Quito. 15.04.93. Afirmar que hubo partidos políticos en la época
colonial parece a primera vista una exageración mayúscula,
¿verdad?. Sin embargo, los hechos parecen demostrar que a fines
de la época colonial hubo algo equivalente a embrionarias
organizaciones políticas y que, además, la acción de estas se
parecía bastante a la de muchos de nuestros actuales partidos y
grupos de presión.

En la actualidad la ciencia política considera que los partidos
son organizaciones nucleadas alrededor de una ideología, que
están encaminadas a participar en la acción electoral, que tienen
como objetivo inmediato el acceso a la conducción del Estado y
como finalidad última la promoción y desarrollo de la sociedad,
por la vía que señala su ideología.

Sin embargo, vemos que en la práctica muchos partidos no son más
que grupos amorfos, sin principios ideológicos relevantes, unidos
por formas primarias de identidad (el paisanaje, el compadrazgo,
el mismo gusto futbolero o el carisma de un líder) y cuya única
finalidad evidente es el acceso a eso que antiguamente se conocía
como "la teta pública" y que modernamente, gracias a don Asaad
Bucaram, se define como "la troncha".

Marcadas estas necesarias delimitaciones entre la teoría y la
práctica política contemporáneas, volvemos al tema que nos ocupa
y nos reafirmamos en el criterio de que sí hubo grupos políticos
en la colonia, aunque se trataba de organismos elementales de
acción, a los que más propiamente podríamos llamarlos "bandos" o
"grupos de presión".

Naturalmente, en un país como la Audiencia de Quito, sometido al
dominio de una potencia colonial y a la autoridad de un monarca
absoluto, esos bandos políticos no participaban en elecciones
generales ni tenían en sus miras la conducción del Estado, por lo
que eran más bien pequeños. Es más: en estricto sentido estaban
al margen de la ley y no podían mostrarse ni actuar
abiertamente, so pena de sufrir la dura represión de las
autoridades.

¿Cómo estaban integrados esos bandos? Respondiendo a la
estructura social vigente, el cuerpo básico del bando se hallaba
integrado por una o varias "familias extensas" de la nobleza
terrateniente criolla, vinculadas estrechamente entre sí gracias
a un sistema de alianzas matrimoniales. Estas familias, en
ciertos casos, se hallaban asociadas con poderosas familias de
comerciantes "venidos a más". Dicho cuerpo básico o cúpula
convocaba en determinadas circunstancias (tales como fiestas
públicas, protestas o revueltas) a una numerosa base social
plebeya, constituida alrededor de formas naturales de afinidad e
identidad urbana: el compadrazgo, la común vecindad barrial o la
pertenencia a una misma cofradía religiosa.

Pese a su regular pequeñez y a la marginalidad legal que los
afectaba, los bandos políticos actuaban con mucha dinamia en
ciudades como Quito y Guayaquil y libraban una abierta e
intermitente disputa por los favores de la autoridad y los
recursos públicos. Así, eran frecuentes las confrontaciones
políticas y legales que ellos entablaban por el control de
ciertos ámbitos de poder local, como los Cabildos, la Universidad
o las Administraciones de Rentas y Estancos.

Empero, su mayor confrontación se daba en busca de conquistar la
amistad de la autoridad superior. Por ello, era común que el
cambio de un presidente de Audiencia, gobernador o corregidor
conllevara la elevación político-administrativa de un bando y la
caída de otro.

Por otra parte, no es menos cierto que las autoridades coloniales
admitían la existencia de dichos bandos, toleraban su acción y
hasta compartían con ellos los beneficios del poder. Y es que no
podía ser de otro modo dada la realidad prevaleciente en las
colonias, a donde los chapetones venían siempre con el ánimo de
"hacer la América", acumular la mayor fortuna posible y regresar
a su país en busca de una vida más cómoda. Sin embargo,
prohibidos como estaban de poseer negocios propios o emparentar
-por sí mismos o por medio de sus hijos- con familias americanas
en la jurisdicción de su mando o empleo, muchos burócratas
peninsulares se veían forzados a vincularse a los negocios y
banderías locales, como único medio de alcanzar el ansiado
enriquecimiento.

Algunos ejemplos de fines del siglo XVIII nos permitirán ilustrar
mejor la presencia y acción de esas facciones políticas
coloniales:

Durante el gobierno del presidente Pizarro (1778-1783) tuvo "vara
alta" la familia de los Montúfares, descendientes de un
presidente de la Audiencia de Quito, don Juan Pío de Montúfar y
Frasso, primer Marqués de Selva Alegre. Así, don Juan Pío
Montúfar y Larrea, segundo marqués, obtuvo la concesión del
transporte del "situado" (fondo que se remitía anualmente para la
defensa de Cartagena), mientras un hermano suyo entraba a
colaborar como oficial de las Cajas Reales. Al mismo tiempo, las
autoridades coloniales vigilaban estrechamente a don Francisco de
Borja y Larraspuru, jefe del clan de los Borja y supuesto líder
de un bando revolucionario, de quien temían que pudiera desatar
con su influencia una nueva sublevación popular, orientada a
proclamar la independencia de Quito, "que nos ahogue -decía una
carta del Virrey de Santafé al Rey- a todos o al menos a los
peninsulares".

Luego, entre 1783 y 1788, y bajo la protección del presidente
Villalengua, ascendió el clan del Marqués de Miraflores, aliado
de los Montúfares, y estos últimos siguieron detentando sus
prebendas.

A su vez, durante el gobierno del presidente Antonio Mon
(1790-91) cayó en desgracia el bando montufarista, al que este
gobernante -influido por el bando contrario- acusó ante las
autoridades metropolitanas de obtener incalculables ventajas del
transporte del "situado" y de la administración de la Tenencia de
Barbacoas. Según Mon, gracias a la detentación paralela de estas
dos funciones los Montúfares lograban obtener oro en el distrito
minero del Chocó y realizar con sustancial beneficio el comercio
de productos textiles quiteños, que eran llevados anualmente en
una gran caravana comercial, so capa del transporte del fondo de
defensa hacia Cartagena.

En el mismo período acrecentó su importancia el bando
"sanchista", liderado por don Jacinto Sánchez de Orellana,
Marqués de Villa Orellana. Prueba de ello fue que uno de sus
miembros, don Nicolás de la Peña Maldonado, obtuvo en 1790 la
envidiada concesión del "situado".

A partir de 1791, este último grupo consolidó su influencia bajo
la protección del presidente Muñoz de Guzmán, lo que provocó la
resistencia del bando "montufarista", cuyos miembros denunciaron
ante el gobierno de Madrid las inmoralidades, corruptelas y
abusos de autoridad del presidente y sus aliados. En represalia,
las autoridades montaron una trampa policial, en la que fue
apresado don Juan Pío Montúfar y Larrea, al salir por la noche de
la casa de su querida, acusado de no llevar farol, como estaba
mandado a todos.

Durante el gobierno del Barón de Carondelet volvió al poder el
bando de los Montúfares. El segundo marqués, don Juan Pío, devino
amigo íntimo y consejero del presidente. Su hermano don Joaquín
fue electo Alcalde de primer voto del cabildo de Quito y fue
nombrado luego para la Contaduría de Tributos del distrito. Un
sobrino suyo, don Xavier, fue designado Corregidor de Riobamba,
cargo en el que permaneció hasta 1809 y del que fue defenestrado
por el fidelista Cabildo riobambeño durante la primera guerra de
independencia. Por fin, otro miembro de este bando, don Miguel
Ponce, fue designado "situadista" en 1800 por muy especial merced
real. Y si don Nicolás Montúfar tuvo el honor de alcanzar ese
cargo por orden directa del Rey de España, don Miguel obtuvo la
gracia real de ser situadista por diez años a partir de 1800, la
que luego le fue prorrogada por seis años más.

Además de aclarar en buena medida los hechos mencionados, la
documentación existente en los archivos revela bastante
claramente el sistema de favoritismo y corruptelas que se llegó a
instituir en la Audiencia de Quito, entre los gobernantes
coloniales y los bandos aristocráticos, sistema que conllevaba la
elevación burocrática y el enriquecimiento económico del bando
vencedor, así como la ruina del bando vencido y su persecución
oficial.

Esas mismas prácticas, con leves modificaciones de forma, se
prolongarían hacia la época republicana y perpetuarían una
cultura político-administrativa que hasta hoy tiene al
enriquecimiento fácil, al acomodo burocrático y a la destrucción
del adversario como máximos objetivos de la acción política.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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