Quito. 8nov 2001. (Editorial) El país debate, por más de tres semanas, la
conveniencia o inconveniencia de tal medida. Se argumentan razones
técnicas para demostrar la improcedencia de una decisión así, incluso se
le atribuye un sesgo regional, al señalar que este mecanismo constituye
un beneficio ilegítimo para unos cuantos empresarios, la mayoría
costeños, que, ejerciendo su poder económico o sus influencias políticas,
no quieren honrar ni pagar sus deudas como corresponde.

Es probable que más de un empresario tramposo, serrano o costeño, no
hubiera pagado sus deudas pudiendo hacerlo; que otros estén a la espera
de que finalmente se fijen reglas definitivas para comenzar a pagar; que
un buen número, a pesar de querer hacerlo, no ha podido, por no existir
contrapartida válida con la cual negociar, o no tener estos funcionarios
capacidad o autoridad suficiente para aprobar las propuestas de
reestructuración; y, finalmente, que algunos nunca podrán pagar. Que
estos procesos se repiten, igual que la sucretización en su época, que
constituyen un alivio para algunos que sobreendeudaron sus empresas, en
detrimento de aquellos que operaron con mayor prudencia, cautela y
esmero.

Algo de verdad puede haber en algunas de estas afirmaciones o reparos,
pero también es evidente que la debacle del sistema fue general, que se
originó con la aprobación de la nueva Ley de Instituciones Financieras en
1994, que luego, con la permisividad de autoridades de supervisión
bancaria de tres gobiernos diferentes, se alimentó y agravó la crisis
mucho más. La guerra del Cenepa y fenómenos naturales posteriores
contribuyeron significativamente a empeorar la situación, sin mencionar
que las altas tasas de interés y depreciación acelerada del sucre
convirtieron muchas de las deudas en cuentas impagables, y se terminó de
sepultar buena parte del sistema, durante el gobierno de Mahuad.

De 44 bancos que operaban en 1995, solo sobreviven 22; de una cartera
vencida promedio del sistema que nunca sobrepasó 6-7%, hoy es más del
35%, correspondiéndole a la banca estatal cerrada un índice de morosidad
superior al 85%. El Estado tiene cartera por recuperar en un monto
superior a $2 500 millones, y por devolver a depositantes otros $1 000
millones más. Es mucho más práctico y eficaz exigir verdaderas garantías
y dictar definitivamente medidas que hagan posible la mayor recuperación;
esta vez, la cobranza será real, en moneda dura, en dólares, sin
posibilidad de dilución.

Es posible que unos pocos se beneficien más allá de lo deseable, pero
esto es preferible a que sigamos en este proceso interminable de
desgaste, en el que el Estado y todos nosotros perdemos mucho más,
especialmente quienes todavía no recuperan sus ahorros o depósitos
indebidamente retenidos. Por ello, la reestructuración de deudas, para
justificarse, debe estar acompañada por un plan de pagos definitivo a los
depositantes, incluyendo los de Filanbanco. Es inoficioso seguir
esperando más, o pensar en crear nuevos organismos o autoridades de
recuperación; incluso se ha sugerido que se nombrara una compañía foránea
para que se hiciera cargo, reconociendo implícitamente nuestra
incapacidad para cobrar.

Lo importante es cerrar capítulos, es mucho más práctico cobrar lo que se
le debe al Estado, no importa si el plazo es de diez años, a seguir
esperando y no recuperar nada, como hasta hoy. La administración estatal
ha sido incompetente para administrar los bancos, para cobrar sus
acreencias y obviamente para supervisar el correcto funcionamiento de
todo el sistema.

E-mail: [email protected] (Diario Hoy)
EXPLORED
en Autor: Luis Villacrés - [email protected] Ciudad Quito

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