Siempre me ha interesado volver a ver los lugares donde el pasado se condensa o se cristaliza, como la Piazza della Signoria, en Florencia, en la que el Renacimiento de Lorenzo "el Magnífico" sigue resucitando bajo el sol candente, a pesar del ímpetu de los turistas. En ninguna parte del mundo, sin embargo, he reconocido tantos pasados a la vez como en Andorra, el pequeño y aislado país de los Pirineos.
La primera vez que fui, en el invierno feliz de 1998, todo lo que sabía sobre Andorra era lo que había leído en la Enciclopedia Británica de 1974, que describía un país feudal abriéndose paso casi a ciegas hacia la modernidad. La nieve impregnaba entonces hasta la última brizna de paisaje.
Los esquiadores iban y venían por las grandes tiendas libres de impuestos, mientras los martilleos fervorosos de las construcciones atormentaban los amaneceres. Me impresionaron entonces las ciudades enclavadas en los desfiladeros de las montañas, como si su único propósito fuera desmentir el esplendor de la naturaleza.
Cuando regresé el pasado agosto, lo único que había cambiado era el blanco deslumbrador, convertido ahora en un vergel de paraíso terrenal.
Después del puesto aduanero español, se abre una sucesión de aldeas sinuosas, extendidas a un lado y otro de la calle mayor, que se bifurcan al llegar a un racimo de altas pirámides en forma de catedral, las termas de Caldea, cuyo conjunto de baños indo-romanos y piscinas en forma de grandes copas elevadas, con escaleras azules como en los musicales de Hollywood, componen la más estruendosa oda al Kitsch de que tengo noticia.
Andorra mantuvo intacta su arcaica geografía durante más de mil años, y es difícil adivinar cuánto de la mentalidad feudal sobrevive después de las revolucionarias mudanzas políticas de las dos últimas décadas. La sociedad parece ahora tan abierta que hasta tuve ocasión de almorzar o cenar en tres ocasiones con ministros del Gobierno, de hablar largamente con los comensales de uno de los restaurantes para oficinistas y empleados que hay en los grandes almacenes Pyrinies, y hasta de observar, desde las ventanas del hotel, los preparativos de una boda judía, a la que acudieron más de 200 invitados.
En algunos puntos perdidos de la alta montaña se ven los restos de algunos dólmenes de la era megalítica. Cerca de las ciudades hay templos románicos con su milenaria arquitectura intacta, y la vida sigue igual que hace un siglo en villorrios como Pal, cuyas casas excavadas en la piedra distribuyen, en sus cuatro pisos, espacios para los cerdos y el ganado, grandes comedores para las fiestas, molinos domésticos para el trigo, hornos de pan y techos de los que cuelgan las cuerdas para secar las hojas de tabaco.
Desde la Edad Media, el país está regido por dos príncipes, el obispo de la Seu de Urgell y el presidente de Francia. A través del obispo, Andorra es -aunque a medias- una de las dos únicas posesiones, junto con el Vaticano, que le quedan al antes poderoso Estado Pontificio. A los andorranos no les gusta que se les diga eso. En los diálogos informales del restaurante de Pyrinies, algunos se quejaron por depender de un clero que, según ellos, se queda con tributos caudalosos sin ofrecer nada a cambio, salvo una censura intolerante sobre los libros y las películas.
La influencia del obispo de la Seu de Urgell -que está a solo 10 kilómetros de Andorra- ha sido siempre infinitamente más vigorosa que la del co-príncipe Francis, cuyos derechos son una herencia de la antigua casa de Foix. Hasta comienzos de la década de los ochenta, solo los católicos bautizados estaban inscriptos en los registros públicos, y los matrimonios civiles tenían una legalidad dudosa. En 1970, la población total era de 6 000 personas. Desde entonces se ha multiplicado por 11 - 700 mil- pero solo 20 mil son ciudadanos.
En el pasado reciente no había judíos ni musulmanes. Ahora esas dos comunidades suman unas 600 almas. Carecen, aún así, de lugares de oración. Hace algunos meses, los musulmanes pidieron formalmente al Gobierno que les cediera un terreno para construir una mezquita y hasta ahora no han tenido respuesta. Le pregunté al pasar a uno de los ministros por qué soslayaban el tema.
"Si quieren un terreno, que hagan como todo el mundo. Que lo compren", me respondió. Cuando le comenté la historia al empleado de un banco en el restaurante de Pyrinies, su conclusión no fue benévola. "Entregan terrenos todo el tiempo para la especulación inmobiliaria y para que se siga construyendo a lo bestia. ¿Pero dar algo para una mezquita o una sinagoga? No, señor, ni en el día del juicio final."
Entre enero y febrero de 2004 habrá elecciones comunales, y al año siguiente se elegirá un nuevo jefe de Gobierno. Al pasar del feudalismo a la modernidad, Andorra esquivó la fase capitalista. Así, los sindicatos son débiles y están mal organizados, y el patrón tiene derecho a lo que se llama ‘despido libre’: puede expulsar a sus dependientes de un día para otro, sin compensaciones ni avisos.
Como faltan brazos, todos los años se abren cuotas que permiten a los extranjeros ingresar en Andorra para trabajar en los hoteles, en la construcción y en las estaciones de esquí. Aunque los salarios son magros, de unos 600 a 800 euros, y los horarios se extienden de 12 a 14 horas, llegan miles decididos a quedarse. La Policía es benévola, casi no hay delitos y los ejércitos no hacen falta.
Los planes de construcción, sin embargo, son un infierno. Hace poco se cancelaron los permisos para seguir erigiendo condominios, hoteles y casas en los valles, pero los que ya fueron concedidos disponen de un plazo de seis años, acelerando el ritmo de los trabajos y amenazando el equilibro ecológico.
En el pequeño país de 468 kilómetros cuadrados podrían caber los mejores sueños del ser humano. Pero no es así, porque el propio ser humano se empeña en impedirlo.

*Tomás Eloy Martínez es el autor de La Novela de Perón, de Santa Evita y de El Vuelo de la Reina, que ganó en España el premio Alfaguara de Novela
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