El miércoles 7 de agosto, día clásico en las fiestas patrias de Colombia, se producirá el quizá más significativo cambio de gobierno en esa nación en los
últimos 50 años. Y el más emblemático de la centenaria fecha, pues que el nuevo presidente, Álvaro Uribe Vélez, estará frente a un desafío semejante.

Si entonces fue la independencia de la metrópoli española tras una guerra de diez años, ahora es la necesidad de terminar con un flagelo tan doloroso como aquél, pero mucho más sangriento: el conflicto que la nación enfrenta desde hace medio siglo contra fuerzas, hoy impregnadas de narcotráfico, terrorismo, secuestros y utilización de niños en la guerra contra el Estado.

Con el agregado terrible de que no solo desde los grupos de la izquierda armada vienen los disparos, sino también desde la derecha contrainsurgente, tan percudida de crímenes, tráfico de drogas y matanzas de inocentes, como los que dicen combatir.

El flamante presidente se enfrenta a un dilema que él cree tener resuelto, al menos en teoría: conversar con los insurgentes en busca de reanudar los diálogos de paz, o iniciar una ofensiva definitiva, como parece preferir,
hasta la derrota de los grupos armados. Derrota que, si se consigue, no será en poco tiempo sino en una larga guerra civil, declarada ya oficialmente.

Aunque Estados Unidos interviniese con armas y hombres, lo cual solo posibilitaría el convertir a la nación vecina en un nuevo y quizá catastrófico Vietnam.

Pero no será contra las FARC, el ELN y el paramilitarismo, la única batalla que deberá librar el presidente Uribe en los siguientes cuatro años. La situación económica es otro detonante: desempleo del 17%; recesión evidente en una economía que, a pesar de la guerra, se había mantenido dinámica, pero que ya no soporta la inseguridad interna ni el coletazo que viene del cono sur; y más de $4 500 millones evaporados del país en los últimos tres años,
según analistas creíbles. Solo la inflación ha decrecido hasta el 7% anual, lo que se explica por la recesión.

Pero la crisis de la economía y el riesgo de una escalada del conflicto interno son apenas dos de los muchos ángulos de la crisis. El país se encuentra, además, en un estado de indefensión interna que se traduce en emigración, en indolencia, en agresividad permanente, e incluso hasta en
degradación de los valores éticos: sobrevivir a costa de lo que sea y defender la vida o los bienes con cualquier arma legítima o ilegítima, se van haciendo actitudes constantes en el ciudadano común, que pueden convertirse en patológicas del carácter de una nación que siempre ha vivido
a la defensiva de sí misma.

Le espera al nuevo gobernante una tarea ímproba: detener la guerra mediante el diálogo o las balas; enfrentar la realidad de una economía en recesión y una reserva monetaria decreciente; cambiar la mentalidad de un pueblo al que la sangre derramada sin pausa le viene haciendo trizas sus viejas reservas morales; y volver a tomar el rumbo hacia el futuro que se perdió aquel medio día del 9 de abril de 1948, con el asesinato que inició la espiral del conflicto que hoy tiene a Colombia como nación en crisis y vecino conflictivo.
EXPLORED
en Ciudad Quito

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