Quito. 27 mar 98. El país multiplica sus bloqueos. Las elites
no dan muestras de asumir sus responsabilidades. Y el tiempo
se agota...

Algo no anda bien en el país: cada uno lo dice y lo repite
como tratando de buscar asideros, puntos de anclaje,
horizontes. Así se dijo antes de Abdalá Bucaram. Así se dijo
después. El mismo pronóstico se hizo antes de la Asamblea
Nacional. El mismo sentimiento se tiene durante sus trabajos
en Sangolquí.

¿Hay razones fundamentadas para mirarlo todo en bloque y en
blanco y negro? Ese interrogante no se plantea. El país está
perdiendo el gusto por los matices. Hay un ambiente de
pesimismo que pesa como una lápida y se cuela por todos los
intersticios del alma nacional. Ese es el primer punto de
preocupación.

Decir Bucaram fue, en un momento, para muchos, señalar
conductas reprochables y vislumbrar un camino de enmienda, de
lucha contra una corrupción voraz que carcome los cimientos de
la República e hipoteca la idea de una democracia adulta y
equitativa.

En las calles, sin un disparo, con una generosidad que el
mundo enterado de los hechos vividos saludó, el país volvió a
acariciar la idea de que un mejor futuro no solo no le era
ajeno sino que quería construirlo tendiéndose las manos.

Se intuyó entonces -así esas masas de compatriotas que
salieron a las calles no lo hayan verbalizado- un clamor a
favor de una gran unidad nacional: era hora de deponer
rencores, era tiempo de las manos limpias y abiertas; no de
los puños cerrados.

El nuevo momento requería abandonar viejos esquemas, inventar
discursos, instalarse en el campo de la imaginación. ¿Qué
pasó? ¿El país mató al tigre y se asustó con la piel? Es
posible. Lo que ha pasado desde entonces, si se mira en
perspectiva, no fue más que un gran exorcismo cuyo aliento se
agotó antes de que el país y sus líderes pudieran coincidir en
acuerdos nacionales.

De por medio hay, es verdad, un Gobierno interino que se
equivocó en sus lineamientos y que trastocó las prioridades.
En parte, él no encauzó adecuadamente la esperanza nacional.

La sabiduría popular dice que no hay cómo tropezar dos veces
en la misma piedra. Mirar al gobierno interino de Fabián
Alarcón como único responsable del círculo vicioso, brumoso y
desgastador en el que se debate el país, sería caer en el
mismo error que se cometió con Bucaram: él fue causa y
resultado.

El presidente Alarcón reconoció haberse equivocado al no
exigirle a aquellos que se subieron con él a las tarimas, en
febrero pasado, que lo acompañaran en su Gobierno, en vez de
hacerle oposición. El drama nacional se encuentra retratado,
justamente, en ese hecho: el Presidente no les pidió estar en
el Gobierno y los otros no le exigieron estar. Como si andar
cada uno por su lado, en momentos tan aciagos para la
República, pudiera justificarse.

En ese malentendido -fruto de la cultura política tradicional-
se fraguó otra decepción. Con los costos para el presidente
Alarcón y su equipo y para el país que están a la vista.

Fragmentación, cortoplacismo, intereses personales... todo
antes que deberes nacionales: ese diagnóstico lo conoce el
país y lo identifica con la clase política; lo cual es justo
pero incompleto. Se ha dicho -y este Diario lo ha hecho con
particular énfasis- que esa realidad que duele del Ecuador se
debe, primordialmente. a la actitud de las elites. De todas,
incluyendo también, y por supuesto, la de la prensa.

Las dirigencias nacionales no solo mandan: envían mensajes,
activan actitudes y generan comportamientos: ellas son los
paradigmas. ¿Qué dirigencia nacional ha involucrado en su seno
esa nueva variable nacional sin la cual su horizonte,
particular o gremial, no puede ser sino chato e inconsecuente?
Se pueden dar ejemplos pero son tan excepcionales como las
golondrinas que solas no hacen verano.

Se han dado, en cambio, muestras irrefutables e hirientes para
la población pobre y desesperanzada de lo contrario: ¿quiénes
corrompen a los corrompidos que negocian en las Aduanas?
¿Quiénes importan traficando sin importarles atentar contra el
Fisco nacional? ¿Son los pobres?

¿Cuántos años ha durado ese deporte en algunos sitios sin que
las dirigencias, al margen de sus quejas moralizantes, hayan
logrado ponerle coto? ¿Cuántos sectores de esas dirigencias
conocen algunos de esos contrabandistas, hablan de ellos en
sus cocteles pero los toleran?

¿Quiénes han jugado con la institucionalidad democrática
armando (sin éxito por fortuna) un golpe desde el seno de la
Asamblea Nacional? Pocos se conmovieron o se insurgieron con
esa noticia. Como si la coraza de la indiferencia fuera uno de
los nuevos trajes de moda que se han tallado en el país.

Corrupción en un punto, desestabilización en otro, quedaba la
violencia: y esta llegó de la mano de las Brigadas Barriales
acompañadas de policías al pretender asaltar la Asamblea cuya
sede está en un recinto militar.

El Ministro de Gobierno afirma que esa institución no sabía.
No se explica, en ese caso, la perfecta organización, el
alquiler de parte de la logística, los cuerpos de apoyo
armados que esperaban cerca del sitio de la refriega.

Al margen de ello, se corrió el peligro de una matanza entre
militares y manifestantes y policías de civil. Un detalle: el
Ministro encargado de la seguridad interna estaba totalmente
desinformado. A tal punto que tuvo que corregir sus
apreciaciones mientras se negociaba para evitar lo
irremediable.

El país no ha medido lo que significa haber estado al borde de
un golpe y una balacera cuyas consecuencias habrían sido
imprevisibles en ambos casos. Estos son signos que muestran
claramente el grado de disolución que se está instalando en el
país.

Las catástrofes provocadas por el fenómeno de El Niño hubieran
podido ser una nueva oportunidad para juntar voluntades más
allá de lo simplemente coyuntural. Que las provincias del
Litoral se ahoguen era tan o más grave que el fenómeno
Bucaram.

Describir El Niño, con su legión de dolor, damnificados,
cultivos desaparecidos e infraestructura dañada, sobra. Las
imágenes que cada día muestran la televisión y los periódicos
son sobrecogedoras. Ni eso sirvió.

No se ha oído al principal partido del país involucrado en la
pesadilla que viven en carne propia sus electores. Ni a las
dirigencias locales o nacionales (políticas y de otros bordes)
llamar a la solidaridad. Esta ha sido el fruto de empresas
(esta incluida) o de personas particulares.

Se pensó que el dolor de esos compatriotas se haría nacional y
que esa corriente convocaría o movilizaría tanto como la
guerra del Cenepa. No ha sido el caso.

En cambio, El Niño sí ha servido de maná caído del cielo para
grupos que se han apresurado a resucitar, a ese propósito,
hasta tesis secesionistas.

Nadie duda de que la descentralización es una necesidad
legítima y rentable cuyo éxito reposa en un conjunto de
reformas planificadas y no de simples disparos al aire. Por
ello, no es lícito -a estas alturas y por motivos no siempre
tan católicos- pensar que entre más dividido esté, mejor le
irá al país.

Así mientras unas dirigencias pecan de centralistas, las otras
se extasían en visiones que no van más allá de límites chatos
e inmediatistas. Nadie tiene el monopolio de ese mal. Las
Cámaras de la Producción tampoco han logrado insertar sus
intereses al interior de dinámicas consensuadas y nacionales.

No aceptan la Ley Tributaria. Tampoco el aumento del IVA. Es
la política del No sistemático que nutre a los frentes del
rechazo cuya lista de fieles ha ido creciendo en el país. De
esa forma, un Gobierno debilitado y desprestigiado por el
problema de los gastos reservados, entre otros, solo ve
incrementar sus dificultades para gobernar al país.

En ese panorama de escepticismo, desesperanza y disolución,
las dirigencias nacionales tienen que administrar su
responsabilidad: proponer un sobresalto nacional. Inducir
decisiones de carácter consensual en la clase política. Aupar
un plan de salvación en lo económico y social.

Es factible hacerlo. La prensa puede ser el catalizador de
esas políticas de Estado que, al margen de las diferencias
partidistas, se puedan hacer por una simple razón: hay que
hacerlas. Ellas no serían patrimonio de un partido ni de un
gobierno sino del país en su conjunto.

España hizo, sobre puntos clave, esa unión nacional cuando
salió del franquismo. Francia la logró tras la II Guerra
Mundial cuando comunistas, socialistas, liberales y gaullistas
pactaron salidas suprapartidistas. La figura de un plan
Marshall hecho por los ecuatorianos para los ecuatorianos,
podría abrir horizontes. Es lo que están haciendo Chile y
Bolivia, entre otros.

Es factible acercar a los candidatos a la Presidencia en
puntos decisivos que conciernan la reconstrucción de la Costa,
el empleo, la salud, la educación y la seguridad. O cualquier
otra agenda. Es factible evitar la retórica y la frase asesina
en la campaña presidencial para concentrar todas las energías
en pedir soluciones. En buscarlas, darles viabilidad y
compartirlas.

El país no puede seguir caminando como ciego prevenido al
despeñadero. Tampoco puede asistir como espectador pasivo a la
disolución de sus valores y de sus instituciones, así estas no
sean perfectas. Cada oportunidad perdida es un terreno abonado
para aquellos que, con fines protervos, son especialistas en
pescar a río revuelto.

El país no está bien pero para reactivar la esperanza y
comenzar a cimentarla podrían bastar pocos hechos: que la
negociación con el Perú sea exitosa y digna, que la venta en
buenas circunstancias de Andinatel y Pacifictel atraigan la
inversión extranjera, un gesto de solidaridad nacional y
efectivo con la Costa mediante dotación de fondos específicos.

La política no es todo pero de ella dependen las opciones que
harán que el país se dé derroteros o se disuelva. Todavía es
hora pero se agota el tiempo. (Texto tomado de El Comercio)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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