Quito. 18 sep 2000. Carlos Cazco siempre estuvo consciente de que no
viviría mucho tiempo. En los últimos nueve meses, el sida consumió su
vida. Él residía en la casa para enfermos terminales de VIH de la
Fundación Eudes en Cotocollao, un barrio al norte de Quito.

Allí encontró abrigo y un sentimiento que le fue esquivo muchas veces a
lo largo de su vida: amor y comprensión. Carlos Cazco no podía caminar
porque una caída, hace siete años, lo confinó a una silla de ruedas. El
VIH, diagnosticado el pasado noviembre, complicó más su salud.

Un testimonio de Carlos, llevado en los breves intervalos de
recuperación, da cuenta de su estado de ánimo, de los recuerdos, de las
visiones que tenía de la vida, de los errores y los aciertos en los 36
años de existencia. Y algo excepcional: a pesar de que sabía que iba a
morir amaba la vida y pudo compartir sus últimos días con los nuevos
pacientes que ingresaron a la casa de Eudes. Él quiso que sus vivencias
sean conocidas por los jóvenes para que de esta forma no cometan sus
mismos errores.

El 17 de agosto pasado murió. Una tuberculosis acabó con su vida. Ahora
los pacientes le extrañan y recuerdan sus últimas palabras: "tengan
esperanza, la mejor huella que se puede dejar es compartir aunque sea un
pedazo de pan con los amigos; cada día vivan como si presintieran que
fuera el último".

Este es su testimonio:

"Veo la lluvia que se desliza por los vidrios y pienso que la vida ha
sido tan corta y fugaz como el agua que corre en los cristales. El
pequeño jardín de la casa se anega, apenas veo el césped y las diminutas
flores lilas que adornan la entrada principal. La casa de Eudes ha sido
mi refugio. Aquí encontré la paz, el cariño y la comprensión de los
jóvenes voluntarios y de los sacerdotes que hacen milagros para que este
hogar no cierre las puertas, para que no deje de ayudar a tantos
abandonados por el VIH.

En mi niñez pasé ocho años en una casa similar: era un hogar para niños
huérfanos en Chillogallo. 120 pequeños convivíamos en esos espacios
amplios, de huertos y jardines. Teníamos 20 madres sustitutas, unas
señoras voluntarias de mucha bondad. Mi madre me dejó allí porque el
dinero no le alcanzaba; ella, que en paz descanse, se ganaba la vida
lavando ropa y recibía poco dinero. Me fascinaba el fútbol. Yo cobraba
los tiros libres y convertía goles. Por eso mis amigos me llamaban el
"Chanfle Muñoz". A los chicos, en la casa de la infancia, nos enseñaron a
compartir las cosas como si fuéramos hermanos. Ahí nació mi sentido
altruista: lo poco que tenía lo dividía con mis amigos: una sopa, un poco
de dinero, unos zapatos...

Pintor de casas y albañil, los oficios de mi vida, los aprendí en ese ya
lejano hogar, perdido en el recuerdo. Evoco el conjunto de 12 casitas
rodeadas de rosales y eucaliptos. En los jardines había un sinnúmero de
vírgenes de yeso, de rostro blanco, de capas celestes. Nunca olvido los
ojos profundos de las estatuas.

A los 15 años empecé a trabajar en la pintura. Recorría todos los barrios
de Quito. Dale y dale a la brocha. El dinero me permitió cumplir un sueño
anhelado: vivir con mi madre. Luego vinieron las farras, los primeros
tragos, los excesos sin medida de la juventud. Las caídas y soledades.
Las mujeres que tanto quise. Me entristece no haber podido compartir con
una compañera, con una mujer sencilla que le fascine beber un rico café a
las seis de la tarde o caminar junto al mar.

En estos días de soles y lluvias me duele la cabeza, y tengo fiebre. En
todo este tiempo el tormento ha sido mi estómago. Una endoscopia detectó
Candiasis (hongos en el esófago). La doctora Vilma Jácome, voluntaria de
Eudes, me proporciona tabletas de Metronidasol. La diarrea continua es
otra molestia terrible. Para combatirla tomo tres pastillas diarias de
Fluconasol. Todavía no dispongo de los antivirales para frenar al VIH. Un
examen próximo, hecho por la Cruz Roja, mencionará lo que debo usar. No
sé cómo obtener el dinero para la medicina. Al momento Eudes tiene apenas
del 25 por ciento de los medicamentos para el tratamiento de VIH.

Junto a la cama está la silla de ruedas, el artefacto para movilizarme.
Me deprime observarla. Pero sin ese apoyo hubiera quedado postrado en la
cama. El sida quiere acabarme. Sin embargo, hago esfuerzos sobrehumanos
para sobrevivir un día más. Para sentir el sol, ver las nubes junto a las
montañas vecinas y, sobre todo, compartir mi vida rota con el padre José
Martínez, la hermana carmelita Carmen Córdova y los voluntarios Marco
Mena y Gustavo García.

Pienso mucho en Anita Cazco, mi madre, quien murió a los 73 años. Era un
ángel. Siempre pendiente de mi vida, hasta el fin de sus días nunca dejó
de cuidarme, incluso durante los años que viví en el hogar para niños
huérfanos de Chillogallo. El momento que dejé de trabajar ella se encargó
de protegerme. Sí, era un ángel hasta que un borracho la embistió con su
auto hace dos años mientras cruzaba la avenida Patria, frente al Ejido.
Salía del Hospital Militar, donde hacía trámites para conseguir una nueva
silla de ruedas. Hasta el último día se preocupó de mi quebrada salud. Al
irse ella, una parte de mí también murió.

Mi madre nació en Guano, Chimborazo. Mi padre jamás me reconoció, eso
duele mucho. Tengo seis hermanos de madre: cuatro mujeres y dos varones
que me olvidaron. No les reprocho nada.

Los diagnósticos de estos últimos años iban desde leucemia crónica,
cáncer a los huesos y distrofia muscular. Finalmente apareció el sida.
¿Dónde me contagié? No estoy seguro. Hace siete años sufrí una caída de
un andamio mientras pintaba una casa en La Concepción, al norte de Quito.
Entonces me sometieron a varias transfusiones sanguíneas en el IESS. Tal
vez el mal me pasó allí, aunque admito que no he sido ningún santo. Tuve
varias mujeres, es verdad, es posible que ocho o diez. Quien sabe. Una de
ellas quizás me pasó el virus, nunca usé preservativos, eso me fregó.
Entre mis amigos creíamos que usarlo restaba la virilidad, el uso del
condón estaba destinado a los débiles e inseguros.

Por ello, sin caer en falsos moralismos, recomiendo a los jóvenes que se
cuiden, que el amor es una esfera tan delicada y bella que se puede
romper por la falta de cuidados. El preservativo me parecía un objeto
insulso y anacrónico. Ahora veo que no fue así. He reflexionado bastante
y creo que el uso o no de aquel objeto define la frontera que existe
entre la vida o la muerte.

Somos pasajeros del tiempo. El cuerpo se derrumba y únicamente queda la
esencia, es decir el alma. Mi espíritu ha salido a caminar por bosques
perdidos, por la ciudad de iglesias y avenidas de neón en la que amé y
sufrí. Casi siempre sueño que Dios venía al mundo. No vi su rostro,
escuché una voz poderosa que me llamaba. Luego soñé en la muerte. Era una
sombra nada más. No le tuve miedo.

Es más, ya me preparé espiritualmente para alcanzar otra dimensión, ese
tranquilo paisaje que solo lo vislumbro en sueños: ahí observo a mi
madre, apacible, esperándome con la sonrisa en los labios, veo una luz
que es Dios. En la lejanía observo a un hombre vestido de negro que
conduce una carroza movida por cuatro caballos veloces. Vamos, sube, ha
llegado el momento, me dice cuando se aproxima.

El pavor me paraliza. Pero poco a poco el hombre y los caballos se
transforman en seres alados, blancos como una rosa. Entonces me aproximo
y me alejo tranquilo porque me digo: en este mundo no hice mal a nadie,
así que puedo descansar sin el acoso de los infiernos temidos. Si voy a
morir, pediré la bendición al padre José Martínez y me alejaré en
silencio de este mundo.

La vida me dio muchos golpes. El camino lo hice con la ayuda de mi madre
con quien compartí los últimos años en el barrio Santa Rosa, al sur de
Quito. La única certeza que tengo es que a ella la volveré a ver en otro
universo. Siento su presencia en las noches, junto a mi cama. Sé que ella
ya me llama.

La espalda me duele y en las tardes sufro mucho porque no puedo tragar
bien los alimentos. El frío de las noches me acaba, por eso debo tomar la
sopa caliente. En mi condición un resfrío es fatal. Con la ayuda de las
medicinas mi estómago está más estable y puedo alimentarme con sopas,
ensaladas y carnes blancas. Nada de grasas porque me afectan. Cuando en
noviembre los médicos del Pablo Arturo Suárez pronosticaron que tenía
sida, fue como recibir una descarga, un rayo. Una vez que la doctora
Jácome pagó los exámenes fui confinado a una amplia y oscura habitación.
Los otros pacientes me miraban con recelo como si fuese un condenado en
vida. Gracias a las gestiones del padre Héctor y de Vilma Jácome pude
llegar a la casa de Eudes.

En las mañanas leo la Biblia, me fascinan los salmos, el Libro de los
Hechos, la palabra de San Juan. Vislumbro las imágenes del Apocalipsis,
el fuego acabándolo todo. Eso reafirma mi idea de que somos breves
pasajeros del tiempo. En la tarde escucho los programas de Radio María,
miro televisión, converso con los voluntarios. A veces la respiración se
corta y me asfixio mucho, empiezo a toser, pero siempre ofrezco una
sonrisa a los pacientes que llegan. Les digo estas palabras de aliento,
escritas en una pared de la casa: si piensas que estás vencido lo
estás/si piensas que no te atreves no lo haces/si piensas que te gustaría
ganar pero no puedes es seguro que no lo harás/todo el éxito comienza con
la voluntad de dar el primer paso/la mente lo decide todo.

Postrado en esta cama miro la ventana, las flores lilas del jardín y me
pregunto: ¿por qué la gente es egoísta y vive solo para acaparar el
dinero? ¿Por qué no comparten aunque sea un real? Aquellos que están
sanos y fuertes deberían ofrecer una mano al desvalido ya sea mediante el
voluntariado o entregando pequeños aportes del trabajo que realizan.

Sé que voy a morir pronto. Subiré a la carroza de los sueños con la
satisfacción de que ayude a mucha gente, a los hermanos que me dio este
mundo solitario al que tanto amé.

Fundación Eudes, un hogar para los enfermos de VIH

La casa de la Fundación Eudes es sencilla, de una sola planta y de color
rosado. En la sala principal se destaca un cuadro pequeño en una de las
paredes: un mar azul y, en el horizonte, una luna llena.

Junto al paisaje, una pequeña estatua del sacerdote francés Juan Eudes,
fundador -en el siglo XVII- de la Congregación de Jesús y María (Padres
Eudistas). Este cura dedicó su vida al cuidado de los enfermos de la
peste negra en Europa y promovió la dignidad humana de las prostitutas de
esa época.

El sacerdote eudista Bernardo Vergara Rodríguez impulsa a la Fundación,
la única entidad en el país que da abrigo a pacientes terminales de sida.

El padre eudista José Martínez es el actual director de la Fundación, que
se originó en Colombia en 1994. Muchas casas fueron quemadas y los
pacientes, arrinconados. Al momento, la Fundación mantiene hogares
estables en Cali, Cartagena, Medellín, Bogotá y Cundinamarca. En Quito,
Eudes lleva a cabo una lucha quijotesca para no cerrar el albergue. Las
carencias materiales son grandes, y hace falta todo, desde comida hasta
artículos de aseo. Lo que sí sobra son las ganas por ayudar a los
pacientes que, incluso, han sido olvidados por la familia. Galo Robalino,
un joven que brinda soporte espiritual a los enfermos, afirma que la casa
es una obra de Dios y como tal sobrevivirá a las carencias que soporta en
el día a día.

En un principio el barrio rechazó a la Fundación, ubicada en la calle
Santa Marta 269 y San Carlos, Cotocollao. Mas al informarse de la tarea
altruista hoy existe tolerancia y respeto. A Eudes le apoyan tres médicos
voluntarios: Marcelo Chiriboga, Franklin Gavilánez y Vilma Jácome.

El ideal para los enfermos y para la Fundación, dice Robalino, es
construir una casa más amplia que brinde comodidades. En la actualidad
solo recibe a seis personas. Otros contagiados esperan el turno para
entrar; y, dada la estrechez de la casa, no existe un espacio definido
para las mujeres que portan el virus.

"Tenemos un sueño y muchas aspiraciones que creo van a ser realidad con
el apoyo de las personas solidarias y altruistas: construir una casa más
grande, con huertos, talleres de costura, carpintería y manualidades
porque la falta de actividad les deprime mucho y eso incide en su
recuperación". Robalino confía en que el Municipio de Quito y los gremios
de la construcción apoyarán esta idea. Por el momento van a elaborar
escobas en el pequeño jardín.

Robalino, quien en breve se convertirá en sacerdote de la orden de Eudes,
explica que el aumento de los casos de sida es tan grande que la
Fundación ha decidido emprender una campaña de prevención y educación en
los colegios de Quito.

"Nadie sabe el valor del amor y de la fidelidad hasta que el mundo se
viene abajo por la presencia silenciosa del VIH", dice uno de los
enfermos que reconoce una existencia anterior plena de diversión, bohemia
y toda clase de excesos. Él, un muchacho de ojos vidriosos y voz
temblorosa, reconoce que fue un heterosexual que ahora no se atreve a
compartir con ninguna chica por el temor a contagiarla. "Lo más terrible
es que el VIH te pega en algo tan hermoso y bello como la intimidad, el
sexo que tanto extraño". (Texto tomado de El Comercio)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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