Quito. 20 ene 2002. (Editorial) El olor era extraño y difícil de
describir: sulfuroso, un poco húmedo, quemado, terroso. Hacía, además, un
frío poderoso, bajo cero, y soplaba un viento triste y tenaz que venía
del mar. Era tarde, y ya solo quedaban unas pocas decenas de personas, de
las miles que cada día, desde hace cuatro meses, recorren la zona donde
hasta el 11 de septiembre se levantaban, hermosas y orgullosas, las
Torres Gemelas del World Trade Center. Allí, en el Bajo Manhattan, en
Nueva York, ese olor agresivo y turbio, en una noche helada, era como un
fantasma dispuesto a hacer recordar para siempre el acto de terrorismo
más cruel y cobarde ocurrido en la historia de este planeta.

Pero no solo fue un acto de crueldad y cobardía, en que fueron masacradas
miles de personas desprevenidas e indefensas, sino que fue un acto de
guerra: fue un ataque contra una forma de vida, una civilización
sustentada en derechos, garantías y libertades, nacida con la declaración
de independencia de Estados Unidos, en 1776, trece años antes de que en
París estallara la Revolución Francesa, a la que, por mala fe más que por
ignorancia, se le atribuye la paternidad de este sistema de gobierno, la
democracia, que hizo el cambio social más profundo ocurrido desde que el
hombre es hombre: la transformación de los súbditos en ciudadanos.

Sí, Estados Unidos es un país extraño, en el que el pueblo controla a su
gobierno, en vez de ser controlado por él. Un país en el que la plebe se
erigió en pueblo y en el que cada ciudadano puede expresar sin límites, y
a veces hasta con exageración, su propia individualidad. Por eso, desde
hace ya más de un siglo, hacia allá han emigrado personas de todas las
razas, creencias, religiones y nacionalidades, en busca de esa felicidad
a la que la constitución americana proclama y consagra como un derecho
inalienable de todos los ciudadanos.

Pero quienes atacaron Nueva York no creen en nada de esto. Ni siquiera lo
entienden. Por eso, en los países de los que se han apoderado han
perseguido y matado a la gente por tomar vino o cerveza, por no llevar
barba larga y chador, por oír música y ver televisión, por cantar y
bailar o, simplemente, porque han creído en algo distinto, han opinado lo
contrario y no han seguido con devoción y mansedumbre la verdad oficial.
Por eso, también, en nombre de su fe han sido capaces de las atrocidades
más infames, como lanzar aviones repletos de pasajeros contra las Torres
Gemelas o como cortarles los dos brazos y las dos piernas a quienes han
hecho prisioneros en los campos de batalla. ¿O es que el mundo ya no se
acuerda de las decenas de soldados rusos brutalmente mutilados en la
guerra de Afganistán, hace veinte años?

Seguramente, cuando decidió cometer el asesinato masivo del 11 de
septiembre, el reverendo Usama Ben Laden no sabía que, a lo largo de sus
dos siglos y cuarto de historia, Estados Unidos nunca ha sido más fuerte
y unido que cuando ha sido golpeado. Así ocurrió después de Pearl Harbor,
en 1941, después del asesinato de John Kennedy, en 1963, y así está
ocurriendo ahora.

Por eso hay una eclosión de patriotismo, que no solo se refleja en las
banderas que millones de americanos pusieron en sus casas, sus autos y
sus solapas, sino sobre todo en su decisión de trabajar más y mejor, día
y noche, para asegurar la supervivencia en el mundo del ideal más sublime
que tiene la humanidad: la libertad. Y ese olor lúgubre y despiadado que
sentí en el Bajo Manhattan aquella noche de principios de enero me
acompañará para siempre como el emblema de la guerra que la civilización
tiene que librar contra el terror. (Diario Hoy)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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