economía. Antes que resultados
espectaculares, se ha de buscar consolidar las bases de la economía y
eliminar las causas estructurales que ofrece la experiencia argentina:
manejo extremadamente politizado de la economía, debilitamiento del aparato
productivo y dispendio en el gasto de los fondos públicos, mantenimiento
prolongado del déficit fiscal y descuido del mercado externo, la única
fuente de divisas.
Los partidos políticos ecuatorianos, las élites ecuatorianas en trance
electoral, la dirigencia empresarial, obrera, indígena, los líderes de
opinión deben aquilatar la envergadura de los riesgos que tiene el sistema
que rige, hoy por hoy, en Ecuador. La dolarización no es la panacea. El
sistema ha traído estabilidad, es cierto, y hay que consolidarlo cumpliendo
al pie de la letra el manual anti riesgos.
EXPLORED
en Ciudad QUITO

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