En los últimos decenios, una oleada de pesimismo ha colocado una densa niebla en las miradas brasileñas, con pocas excepciones. Y no solo en las brasileñas, sino también en las latinoamericanas. Yo calificaría esa actitud de "fracasomanía", copiando la expresión del economista Albert Hirschman.
Bien que existen razones para el pesimismo. Posiblemente más ligadas a la dinámica del mundo que a la dinámica interna de los principales países de la región.
En cuanto asumí la Presidencia, si algo dejó un cierto sabor amargo y muchas dudas fueron las restricciones impuestas por las crisis financieras: en 1994/1995, la de México; en 1997, la del Asia; en 1998, la de Rusia, que casi nos lleva de pasada a principios de 1999; en 2001, la de Argentina y la de las bolsas norteamericanas, agravada esta por los atentados del 11 de septiembre. Y, además, a lo largo de todo el período, Japón siguió rompiendo récord de inercia y Europa, con Alemania al frente, siguió perdiendo su ímpetu económico.
Aun así, algunos países latinoamericanos, si bien no obtuvieron grandes resultados en términos de crecimiento, por lo menos lograron no desorganizarse bajo el impacto de tantos choques externos (y aun así, crecer). Entre estos, Chile, México y Brasil.
Pero lo que más sorprende en el caso brasileño -y no es diferente en el caso de los otros dos países mencionados, en especial Chile- es la mejora de las condiciones de vida de la población, incluso las capas de bajos ingresos.
A pesar de las catilinarias "fracasomaniacas", o políticamente interesadas, sobre los "decenios perdidos" o sobre herencias supuestamente "malditas" -casi todas aceptadas y llevadas adelante- los años noventa fueron de avances sociales en Brasil y en otros países de América Latina.
La reciente publicación del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) de la síntesis de los indicadores sobre las condiciones sociales de la población de 1992 a 2002 debería permitir que se abrieran los ojos a ese hecho. No para exaltarlo y decir que todo está bien, sino para ver que la situación está mejorando y que los caminos que recorremos son los correctos.
Un pesimista irredento diría: "Pero aún falta mucho para llegar a la situación de las sociedades desarrolladas y talvez la distancia entre ellas y nosotros esté aumentando". Es verdad, pero la fórmula para seguir mejorando está a la disposición de los gobiernos serios.
Es preciso continuar reformando el Estado, no para disminuirlo, sino para volverlo más eficiente. Es preciso mejorar la administración pública y entregarla a los profesionales competentes. Es preciso focalizar las políticas sociales para que alcancen a los más pobres. Es preciso dar continuidad a los programas sociales, evaluarlos más, hacerlos más transparentes, pero no caer en el mesianismo de la fórmula única y milagrosa, y así sucesivamente. Y es preciso, sobre todo, aceptar que la estabilización de la economía y la responsabilidad fiscal -junto con el crecimiento del PIB- son los pilares del combate a la pobreza y de la construcción de la futura "sociedad del conocimiento".
No necesito insistir en las cifras recién publicadas; es mejor destacar algunos ejemplos. El acceso al agua pasó de 73,6% de las viviendas en 1992 al 82% en 2002. En el mismo período, el drenaje sanitario se expandió de 56,7% al 68,1% de las casas.
El servicio de recolección de basura se amplió del 66,6% al 84,85% de las viviendas. Junto con la mejora de esta infraestructura, la creación y el fortalecimiento de programas específicos del Ministerio de Salud, como los del "médico de familia" y los "agentes comunitarios de salud", lograron reducir la mortalidad infantil, de 44 muertes a menos de 28 por mil nacimientos, según datos de otras fuentes correspondientes al mismo período.
Ya se sabía que la población empezaba a tener acceso más amplio a los bienes de consumo masivo. El IBGE confirma: de 1992 a 2002, el número de hogares con refrigeradores subió de 71,5% a 86,7%; con lavadoras de ropa, de 24,1% a 34%; con televisor, de 74% a casi 90%. Solo el número de radios tuvo un crecimiento pequeño, porque ya estaba muy difundida la presencia de tales aparatos.
Lo que se sabía con menos claridad era en cuánto había aumentado el nivel educativo y el acceso a los medios modernos de comunicación y conocimiento. Los teléfonos, presentes en el 19% de las casas en 1992, existían en el 61,6% en 2002. Este es el primer paso para una expansión aun mayor del acceso a Internet. De un año a otro, de 2001 a 2002, los únicos sobre los cuales hay datos disponibles, las residencias que contaban con microcomputadora pasaron de 12,6% a 14,2%. Del total de viviendas, el 10,3% estaban conectadas a Internet.
En el caso de la educación, el avance fue notable. La proporción de niños de 7 a 14 años que no asistían a la escuela se redujo de 13,4% a 3,1%, y es de señalarse el aumento de la escolaridad de las mujeres, de los más pobres y de los negros. La tasa de analfabetismo se redujo de 16,4% a 11,5% en 10 años, y no volverá a crecer porque ahora los niños están asistiendo a la escuela.
Por último, incluso el ingreso mismo parece haberse desconcentrado, a pesar de los pesares de las injusticias seculares. Leí numerosos materiales que anunciaban los avances sociales, pero la concentración del ingreso, dicen, permaneció intacta. Y ahí viene el coeficiente de Gini a jugarnos en el otro lado de la costa atlántica. Sin entrar en pormenores sobre los cuidados necesarios para analizar este indicador, que mide la distancia relativa entre los más ricos y los más pobres, sugiero obervar la situación antes y después del Plan Real, lanzado en julio de 1994 y cuyas bases ayudé a preparar como ministro de Hacienda del Gobierno de Itamar Franco.
En el período considerado, el año de mayor concentración del ingreso fue 1993. Si lo tomáramos como referencia, verificaríamos que el 10% más pobre mejoró su ingreso en 44% y el 10% más rico, en 9%, de 1991 a 2002. Los que más ganaron, en términos relativos, fueron los que están hoy un poco por encima del 10% más pobre. De hecho, considerando al 20% más pobre, el aumento del ingreso fue de 48%. Los únicos que perdieron, también en términos relativos, son los que están en el 1% del mayor ingreso, que perdió el 3% de sus rentas.
¿Habría sido ese conjunto de avances fruto de una política "neoliberal" o de la acción coherente de un gobierno que busca mejorar gradualmente el nivel de vida de la población, a pesar de las dificultades económicas? Si algo claudicó fue el mercado y no el Estado que, a pesar de los pesares, produjo resultados palpables. Lejos de lo ideal, pero también lejos de la percepcion de un fracaso continuo.

*Fernando Henrique Cardoso, sociólogo y escritor, fue presidente de Brasil del 1 de enero de 1999 al 1 de enero de 2003. c.2003 Agencia O Globo. Distribuido por The New York Times Syndicate
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en Ciudad Quito

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