Quito. 12 feb 98. Ella nació en La Habana, hace 33 años. El
es habanero también y va para los 37.
Ella estudió cine en la ex Checoslovaquia, y durante varios
años anduvo vagando por Europa y América Latina antes de
regresar a su tierra. El no ha salido de Cuba jamás y, en el
91, cuando la desintegración de la ex Unión Soviética sumió en
la crisis a su paÃs, la empresa estatal en que trabajaba
quebró y él perdió su empleo de comprador de insumos.
Ahora, ella hace trabajo de producción para el Estado. El, en
cambio, se ha vuelto un "trabajador por cuenta propia" y,
desde que el Gobierno cubano autorizó este tipo de actividad
económica, en el 94, tiene un puesto de verduras en una
placita de la ciudad.
Ella percibe un sueldo de 400 pesos mensuales (casi 20
dólares), un salario alto si se toma en cuenta que el promedio
de cubanos gana la mitad. Cuando las ventas van bien, él llega
a ganar hasta el equivalente a 200 dólares por mes.
Se encontraron hace nueve meses, cuando los presentó una amiga
mutua. Ambos venÃan de largas e intensas relaciones que
acababan de fracasar. Lo de Elizabeth y Orlando fue amor a
primera vista.
La noche en que los conocÃ, armaron tremenda discusión en la
parada de la "guagua" (bus). Entre ellos, eso lo supe después,
esto era cosa de todos los dÃas...
- Espérate, Orlando, no vayas a parar un taxi. Ahora que estás
conmigo vas a tener que esperar la guagua, dijo Elizabeth, y
se paró firme bajo la vicera.
- Hasta que la guagua llegue va a ser otro dÃa aquÃ, le
respondió él, y extendió el brazo para llamar un taxi que
nunca se detuvo.
- Oyeme, tú siempre taxi para allÃ, taxi para allá, a ti el
dinero se te va en eso.
- Al revés: si no me muevo asÃ, no podrÃa hacer ni un negocio.
¿Tú crees que si hubiera guaguas a todas horas yo gastarÃa en
taxis?
- Estoy segura de que, si supieras esperar, tendrÃas
ahorros...
- ¡Ahorros, ahorros aquÃ, Elizabeth! Pregúntale a cualquiera
si el sueldo le alcanza para comer el mes completo. ¡Ni para
eso, peor para ahorrar!
- A mà me alcanza -respondió ella, bajando el tono-. Algunos
meses hasta me sobran unas libras de arroz, de azúcar, de las
que nos dan con la libreta.
- Pero, es que tú no comes, Elizabeth, tú no cocinas. La demás
gente, la que tiene hijos y no tiene un departamento propio
como tú, ni un sueldo alto, como el tuyo, es la que pasa
necesidades.
- Discúlpame Orlando, pero aquÃ, en Cuba, nadie se ha muerto
de hambre.
- No, no se morirán del hambre, pero sà del sufrimiento, de
esas enfermedades que te matan cuando te encuentran
desnutrido, replicó él, más triste que irritado.
Un silencio que parecÃa breve empezó a extenderse, y como no
habÃa guagua que llegue ni taxi que pare, a Elizabeth le dio
por provocar un segundo round.
- Afuera, en otros paÃses, ahà sà que hay miseria -dijo-.
AquÃ, el cubano que se enferma tiene atención médica asegurada
y, aunque no esté enfermo, en cada cuadra hay un médico que le
conoce bien, que se preocupa por él y que va a su casa, a
atenderle, cada vez que lo llame.
- No es asÃ, Elizabeth.
- ¿Cómo que no? No conoces al médico que me ha atendido toda
la vida.
¿Cuándo ha dejado de ir si estoy mal?
- SÃ, el médico del barrio va, pero en los hospitales: ¿tienes
o no tienes que ir llevando tú mismo las sábanas, porque no
hay ni eso? Los hospitales para turistas, los de las
autoridades, esos sà funcionan, claro, ahà sà aplican esos
avances médicos de los que tanto se enorgullece este paÃs. A
los hospitales del pueblo la gente va a morir.
- ¡Orlando, qué mentira! -gritó Elizabeth, a punto de salirse
de sus casillas-. Yo he padecido de asma toda mi vida,
prácticamente cada año he tenido que ser hospitalizada: sÃ, yo
misma he llevado mis sábanas y mi almohada, como tú dices,
pero ¿dónde crees que me han salvado?
- Vamos un año juntos y no has tenido que ir al hospital,
comentó Orlando, como para desvirtuar el argumento.
- Mentira, recién vamos nueve meses y, ahora mismo, me siento
bastante mal, replicó ella.
Tácitamente, los dos marcaron una tregua que incluÃa no
mirarse. La paz, sin embargo, no duró mucho.
- Bueno, sÃ, te atienden, pero no me vas a negar que no te dan
medicinas, y que, en pesos, no hay medicinas en ninguna parte.
Para curarse hay que tener dólares, argumentó él en su
contrataque.
Elizabeth no quiso dar más vueltas sobre el asunto y, más
bien, sacó nuevas armas a relucir.
- Para ti todo está mal. Ningún otro paÃs de América Latina
tiene un nivel de educación tan alto como el nuestro, pero
hasta de eso te quejas.
- ¿Y de qué nos sirve, dime? Muchos salen y son profesionales
exitosÃsimos en otros paÃses, pero aquà no pueden aspirar más
que a un sueldo de 600 pesos, y eso con suerte.
- ¡Ay, Orlando! Tú no valoras lo que tenemos aquà porque no
has visto la pobreza que hay en otros paÃses.
- ¡Claro que no la he visto! -gritó Orlando, irritado. ¡No he
visto nada porque jamás he podido ni podré salir de aquÃ!
Antes de que naciera ya estaba la revolución y no conozco nada
más, ¿cómo voy a saber si esto es mejor o peor? Tú tienes
suerte: llegas a una parada y aparece la guagua, vas al
hospital y te atienden, viajas por donde te da la gana... para
ti todo está bien, pero yo y la mayorÃa de los cubanos no
somos como tú.
- ¡Ah! Esa manÃa que tienes de generalizar. ¿Por qué siempre
piensas que todos opinan igual que tú?
- Porque es asÃ. Pregúntales a tus amigos, pregúntale a mi
mamá, a tu hermano...
Otra vez, un silencio espeso cayó sobre los dos. "Nunca nos
vamos a poner de acuerdo", susurró Elizabeth; tomó la mano de
Orlando, en señal de paz, y giró hacia mÃ, la convidada de
piedra que se habÃa limitado a escucharles durante largo rato.
- ¡Cierto! ¿Te contamos que nos vamos a casar?, me preguntó.
- No -le respondà sorprendida. ¿Y cuándo se decidieron?
- Hoy, replicaron los dos, al mismo tiempo.
JUAN ENTRISTECE DE PRONTO
La Habana. Hace meses que Juan asiste a misa en La Catedral;
no quiere que su primera comunión pase de este año y esa
iglesia es una de las que más cerca quedan de Alamar, el
barrio de militares donde vive, un poco alejado del centro de
la ciudad.
Juan tiene 15 años y dos que tres bigotitos sobre los labios.
Sus padres se divorciaron hace un año, pero comparten el mismo
departamento. "La casa es de los dos; si mi papá se va, ¿dónde
va a vivir?", se pregunta.
Mientras el Papa Juan Pablo II estuvo en La Habana, él le
siguió los pasos. Un dÃa, hasta estuvo metido en una pelotera
que se armó en la Universidad, cuando el PontÃfice se
entrevistó con un grupo de intelectuales. "Nos dijeron que
esperáramos frente a una puerta, que el Papa iba a salir por
allÃ. Cuando nos dimos cuenta de que nos habÃan engañado, la
gente se puso como loca y casi tumbamos el portón", cuenta.
Ese mismo dÃa, un tÃo que vive en Miami llamó por teléfono, y
preguntó por él. Acababa de ver a su sobrino, en medio de un
tumulto, en una transmisión de la CNN.
"SÃ, aparecà en la televisión", cuenta Juan mientras
contempla, aterrado, cómo aumenta, en el taxÃmetro, la cifra
en dólares que va a cobrar ese auto para extranjeros. "Te dije
que mejor esperábamos la guagua, nunca más hagamos esto",
dice, cuando ve que con el taxista se quedan ocho dólares.
Durante el resto de la tarde, Juan no vuelve a sonreir. Piensa
en los 160 pesos (siete dólares) que su madre gana cada mes.
"No debimos hacer eso", repite, y en su cabeza da vueltas la
idea de que, con lo que costó la carrera de un taxi estatal,
su familia podÃa sostenerse todo un mes.
VIVIANA NO PIERDE LA FE
LA HABANA.- Viviana es educadora, tiene 35 años, maneja un
"cÃrculo infantil" (guarderÃa) y milita en el Partido
Comunista de Cuba (PCC). Por su conducta ejemplar y su
capacidad de trabajo, ella es lo que se llama una
"vanguardia", una miembro sobresaliente de la sociedad cubana.
Hace años que espera una bicicleta, estÃmulo que el partido
ofreció entregarle y que no llega hasta hoy. "La vamos a ver
aquà pronto, ya van a ver", dice, ante las miradas escépticas
de su esposo y sus dos hijos.
Viviana cree en la revolución con toda el alma y piensa que
ningún sacrificio será demasiado si, a cambio de él se logra,
por ejemplo, que toda la gente en Cuba acceda a la educación.
"Eso no existe en ninguna otra parte del mundo, ¿te das
cuenta? AquÃ, una madre puede ir hasta presa sin no lleva a
sus hijos a la escuela", cuenta.
Admite, sin embargo, que una ceremonia de santerÃa que acaba
de realizar en su casa -para agradecer a los dioses por lo
bien que le fue a su familia el año anterior- no es algo que
vaya a comentar con la gente del partido, porque ahora hay
apertura religiosa, pero, ¿quién sabe?
"Si alguien me pregunta qué es lo que estábamos haciendo aquÃ,
yo digo que es cosa de mi marido", confiesa. (DIARIO HOY)
(P.10-A)