Vinicio Cervantes pinta recostado en su cama. Con el cuerpo quieto sobre tres almohadas y las rodillas recogidas ha creado 1 500 cuadros. Su brazo derecho está inmóvil, atrancado al espaldar, la mano izquierda hecha puño y en la muñeca una liga negra sostiene el pincel.
Isabel Eras, de 36 años, lo cambia de posición para evitar las escaras en la piel, le lava las manos y la cara. Quién mejor que doña "Chabelita", su asistente desde hace seis meses, para entender su impaciencia: el artista ni siquiera le deja lavar los platos del desayuno y ya le pide el lienzo, los óleos y los pinceles. Pinta ocho horas al día.
El teléfono está sobre la cama. A las 14:30, como todos los días, lo descuelga y con la lengua marca el número de sus hijos: Cristian, de 18 años, le pide "consejos de amor" para ponerlos en práctica con su novia; William, de 15 años, siempre le habla de computadoras.
A los 36 años de edad, Vinicio sigue "exiliado" del mundo. En el segundo piso de la casa dos del conjunto Hernando Parra, en Quito, las paredes de su habitación están tapizadas con los cuadros acabados: 60 en formato grande y decenas de pequeños. Apilados en una esquina del cuarto se ven siete lienzos a medio terminar. Cuando Vinicio amanece muy creativo cambia una y otra vez de lienzo.
En este año no ha salido de su casa más de 10 veces. El lunes pasado hizo un largo viaje: en las dos horas de camino hacia el noroccidente de Pichincha, no dejó de contar cachos. Solo se quedó en silencio al pasar por la curva cerrada, donde hace 10 años perdió el control del volante y el carro fue a parar en el río Tulipe. La vía todavía es de ripio y angosta. Fue también un lunes. El día anterior festejó a su abuela por el Día de la Madre. Llevaba tres meses separado de su esposa. Se le hizo tarde y había bebido toda la noche. Salió a Quito embalado. Lo sacaron del barranco atando a su pecho una cuerda. "Nunca en mi vida he sentido tanto dolor". En el hospital Eugenio Espejo le diagnosticaron cuadraplegia (inmovilidad desde cuello hasta los pies). "Me sentí un bebé de 26 años".
Al principio, su mamá y su hermana lo alimentaban, aseaban y cambiaban de pañal. "Me quería suicidar". Sus hijos se encargaron de él durante cuatro años, cuando el mayor apenas tenía 11 años y el más pequeño 8.
Ocurrió una mañana (al año del accidente). Fue tan de repente que Vinicio no recuerda ni la fecha. Le pidió a su hermana que le pasara una hoja y un lápiz. Ella con recelo puso el lápiz en su boca, creyendo que se haría daño. Vinicio solo quería dibujar. A la semana pasó a utilizar pinceles y crayones, los colores le salían grises. Así pintó en 200 hojas de papel bond, guardadas ahora en el armario.
Solo una acuarela fue enmarcada y está en el cuarto de sus hijos. Para Cristian esa es la mejor obra de todas las que su papi ha pintado. Cuando la describe, sus ojos se humedecen: “Hay un corazón con el nombre de Vinicio, uno con el mío, otro con el de mi ñaño y uno más con el de mi mami, todos unidos por un tallo. Significa que siempre estaremos juntos”. Y basta verlos: cuando llegó a Tulipe, su hijo mayor lo cargó a la espalda hasta la casa de su tía abuela.
Hace cinco años que no volvía a la tierra donde nació y que no deja de pintar, todo aquello que admiraba cuando era niño: los bodegones, las casas de hacienda, el río y la gente. Son parte de su segunda "edad" como artista, que empezó a los tres años del accidente, cuando logró mover su brazo izquierdo y mejoró la técnica. Aunque los dedos de la mano siguen inmóviles, pinta con colores intensos, come y se cepilla los dientes sin ayuda. El médico le había anunciado que es imposible que un cuadrapléjico recupere la movilidad. Vinicio se ríe de eso.
Más de una vez cambió sus cuadros por comida, medicinas y pañales entre sus vecinos. Ahora los expone: ya lleva siete muestras. Ha vendido 900 pinturas, ha regalado 100 y ha intercambiado 60; las demás están en la pared de su habitación y en el clóset.
La empresa R. Mercantiles le entrega óleos, pinceles, lienzos y revistas de arte cada vez que los necesita y se encarga del transporte y la publicidad para sus exposiciones.
Cuando pinta, parece que nada le perturba. Se concentra tanto, pero falta algo en su memoria. Ha olvidado ciertas cosas, quizá por el "exilio" de ahora o porque cuando podía recorrer las calles no se fijó en los detalles simples de la vida.
Una vez su mejor amiga, Patricia Pazmiño, le pidió que dibujara unos claveles; en la obra inventó otras flores (a Vinicio le encantan y ese día pintó unas que ojalá existan en algún lugar). Desde entonces ella le lleva flores, frutas y fotografías del mundo para que el artista pueda reproducirlas en sus lienzos y Vinicio nunca más se olvide de vivir. (AMA)
EXPLORED
en Ciudad QUITO

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