Quito. 28 nov 2001. (Editorial) El Gobierno pretende conocer mejor la
realidad del país. Saber cuántos vivimos en él. Si vivimos en familia
legalmente unida o de otros modos. De cuántos hijos consta la familia
media en las diferentes regiones del país.

Cómo y dónde vivimos: descubrir en números esa frágil estructura de la
convivencia de los tan variados techos. Saber si tenemos trabajo y cómo
enfrentamos la dura realidad. Y tantas otras cosas que es necesario
descubrir para poder pasar al juzgar y actuar propio de proyectos de
gobierno a corto, largo y mediano plazo.

El Censo es un costoso proceso, pero necesario. Hay preguntas que el
Censo no puede evaluar ni siquiera conocer. A la pregunta sobre la
familia, le faltan algunas sobre la calidad de nuestra vida familiar. Qué
grado de satisfacción y de unidad se da en ella. Qué tipo de familia
tenemos: piramidal, donde hay un patriarca de modelo tradicional o
moderno que impone la ley o una familia dialógica, en la que la
participación y el consenso comienza por la pareja, pero llega a todos
los familiares. Qué influencia tienen en los hogares jóvenes las
respectivas familias y clanes... Y tantas otras cuestiones que de verdad
nos permitirían saber si el país está sano en su núcleo básico.

Otro tema que no incluye el Censo es el medir el grado de satisfacción
con la situación del país y cómo vemos su rumbo en los próximos años.
Nadie nos puede pedir que expresemos el deseo de colaborar en la
democratización de la vida nacional. Nadie debe contestar en qué está
dispuesto a poner el empeño para que nuestra democracia formal,
democracia real para pocos, garantice las libertades de enseñanza, salud,
trabajo, techo, seguridad... para los más. Para todos.

Con el Censo podremos aproximarnos a saber el número y características de
los emigrantes, legales o no, que hacen disminuir el total de habitantes
por recintos, ciudades y provincias. Pero el Censo no da pie a los
sentimientos.

Esa dura realidad de los que sienten el vacío de meses y años de los
elementos más dinámicos de tantas familias. ¿Qué hacen allá? ¿Cómo viven?
¿Quién llena el vacío afectivo que dejaron acá, en esposas, maridos e
hijos, los que partieron? ¿Qué preocupa a esas familias? ¿Qué sabemos de
la fidelidad o de nuevos lazos entre los que están en el exterior o en
los que viven acá? Los emigrantes ¿continúan amando al Ecuador y están
dispuestos a volver? ¿Cuántos adoptaron ya otra ciudadanía? ¿Qué
exportación de talentos y de real empobrecimiento intelectual estamos
sufriendo? Patriotismo concreto, satisfacción con el rumbo del presente,
esperanza en el porvenir.

Buenas preguntas para comentar en la casa ¿no es cierto? Hay una cuestión
que tampoco es constitucional el preguntar: se trata de nuestra identidad
religiosa. Quién es nuestro Dios, el referente y valor supremo de nuestra
vida. ¿Cómo nos sentimos relacionados con él, en el caso que seamos
creyentes? ¿Hay unidad en la casa al respecto? ¿Es la nuestra una fe
diáfana, dadora de vida, o una rutina, un desencanto, o el camino hacia
la indiferencia? Y en momentos como los que vivimos, de múltiples
iglesias y credos, ¿tenemos sentimientos y actitudes de profundo respeto
por la identidad de los otros? El pluralismo que de hecho existe hoy ¿lo
vivimos desde una actitud ecuménica, de búsqueda de unidad en la fe y el
amor, o de enfrentamiento y rivalidad? ¿Desde el fanatismo?

Siempre hay preguntas que nos ayudan a ver mejor. Tal vez estas sirvan
para un interesante diálogo en la casa.

E-mail: [email protected] (Diario Hoy)
EXPLORED
en Autor: Federico María Sanfelíu - Ciudad Quito

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