TRAGEDIA HOSPITALARIA

Quito. 06.02.91. El drama se une a la pobreza y el reclamo se
vuelve ineludible cuando los pobres son víctimas de una
enfermedad y tienen que acudir a los hospitales públicos.

Les espera una destartalada camilla, una estrecha cama, y una
deficiente alimentación, basada en carbohidratos, que no se
compadece con los niveles de desnutrición que registran los
pacientes.

De un total de 90 pacientes que tenía el hospital Eugenio
Espejo antes del paro médico, hoy suman apenas 30, pues
tuvieron que ser trasladados a los hospitales Carlos Andrade
Marín y Militar. Además, se tuvo que cerrar la unidad de
Terapia Intensiva.

Ligia Alencastro, de 60 años de edad, ingresó el viernes 1 de
febrero al hospital Eugenio Espejo con diarrea y murió al
amanecer del domingo por deshidratación.

Sus familiares, vestidos de luto, relataron a nuestro servicio
informativo que la paciente no recibió atención médica,
permaneció en urgencias del hospital en una camilla, sin
comida ni medicinas, pues su ingreso coincidió con el desalojo
de los médicos por parte de la Fuerza Pública.

El cuadro es demoledor en ese hospital, que hace dos décadas
era el de mayor prestigio por ser el mejor equipado y contar
también con el mejor personal médico.

Al hacer un recorrido por las distintas salas de atención, se
puede observar la miseria en que se desenvuelve la salud
pública, pese a que es garantizada por la Constitución de la
República como un deber ineludible del Estado.

José Villacís, de 46 años de edad, de profesión carpintero con
seis hijos, ingresó al hospital el 29 de enero último con
parálisis. "Tengo que comprar las medicinas que los médicos
aquí recetan cuando pasan visitas a las 8h00, yo debo tomar
aspirina y diclofenac", dice mientras come colada de sémola,
arroz con un trozo de carne y hueso, y otra colada de dulce,
en la vajilla llevada desde su casa.

"No recibimos nada del gobierno, exámenes y medicinas tenemos
que gastar nosotros mismos y nuestros recursos económicos no
nos permiten realizar esos gastos', dijo.

La ruda crudeza de la supervivencia

"Los médicos me recibieron sin ninguna responsabilidad, no
podía ya respirar, me faltaba oxígeno y el hospital no tiene,
ni las medicinas que necesitaba", manifestó César Villarreal,
que también sufre de deficiencia cardíaca.

Se agita con cierto nerviosismo en la modesta banca donde
comparte la comida con sus compañeros. Su hija, que permanecía
junto a él, le pasaba cariñosamente la mano por la cabeza
blanqueda por los años. "Somos pobres para acudir a una
clínica -dijo- y el gobierno debería preocuparse por los más
necesitados".

Hasta el momento no ha podido someterse a un
electrocardiograma, pero con las medicinas suministradas por
los médicos del hospital, se ha logrado equilibrar el estado
de salud del paciente.

Las tres hijas corren con los gastos de medicinas, "pero para
los pobres se vuelve ya una cantidad considerable".

En medio de una solitaria broma los pacientes sonríen. La vida
parece renacer en instantes, pero nuevamente César Villarreal,
de 75 años de edad, recuerda la crisis económica y social que
vive el país, pues hasta el momento no puede someterse a un
electrocardiograma ni al econograma que le piden los médicos
para realizar un tratamiento efectivo. Además, necesita un
examen de próstata.

"Vivimos tal vez porque los médicos están pendientes de
nosotros, nos dan ánimo cuando pasan las visitas", dice.Otro
caso es el de José Barreto, 49 años de edad, zapatero de
profesión, quien ingresó el 29 de enero de 1991 al Hospital
Eugenio Espejo, adoleciendo problemas cardíacos.

José Silva, agricultor, de 40 años de edad, es otro caso
patético. Vive en Santo Domingo de los Colorados y sus
familiares ya gastan 150.000 sucres en medicinas. Tengo
dolores estomacales, pero "hoy me siento mejor"Elena Fajardo,
oriunda de Quevedo es la esposa de Javier Veintimilla, de 50
años de edad, que sufrió un derrame cerebral. De escasos
recursos económicos vino a Quito y se quedó en el hospital
donde vive y "para ganarme la comida" tiene que lavar la
vajilla del hospital, barrer las salas, los corredores, ayudar
con los pacientes. "Los médicos son buenos y me permiten domir
en el hospital", añade.

En breves momentos las lágrimas saltan en sus ojos cuando
relata que sus cuatro hijos (el último tiene cuatro años) se
quedaron solos en Quevedo, el mayor se encuentra en el
cuartel. Lava ropa y lo que percibe por sus tareas no le
alcanza para sobrevivir. (A-6).
EXPLORED
en Ciudad N/D

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