Quito. 2 dic 2001. (Editorial) Entre otras características, algunas
positivas, otras no demasiado, los ecuatorianos tenemos la particularidad
de ser profundamente contradictorios: somos desmedidos e inagotables en
nuestros elogios al país, y somos crueles e implacables en nuestras
críticas a nosotros mismos. El Ecuador es, en nuestros ojos, un país
rico, fértil, productivo y lleno de paisajes incomparables. Somos
inagotables en la admiración por sus playas, sus montañas, sus selvas,
sus mares, sus ríos y su clima. Pero, ¿y nosotros mismos?

A nosotros mismos nos vemos sin estima ni aprecio, implacablemente. Por
eso nos criticamos recíprocamente con dureza y desafecto: los gobernantes
son incapaces, los políticos mienten y roban, los empresarios explotan,
los trabajadores solamente son buenos para armar huelgas, los burócratas
son vagos y corrompidos, los campesinos son brutos y borrachos, los
policías trabajan de noche de ladrones, los militares viven pensando en
sus privilegios, los periodistas únicamente dicen lo que les conviene...
La lista es larga y feroz.

Sí, en lo personal los ecuatorianos tenemos índices paupérrimos de
confianza y autoestima: vivimos enamorados de nuestro país, pero
sobrevivimos en conflicto con su gente. Por eso repetimos con frecuencia
y deleite aquello de que, para equilibrar el don de este suelo ubérrimo,
de estos ríos caudalosos y de estos mares fecundos, Dios pobló al Ecuador
con... ecuatorianos.

¿No será, tal vez, que ni el Ecuador es tan rico y productivo como lo
vemos, ni nosotros tan poca cosa como nos sentimos? Al fin y al cabo,
muchos ecuatorianos se han levantado por encima de las limitaciones de
este país, han estudiado, se han superado, trabajan cada día con ahínco
y, con todo eso, se han destacado nítidamente en su profesión, dedicación
u oficio, aquí o en donde estén. No es en el fútbol, ciertamente, en el
único ámbito en que el Ecuador compite con éxito y suficiencia.

A pesar de su dureza y su tristeza, la emigración es un buen ejemplo de
que, al final de cuentas, no somos tan poca cosa como nosotros mismos nos
creemos: legiones de ecuatorianos (unos ochocientos mil, según los datos
preliminares del censo) han salido del país en busca de trabajo, sustento
y, sobre todo, porvenir. Y en las condiciones más difíciles, sin conocer
a nadie, sin papeles en regla y, a veces, sin siquiera saber el idioma
local, han conseguido trabajo, se ganan legítimamente su sustento,
ahorran, progresan y se han abierto un porvenir.

¿Qué pasó, entonces? Este país, al que creíamos maravilloso, una joya de
la Creación, les falló a cientos de miles de personas. Mientras tanto, su
gente, a la que creíamos ociosa e inútil, se abrió paso en otras tierras,
a pulso y sin ayuda de nadie. Y, desde donde estén, cada mes envían
decenas de millones de dólares que aquí nunca tuvieron. Y, por supuesto,
los emigrantes no son los únicos ejemplos de superación, progreso y
avance.

Curiosamente, sin embargo, hubo que esperar que la selección de fútbol
tuviera un éxito para que los ecuatorianos nos diéramos cuenta de que,
después de todo, no somos tan poca cosa como nosotros nos creíamos. Y el
"sí se puede" se volvió lema nacional. Pero, ¿qué es lo que sí se puede?
¿Ganar unos cuantos partidos de fútbol? Poca cosa. Parece, entonces, que
ahora que nuestra autoestima está en alza, que ya no nos sentimos
indignos del país que tenemos, es indispensable y urgente fijarle metas
al Ecuador, señalarle horizontes y avanzar hacia él, de manera que
termine para siempre esa contradicción absurda entre lo desmedido de
nuestros elogios al país y lo cruel de nuestra diaria crítica recíproca.
(Diario Hoy)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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