Hemos podido apreciar, recientemente, que muchos diarios del mundo entero tocan temas referentes al primer período de seis meses del primer ministro italiano Silvio Berlusconi como jefe de turno de la Unión Europea. Son muchas las razones por las que todos hablan sobre el tema, y todos estamos familiarizados con ellas. Al parecer, mientras que a los ciudadanos de diferentes países les ha afectado (creen que algún día algo similar les pasará), todo lo contrario sucede con una gran mayoría de italianos.
Sin embargo, los riesgos presentados por el régimen de Berlusconi son numerosos y quiero destacar uno en especial. En primer lugar, es esencial no satanizar la palabra ‘régimen’, porque cuando alguien la menciona, todos piensan en el régimen fascista de Italia y hasta los críticos más severos del Gobierno reconocen que Berlusconi no está obligando a los niños a usar camisetas negras, ni tampoco ha clausurado periódicos. Más bien, ‘régimen’ es un término neutral que se refiere a una forma de Gobierno (podemos hablar de países con ‘régimen’ democrático o ‘régimen’ republicano o ‘régimen’ monárquico).
Claro, no hay duda de que Berlusconi ha puesto en marcha una forma de Gobierno totalmente original. Entre sus características está, diría yo, una peligrosa tendencia populista. No me refiero al ‘populismo’ en su sentido histórico (es decir, populismo ruso), sino en su sentido moderno, como el populismo de Perón y el de otros mandatarios sudamericanos o africanos.
Recordemos una declaración hecha por Berlusconi cuando (aún sin la protección de la justicia que le adjudica la reciente aprobación de la ley italiana que previene la prosecución de altos funcionarios gubernamentales) trató de anular la legitimidad de los acusadores que intentaron levantar cargos en su contra. Berlusconi dijo que él, elegido por el pueblo, no permitiría que lo juzgaran personas que consiguieron su trabajo con el único mérito de solicitarlo y ganar el concurso para ser contratados.
Si tomamos esta aseveración seriamente, entonces no debería dejar que un cirujano me retire el apéndice o que me opere un tumor cancerígeno, no debería mandar a mis hijos a la escuela y debería resistirme si un oficial de Policía intenta arrestarme. ¿Por qué? Porque toda esa gente tiene su trabajo en virtud de ganar una competencia, en vez de haber sido elegidos por voto popular.
Berlusconi, precisamente, destacaba su valor por haber sido elegido por el pueblo en contraste con el de la gente que conforma dicho pueblo (cuyas posiciones son legítimas debido a un proceso de solicitud y competencia abierta), quienes estaban supuestas a juzgarle por crímenes comunes, sin importar si terminase siendo culpable o inocente.
El ‘pueblo’ no existe, en el sentido de la expresión de una voluntad única con intereses compartidos, una especie de fuerza natural que encarna lo moral y lo histórico. Más bien, lo que existe son ciudadanos individuales con ideas diferentes y un ‘régimen’ democrático (que, según Churchill, no es la mejor forma de Gobierno, pero es mejor que todas las demás) que consiste en establecer que quien quiera que obtenga el consenso de la mayoría es el llamado a gobernar. No es el consenso del ‘pueblo’, sino el de la mayoría, que algunas veces no se obtiene simplemente sumando votos, sino que puede estar basado en la distribución de votos de un sistema uninominal. Los elegidos representan a los ciudadanos, proporcionalmente, en el Parlamento.
Pero el país no se compone solo del Parlamento. Hay un número infinito de ‘cuerpos intermedios’, desde los poderes industriales hasta el Ejército, desde los profesionales hasta la prensa, y más. En la mayoría de casos, estamos hablando de gente que consiguió sus empleos por medio de competencia abierta, y nunca nadie sostuvo que su potestad está desautorizada por el hecho de que llegaron a sus puestos gracias a una evaluación hecha por expertos. De hecho, los concursos de trabajo (cuando no son arreglados, aunque las elecciones también pueden ser alteradas) son la forma con la cual garantizamos que los representantes de las entidades intermedias saben hacer su trabajo. Por eso, los maestros de primaria y los profesores de Historia tienen la autoridad y el derecho de decir que Berlusconi se equivocó cuando hizo referencia a ‘Rómulo y Remo’. Y es con ese mismo poder con que la comunidad médica puede advertir a la población en general de que cierto medicamento es dañino.
Además, es gracias a ese estilo de competencia, conocido como cooptación, que se atribuye legitimidad a la selección del Gobierno de los integrantes de un gabinete, quienes no necesariamente son miembros elegidos del Parlamento, sino más bien, son escogidos gracias a su capacidad.
Apelar al ‘pueblo’ significa crear un producto de la imaginación, dado que ‘el pueblo’ como tal no existe; el populista es alguien quien inventa una descripción virtual de la voluntad popular. Benito Mussolini lo hizo reuniendo a 100 ó 200 mil personas en la plaza Venecia en Roma, quienes lo aclamaron y, como actores, interpretaron el papel del ‘pueblo’. Otros pueden crear una impresión de consenso popular jugando con las encuestas o simplemente evocando el fantasma del ‘pueblo’. Es así como los populistas marcan sus proyectos al ser representados por el mandato de la población.
Y si es capaz (frecuentemente, lo es), puede transformar al ‘pueblo’ que inventó en una buena porción de la ciudadanía, de manera que el electorado termine por identificarse con esa imagen virtual.
Estos son los riesgos del populismo, que nosotros, los italianos, señalamos y temimos cuando lo vimos desarrollarse en otros países, pero que, curiosamente, no reconocemos cuando se empieza a imponer en nuestra propia casa. Quizá porque ciertos riesgos son vistos primero por los extranjeros, antes que por la gente involucrada (es decir, la ciudadanía, no ‘el pueblo’).


Umberto Eco, semiólogo y narrador italiano, es autor de las novelas El nombre de la rosa, El Péndulo de Foucault y Baudolino.
EXPLORED
en Ciudad QUITO

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