Quito. 7 feb 2002. (Editorial) Muerte de un joven de 17 años, orden de
prisión para otro que amenazó con arma de fuego a profesores y
estudiantes de un colegio, amenaza de destitución a jueces de tribunales
de menores, pedidos de reforma legal para que muchachos entre 14 y 17
años puedan ser juzgados por la justicia común (en contra de lo que
señala la Convención por los Derechos de la Niñez de la que Ecuador es
signatario), operativos para controlar la presencia de menores en las
calles durante la noche en por lo menos dos provincias, reunión de
rectores de colegios para evaluar la incidencia de las pandillas en las
instituciones: son hechos, numerosos para una sola semana. En todos
estos, de manera directa o indirecta, los actores principales son
jóvenes.

Al observar esta sucesión de hechos, se tiene la impresión que de
improviso, un grupo social, generacional, cultural, al que llamamos
jóvenes, quiere decirnos algo que como sociedad adulta no entendemos por
falta de capacidad, o no queremos entender. La primera respuesta de esta
sociedad adulta, que controla las instituciones, la política y los
medios, ha sido la de echar mano de la fuerza pública, el control y la
represión. Tengo dudas sobre la eficacia de estas medidas. En un comienzo
funcionan, pero lo cierto es que en poco tiempo se desgastan, si no van
acompañadas de una mejor comprensión de la naturaleza del problema y de
otras políticas, en cuyo diseño deben estar involucrados los mismos
jóvenes.

La pata coja de políticas unilaterales que descansan básicamente en la
represión y en el control es que tienden a fomentar y a consolidar la
exclusión social. En una sociedad tan profundamente concentradora de
privilegios como la ecuatoriana, hay jóvenes y jóvenes. Jóvenes armados
hasta los dientes, pero que están protegidos tras los vidrios oscuros de
un 4x4, o de un auto europeo. Son hijos de papá, tan violentos y
pendencieros como el matón más peligroso de la más peligrosa de las
pandillas: papá puede ser diputado, empresario, jefe de la Policía,
militar, ministro, juez, dirigente deportivo, etc. Esos jóvenes seguirán
su vida independientemente de las redadas, del endurecimiento de las
penas y de cualquier otra medida legal. Si algo es evidente en el Ecuador
es que la impunidad se distribuye de igual forma que la curva de los
ingresos y del poder. Mientras más poder e ingreso tienes, de mayor
impunidad gozas. Las excepciones confirman la regla. A estos se suman los
pandilleros que forman parte de mafias organizadas que también tienen
suficiente poder como para proteger a sus socios. El balance final será,
sin duda, que los detenidos, los juzgados serán aquellos que tienen saldo
rojo en la cuenta de ingresos y de poder.

Debemos abogar por una política con los jóvenes y hacia los jóvenes. Es
fácil decirlo, pero difícil ponerlo en práctica porque en buena medida
confiamos ciegamente en las bondades de la represión, especialmente
cuando no estamos dispuestos a escuchar. Sociedad de la improvisación, la
ecuatoriana no previó las consecuencias del cambio demográfico ya visible
desde los ochenta y también del cambio cultural, que la ha convertido en
una sociedad de jóvenes. Una política para jóvenes implica reconocer la
necesidad de construir diálogo con los jóvenes y para los jóvenes, crear
espacios de diálogo en que podamos escuchar sus puntos de vista sobre lo
que les interesa, sobre lo que critican, mucho tendrán que decir sobre el
sistema educativo, sobre sus sueños esperanzas. ¿Es posible hacerlo?

E-Mail: [email protected] (Diario Hoy)
EXPLORED
en Autor: Carlos Arcos - [email protected] Ciudad Quito

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