Quito. 13.02.94. Los muchachos, en su recorrido, no dejaron en
pie ni los paneles de señalización ni las casetas de la policía
para dirigir el tránsito, ni otros afiches de la vía pública.
Amén de bloques y ladrillos o maderas susceptibles de convertirse
en proyectiles. Se ataca en particular bienes públicos pero
también unos privados o cualquier vehículo, todo puede pasar, el
ambiente caldeado puede volverse incontrolable, imprevisible. El
derecho de circular en vehículos tenía un precio en sucres que
podía completarse con cigarrillos o a veces con gasolina.

No fue la protesta de siempre, a pesar de que, enraizados
prejuicios sobre ella, repiten que a cada vez es un mismo
desperdicio de tiempo y de recursos. Los hechos decían algo más,
por momentos propios de las escenas de vandalismo y bandolerismo
social, esa descomposición del descontento social. Se buscaba
sacarse el clavo de encima, a través de la destrucción y,
sobretodo, buscando el enfrentamiento con la policía que fue,
hasta hace poco, más ritual que real disputa.

Sobresalía ahora la virulencia y el ahínco mutuo, en la
destrucción y en la beligerancia de adolescentes y policías.

Cuando se produjo la gran huelga de 1982 frente a las medidas de
Hurtado que, a la época, se las consideró como medidas drásticas
para gerenciar la crisis, hubo indignación y rabia. La clase
media, toda encorbatada, salió a las calles y, con humillación,
hizo lo que no quería, lo que hacían los obreros de quienes
quería socialmente distanciarse. Las subsiguientes medidas le han
asimilado a ese magma que se llama pueblo en el que se reunen
asalariados, empleados y obreros, informales o no. Pero en el 82,
los que pusieron la cara a la policía fueron los obreros, a pesar
de que las peleas de las calles, dieron como resultado un
estudiante muerto. La protesta importante, la que contaba por su
magnificencia y propuestas, se hacia al norte o al sur de la
ciudad, en donde estaba el mundo laboral fabril.

Ahora las propuestas ya no cuentan, no encuentra oídos receptivos
ni consecuencias. Cuenta más el acto de protesta en sí mismo. La
frustración ahora tiene nombre propio, es el vandalismo, su
escenario: las calles del centro. Han cambiado los actores y se
han vaciado las ideas de la protesta.

El estropeo actual al indígena: la guerra de mañana.

Paralelamente, en el campo, en desigual combate, militares bien
pertrechados persiguen a indígenas apenas provistos de un palo,
como a un feroz y amenazante enemigo. Acaso aparecen, en estos
hechos, aquellos prejuicios racistas profundos que dicen que, el
indígena, no debe protestar, y que además es muy peligroso. Por
algo están ahí los militares. La saña en la represión es la
condena al que infringe la norma. Pero recuerda también ese
persistente modo de concebir los conflictos sociales como simples
desordenes y falta de autoridad. América Latina y este país
están, sin embargo, llenos de lecciones sobre tan errada
percepción de convertir al conflicto social en guerra.

La receta de la mano fuerte y de la represión, acaso funciona
cuando se equiparan fuerzas, pero no sirven para eliminar
problemas sociales.

Ahora, la idea de amenazar o generar miedo por medio de la
represión, "para que no te levantes", provoca más bien
indignación, frustración y tiene otras consecuencias, acelera la
conflictividad. No debería sorprender que los vejados y desoídos
o sus hijos exijan respeto con los mismos medios.

Huelgas: la protesta orgánica.

Las huelgas han cansado a todos, a sus protagonistas, proponentes
y, va de sí, irritan siempre a sus oponentes. Pero reiteradamente
muchos, aun opuestos al FUT, han concluido que es mejor protestar
que guardar silencio. Cuando el FUT no lo ha hecho ha existido
más bien inquietud y preocupación. Siempre hubo quienes las
condenaron porque aparentemente "no aportaban nada".

Esta visión conservadora y poco democrática contrasta, en
cambio, con el hecho de que, en más de una ocasión, sirvieron
para frenar o restringir ciertas presiones del Fondo Monetario
Internacional o para frenar tendencias autoritarias en curso
(Febres Cordero), y no en pocas ocasiones se obtuvieron
compensaciones simbólicas, e incluso, temporalmente, beneficios
para el sector de los asalariados. Y por encima de los balances
contables, están los intangibles. En una sociedad en que la
democracia sigue siendo siempre más del orden del discurso que de
los hechos, en la que los partidos no expresan sino muy
parcialmente proyectos y aspiraciones de las mayorías, las
huelgas generales han sido un modo de hacerlas oir, de
contrarrestar políticas de intereses circunscritos y con
dedicatoria a intereses minoritarios. Han sido una instancia para
crear propuestas o, al menos, para que en ellas resuenen voces
sin derecho a la palabra. La democracia en principio requiere
para funcionar que existan esos canales de resonancia y de
expresión. Las huelgas y paros contribuyen de ese modo, a
construir algo de "interés general", un interés que al menos
considere a mayorías sin que necesariamente responda a ellas.

Sindicatos y democracia.

El FUT no representa únicamente a sectores sociales laborales
importantes, sino que expresa posiciones sin las cuales una
sociedad no puede construir un "interés general". Sin embargo,
todos los gobiernos recientes, de Hurtado a Durán Ballén, han
querido desconocer, destruir y desprestigiar al FUT, que
representa un caso particular de concertación sindical. Se dice
que no representan sino porcentajes mínimos de ecuatorianos, que
sus dirigencias no se han renovado, que están manipulados por
minúsculos partidos, que son un nido de extremistas o si no, de
corruptos que se venden con los gobiernos de turno. Cuando se los
hace interlocutores como ahora, es para una parada que sirve para
atenuar la protesta. Se desconoce lo que representan más allá de
esa apariencia, allí donde el conflicto persiste, se agiganta, se
vuelve incontrolable.

Pero ninguna huelga o paro es igual a otro, cambian según el
contexto, los motivos que las suscitan y, de hecho en las
acciones que logran.

Contrariamente a un lema establecido, según el cual los
trabajadores serían manipulados políticamente, los hechos revelan
que éstos no participan si no están convencidos y tienen
intereses, por más presiones que existan. Así, las huelgas son un
retrato de las circunstancias por las que atraviesan los
asalariados, pero también permiten que, en ciertos casos, se
expresen los no asalariados. Aun más, sirven también a los
políticos aunque no sean éstos quienes las convoquen. En vísperas
de elecciones, por lo general, los miembros de la oposición,
formal o real, apoyan o justifican la protesta. En el caso de
este último paro, cabe recordar que Febres Cordero justificó la
protesta.

La última huelga reveló a claras luces la descomposición y
deterioro de la protesta convertida en simple rabia, vandalismo y
chantaje. No se explica todo por el crecimiento de la pobreza y
las ganas de sacarse el clavo ante el crecimiento de las
desigualdades, sino también por el desconocimiento de las
organizaciones como el FUT o la CONAIE de lo que realmente
representan y pueden canalizar o expresar: propuestas e intereses
diferentes a los predominantes. En ese sentido, en forma
paradójica y al contrario de lo que piensa la élite que controla
el país, el FUT vuelve orgánica y canalizada la protesta. Su
desconocimiento o inexistencia la volverá incontrolable. Los
indicios están a la vista. Habrá entonces un día en que esa
élite añorará de un FUT. Pero a lo mejor éste no estará
necesariamente al frente.

¿Cúanto cuesta a las élites nacionales comprender que la
democracia no es simple asunto de leyes, sino el derecho a la
expresión y convivencia de múltiples sectores sociales, de
intereses e ideas? (3A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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