Quito. 15.11.94. En 1992, Lee Kuan Yew, dirigente de Singapur
por muchos años y uno de los formuladores de políticas
económicas más exitoso del mundo, proclamó ante una audiencia
en Filipinas: "No creo que la democracia necesariamente
conduzca al desarrollo. Pienso que lo que un país tiene que
fomentar es la disciplina, más que la democracia. La
exuberancia de la democracia genera indisciplina y conductas
desordenadas que van en contra del desarrollo".

Varios dirigentes asiáticos están de acuerdo con este
planteamiento. Los no elegidos podrían, con alguna razón, ser
culpados de parcialidad. En cierto sentido resulta más
diciente el hecho de que algunos líderes que si han llegado al
poder como resultado de un proceso electoral han sostenido lo
mismo desde hace mucho tiempo, sin pretender con ello alabar a
los gobiernos autoritarios. Durante años, los políticos indios
adujeron que el lento crecimiento de su país era el precio que
debería pagar por la democracia, aunque valía la pena hacerlo.
Según decían, el tener que justificar las políticas ante un
electorado dificultaba la acción. (En 1991, sin embargo, la
India emprendió unas reformas económicas audaces; pero hagamos
caso omiso de eso). Ultimamente, el tema ha sido retomado por
numerosos analistas occidentales que reconocen el éxito de los
"tigres" de Asia del este -Corea del Sur, Taiwan, Singapur y
Hong Kong- como uno de los logros humanos más impresionantes
de los tiempos modernos. ¿Qué tenían en común estos países?
Una respuesta: en grados diversos, sus gobiernos no eran
democráticos.

DESPOTAS Y DEMOCRATAS

Existen razones económicas plausibles que explican el porqué
debe asociarse un "gobierno fuerte" con el éxito en materia
económica. Un estudio muy citado sobre Taiwan, realizado por
Robert Wade, del Instituto de Estudios sobre Desarrollo de la
Universidad de Sussex, afirma que el gobierno taiwanés pudo
intervenir inteligentemente en el manejo económico en parte
porque no estaba sometido a una presión popular que lo forzara
a intervenir de modo no inteligente. En lugar de conservar
empleos en industrias condenadas, pudo concentrar sus
esfuerzos en el diseño de políticas que impulsaran la creación
de nuevos empleos y generaran nueva riqueza.

Compárese luego a Asia del este con Europa oriental y con la
antigua Unión Soviética, en donde la democracia llego antes
que la reforma económica, lo cual -podría aducirse- ha
dificultado a los gobiernos la introducción de las políticas
requeridas para promover un crecimiento económico rápido. Ya
es casi un lugar común afirmar que la Unión Soviética obtuvo
sus reformas políticas y económicas en el orden equivocado, a
diferencia de China, con su política represiva y su próspera
economía.

Hasta cierto punto, el arraigo que estas ideas y ejemplos
están teniendo en parte de la opinión occidental no debe
sorprender. El autoritarismo ejerce una fuerte atracción
populista. Tal vez no haya libertad de expresión, pero los
trenes cumplen los horarios. Quienes ostentan una mayor
cultura política encuentran argumentos más sutiles para
convenir en que la democracia se opone a la eficiencia
económica. En términos generales, la izquierda considera que
los mercados son injustos; la democracia es buena precisamente
porque puede subordinar la eficiencia a la justicia. La
derecha, también en términos generales, percibe el mismo
esquema de modo diferente: la democracia a veces entraña
acciones, tales como la imposición de gravámenes punitivos,
que ocasionan perjuicios económicos e infringen libertades más
básicas que el derecho al voto. Pero unos y otros coinciden en
pensar que la democracia y el crecimiento económico entran en
conflicto: un consenso que debería sorprender, puesto que, de
acuerdo con la evidencia más obvia, esta idea es falsa.

Este artículo presenta una división de los sistemas políticos
del mundo en tres categorías. Clasifica a los países como
libres, parcialmente libres o no libres, según si tienen
elecciones libres y justas, protección de las libertades
civiles, legislaturas multipartidistas, una prensa sin
controles, etcétera. La distribución de los países ha variado
considerablemente en los últimos años. La democracia se ha
extendido por gran parte de América Latina y del antiguo
bloque soviético; varios de los "tigres asiáticos" se han
vuelto menos autoritarios; muchos otros países han visto
disminuidas sus libertades. Con todo, sigue siendo cierto que
casi todos los países más ricos del mundo son libres (lo cual
quiere decir, entre otras cosas, democráticos) y que la mayor
parte de los países más pobres no lo son. Un mapa que
clasificara a las naciones del mundo en "ricas", "de ingresos
medios" y "pobres" según el ingreso per cápita, no diferiría
mucho de este mapa político. En otras palabras, en el mundo,
la correlación entre libertad política y prosperidad económica
es bastante estrecha.

LOS RICOS DEMOCRATICOS

Esta correlación puede no significar mucho luego de un examen
más detallado, pero existe un punto en el que no hay lugar a
controversias. Resulta absurdo concluir a partir del éxito de
Asia del este, y de ese solo hecho, que los gobiernos no
democráticos son más convenientes para el desarrollo. A fin de
explicar el crecimiento de los países del este asiático, es
preciso identificar factores que dicha región comparte y que
no existen en otros lugares. El hecho de que los gobiernos de
los países de Asia del este no fueran democráticos no es
inusual. Esta condición era, y sigue siendo, corriente en gran
parte del Tercer Mundo. Si los dictadores enriquecieran a sus
naciones, Africa sería un coloso económico.

La correlación entre riqueza y democracia no debe exagerarse.
Por ejemplo, no prueba que la democracia promueve el
crecimiento. Podría suponerse que, a medida que la gente se
enriquece, una de las cosas que anhela es la democracia, y a
los gobiernos se les dificulta cada vez más negársela. Por lo
tanto, podría suceder que el crecimiento promoviera la
democracia, en lugar de ser al contrario. Así, no obstante la
correlación, es posible que un gobierno no democrático
emprenda (aunque no es suficiente por sí solo) un cambio
radical, como por ejemplo un cambio exitoso de la agricultura
a la industria o el paso de un sistema comunista de
planificación central a una economía de mercado. Y, en
términos más generales, podría seguir siendo cierto que la
democracia, una vez instaurada, inhibe el crecimiento.

Pero existe evidencia que sugiere que también estas ideas son
erróneas. En primer lugar, considérense las demandas de un
cambio económico radical. Un cambio tal suele empeorar la
suerte de algunos grupos, y con frecuencia agrava durante
algún tiempo la suerte de la población en general. Plantea un
enorme desafío a los gobiernos democráticos. Sin embargo,
representa un desafío igualmente grande para los gobiernos
autoritarios. Estos también necesitan contar con el apoyo de
determinados grupos (los sindicatos, por ejemplo, o el
Ejército) a fin de retener el poder. Por lo tanto, es difícil
determinar, en principio, cuáles formas de gobierno pueden
afrontar mejor las presiones del cambio económico. Es posible
que un gobierno autoritario fuerte sea más seguro y, por ende,
sea un reformador más efectivo que un gobierno democrático
débil, así como una democracia fuerte puede ser más segura que
un dictador débil. Pero las comparaciones individuales
resultan inútiles. Es mejor considerar un amplio espectro de
casos e intentar extraer unas lecciones generales.

Los estudiosos que han emprendido esta tarea les confieren a
los gobiernos democráticos un alto puntaje por efectividad en
la reforma económica. Un estudio reciente publicado por John
Williamson, del Instituto de Economía Internacional, examinó
13 casos de reforma audaz (por lo general liberalización
comercial radical y/o cambios drásticos en impuestos y gasto
público). La muestra incluye países ricos y pobres, y
regímenes democráticos y no democráticos.

En cuatro casos, los gobiernos "eran generalmente clasificados
como autoritarios" cuando se iniciaron las reformas: Chile en
1983, Indonesia en 1982, México en 1987 y Corea del Sur en
1979. El estudio consideró que todos estos programas
funcionaron: los cambios se introdujeron y consolidaron
exitosamente. El caso de Turquía (1980) es más complicado: un
gobierno democrático inició las reformas pero fue derrocado
por el Ejército, el cual dio paso a otro gobierno democrático
que las continuó. Este programa también tuvo éxito.

Seis de los gobiernos eran "claramente democráticos":
Australia en 1983, Colombia en 1989, Nueva Zelandia en 1984,
Polonia en 1990, Portugal en 1985 y España en 1982. Las
reformas realizadas en Polonia y España tuvieron un alcance
excepcional. Todos estos programas tuvieron éxito. En dos
casos, Brasil (1987) y Perú (1980), los gobiernos democráticos
no siguieron el curso de la reforma, pero en ambos países la
democracia acababa de ser restaurada en circunstancias
difíciles.

UN RESULTADO DECISIVO

Hay poco en ello que respalde el planteamiento según el cual,
en lo que respecta a emprender programas de reforma, los
gobiernos democráticos son peores que los que no lo son.
También vale la pena observar que, en todos los casos, salvo
el chileno, los reformadores autoritarios exitosos estaban
abordando problemas que ellos mismos o sus predecesores -
también autoritarios- habían contribuido a crear; y que los
reformadores democráticos exitosos más radicales, Polonia y
España, estaban afrontando problemas heredados de regímenes no
democráticos.

Eso en cuanto a la tesis de que la democracia y el cambio
económico radical no se combinan bien. ¿Y qué decir de la idea
según la cual la democracia, una vez instaurada, inhibe el
crecimiento? Este asunto ha sido muy analizado por politólogos
y menos (sorprendentemente) por los economistas. En términos
generales, sus investigaciones han sido poco concluyentes.
Según algunos estudios la democracia parece promover el
crecimiento, según otros parece retrasarlo; y, como regla
general, los resultados son inseguros en términos
estadísticos.

Sin embargo, un estudio reciente realizado por Surjit Bhalla,
ex funcionario del Banco Mundial, mejora la metodología
utilizada en trabajos anteriores. Se basa en una técnica
econométrica para probar la dirección de causalidad; por
ejemplo, pregunta explícitamente si la democracia afecta el
crecimiento o viceversa. Examina 90 países para el período
1973-1990, concentrándose no sólo en el crecimiento, el cual
mide de tres modos diferentes, sino también en otras dos
medidas de progreso económico: descenso en la tasa de
mortalidad infantil e incremento en la matrícula escolar
secundaria. Y distingue cuidadosamente entre diversos tipos de
libertad, un aspecto que reviste particular importancia.

India, por ejemplo, tiene una democracia real, que es un tipo
de libertad política. No obstante, su actuación en materia de
derechos civiles deja bastante que desear; y, por lo menos
hasta hace poco, imponía controles represivos sobre la
actividad económica. Casi todas las firmas requieren de
licencias gubernamentales para iniciar operaciones, dejar de
funcionar, cambiar precios o productos, vender a nuevos
clientes o reemplazar sus proveedores. Las investigaciones
anteriores tendían a ver en India una relación entre
crecimiento lento y libertad, pese a que, en algunos aspectos
cruciales, este país no era libre. De modo semejante, las
economías exitosas de Asia del este que alcanzaban un puntaje
alto en libertad económica pero uno bajo en libertad política
tendían a ser clasificadas como países en donde se relacionaba
el crecimiento rápido con regímenes autoritarios. Bhalla
separa las libertades económicas de las libertades civiles y
políticas, y mide su efecto independientemente.

En primer lugar viene un descubrimiento que no sorprende: la
libertad económica, medida según la magnitud de diversas
distorsiones de precios, promueve el crecimiento. El siguiente
descubrimiento es más interesante: las libertades civiles y
políticas tienen el mismo efecto. Si se clasifican los países
en una escala de siete puntos que van desde libre (Estados
Unidos es 1) hasta no libre (Irak es 7), la implicación es la
siguiente: si las demás condiciones son iguales, un
mejoramiento de un punto en libertad civil y política aumenta
el crecimiento anual per cápita en aproximadamente un punto
porcentual completo. En esta escala, desde luego, un punto
representa un cambio bastante grande. Con todo, el efecto
sobre el crecimiento es muy fuerte. Persiste en muchas
versiones diferentes del modelo utilizado por Bhalla y pasa
las pruebas estadísticas.

¿Cómo puede explicarse este resultado? Las democracias son
notoriamente susceptibles a las presiones de grupos de
interés: favorecen políticas, como por ejemplo el
proteccionismo comercial, que benefician a unos pocos a
expensas de la mayoría y reducen los ingresos en el agregado.
Las democracias también fomentan y tratan de satisfacer
demandas de alivio a la pobreza y otras políticas de seguridad
social, todo lo cual exige el recaudo de impuestos a los
ricos. Por deseables que sean, estas políticas reducen los
incentivos de trabajo tanto de ricos como de pobres. Por lo
tanto, podría pensarse que la democracia frena la producción.
Sin embargo, es evidente que tiene el efecto contrario.

Es fácil entender por qué la libertad económica promueve el
crecimiento. La lección más clara que ha dejado el colapso del
comunismo es que, para que una economía prospere, es preciso
permitirle que se regule a sí misma espontáneamente en lo
fundamental, de acuerdo con los principios de la competencia y
el intercambio voluntario. En otras palabras, la mano
invisible funciona mejor que la bota visible. Pero queda un
interrogante: ¿por qué la libertad política aumenta los
beneficios económicos ya asegurados por la libertad
económica?. La respuesta podría ser que insta a las firmas y a
la gente a comportarse como si tales libertades fueran a
perdurar.

Durante siglos se ha argumentado que la seguridad de la
propiedad (protección contra robo, protección legal u otros)
es el fundamento para el progreso material. En efecto, el
concepto de libertad económica aborda la seguridad de la
propiedad en el presente, preguntando si los impuestos son no
confiscatorios, si los contratos se cumplen, si el comercio es
libre, etcétera. Pero las personas también necesitan saber que
estas libertades, cuando existen, no desaparecerán pronto.
Allí yace la ventaja decisiva que confiere la libertad
política, entendiendo por ésta la democracia y la dispersión
de poder político que ésta entraña.

Es posible que un dictador benévolo actúe correctamente en
materia de política económica; y si lo hace, su economía
crecerá más rápidamente. Pero no puede garantizar la
continuidad de las libertades creadas por estas políticas: en
parte porque las puede suspender en cualquier instante, y en
parte porque cuando muera o deje el cargo puede ser
reemplazado por un dictador menos benévolo. Desde luego, esto
no quiere decir que la democracia ofrece garantías a toda
prueba. Los gobiernos democráticos pueden ser derrocados y sus
constituciones pueden ser destruidas. Pero es plausible creer
que, con el paso del tiempo, la democracia afianza las
libertades económicas, haciéndolas más estables y creíbles. De
esta manera, la libertad política contribuye por derecho
propio al crecimiento económico.

GOBERNANTES Y GANADEROS

Mancur Olson, de la Universidad de Maryland, es uno de los
principales analistas de las debilidades económicas de los
gobiernos democráticos. En sus estudios, se refiere
extensamente a la economía de búsqueda de rentas, ganancias
gratuitas, lobbying y al potencial destructivo de la política
de grupos de interés. Sin embargo, también sostiene firmemente
que es mucho más probable que una democracia facilite el
crecimiento económico a largo plazo en comparación con una
dictadura, incluso si ésta es de tipo aparentemente benévolo.

Olson también considera que la seguridad de la propiedad está
más firmemente anclada en una democracia que en un gobierno
autocrático. Sostiene que el respeto por los derechos
individuales es un requisito indispensable para que exista una
democracia duradera, y afirma que se requiere ese mismo
respeto por exactamente los mismos derechos para que haya un
compromiso perdurable con la propiedad segura y el
cumplimiento de los contratos. Es por esto que los países
tienden o bien a tener simultáneamente democracia y seguridad
de propiedad, o bien a no tener ninguna de las dos. Dicho
esto, Olson prosigue su argumentación. A lo largo de la
historia, los déspotas han intentado quitarles a sus súbditos
el máximo posible de ingresos. Eso no significaba quitarles
todo, porque entonces los súbditos no tendrían ningún
aliciente para trabajar, y el gobernante se quedaría sin nada.
Un autócrata que busque elevar al máximo los ingresos impone
gravámenes a una tasa punitiva, mas no contraproducente.
Inclusive invierte en algunas áreas del bien común, como por
ejemplo protección contra los forajidos, a fin de alentar la
producción y mejorar con ello sus propios ingresos.

Por lo tanto, un gobierno semejante no es en realidad un
"estado depredatorio" (un que término que se utiliza con
frecuencia para describir a algunas dictaduras modernas del
Tercer Mundo). Un depredador mata y prosigue su camino. En vez
de ello, un déspota se parece más a un ganadero. El autócrata
sensato cuida a su ganado a fin de elevar su producción al
máximo. Es por ello que, pese a sus fallas, es mucho mejor que
la ausencia total de gobierno.

Con una mirada igualmente pragmática al analizar la
democracia, Olson pregunta qué tanto un líder democrático
comprador de votos aumentaría los impuestos en la economía
global a fin de recompensar a los electores que lo llevaron al
poder. La respuesta es: quizás bastante, pero lo más probable
es que menos de lo que lo haría el déspota que busca elevar
sus ingresos lo más posible. La razón es sencilla. Al déspota
no le importa el ingreso que le queda a sus súbditos, sólo le
interesa su propia tajada. A la mayoría demócrata le interesa
ambos: la tajada que se quita a todos con los impuestos y
luego se redistribuye entre la población, y sus propios
ingresos luego de pagar los impuestos. En este sentido, la
democracia es económicamente superior de dos maneras: el
producto de los impuestos se comparte con por lo menos una
parte de la ciudadanía, y se amortigua el incentivo de
apoderarse de lo máximo posible.

De acuerdo con esto, Olson y otros analistas perciben el
patrón centenario de crecimiento económico en Europa y en sus
antiguas colonias como íntimamente ligado al desarrollo
anterior de la democracia. Luego de la Revolución Gloriosa de
1688, los derechos de propiedad fueron más seguros en Gran
Bretaña, con una monarquía limitada y un poder judicial
independiente, que en otros lugares. Poco después, Gran
Bretaña fue el lugar en donde comenzó la Revolución
Industrial. En el mismo orden de ideas, otros trabajos han
puesto de relieve una fuerte correlación entre los gobiernos
absolutistas y el estancamiento económico en las ciudades
europeas en los siete siglos anteriores a 1800.

Todo esto puede parecer un tanto ajeno a los problemas de
reforma política y económica que hoy en día afrontan los
países en desarrollo. No lo es. La afirmación de que los
gobiernos autoritarios son mejores para el desarrollo tiene
fundamentos históricos, pero extrae evidencia sobre todo de
una región, Asia del este, y durante un período
comparativamente corto. De todos modos, dicha evidencia no es
muy persuasiva: es posible que el este asiático sea un caso
especial, pero no porque haya tenido gobernantes autoritarios.
Si se amplía la evidencia, tanto cronológica como
geográficamente, la afirmación se debilita aún más. Las
dictaduras que emprenden políticas económicas sabias pueden
lograr un crecimiento económico rápido; pero son inusuales y,
siendo dictaduras, carecerán de las fortalezas económicas de
una democracia estable. Lejos de inhibir el crecimiento, la
democracia lo promueve. (The Economist)

* TEXTO TOMADO DE REVISTA CASH INTERNACIONAL N§44. PP.28-44
EXPLORED
en Ciudad N/D

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