Quito. 25.05.93. Cruzamos con Pepe Lanusse la plaza de los
ponchos y entramos a un café que se llama Hard Rock donde nos
recibe un guagüito de unos cuatro años y cuando le preguntamos si
hay atención, él nos dice que sí pero solo para gringos.

­Qué bruto!, le digo a Pepe al salir del café con el rabo entre
las piernas, era de traer la máquina de fotos, seguro que ahí sí
creían que...

Hecho poncho volvemos a cruzar la plaza de los ponchos y un
otavaleño nos cierra el paso y nos dice jai mister, come here,
come to see my products, mientras extiende en nuestras narices un
tapiz.

-Allá no nos dan café porque no somos gringos -le digo- y aquí
usted nos trata como a gringos, ¿qué es lo que pasa? ¿Cómo es la
cosa?

La cosa es que Otavalo está cambiando vertiginosamente y que, en
plena época de crisis, se ha convertido en un reducto de auge y
de bonanza, donde lo imposible se torna verosímil.

El indígena que nos detuvo y que nos dijo jai mister se llama
Rafael Perugachi, aunque es más conocido como El Tigre. Heredó
de su padre la tradición de tejer bufandas, chales, ponchos y
pañoletas. Y, sobre todo, tapices, arte en el que él se
considera un maestro. Hace muchos años salió a Bogotá,
contratado para trabajar artesanías. Allí vivió tres años.
Regresó y fungió de guía turístico en Otavalo; en su contacto con
los extranjeros aprendió a hablar inglés y a entender alemán. Si
a esto se suma el quichua y el castellano, son cuatro los idiomas
en que Perugachi puede comunicarse. Su hija mayor se graduó de
química en Arizona; regresó a Otavalo y, como necesitaba plata
para instalar su laboratorio, formó un grupo de música con sus
otros tres hermanos y ahora toca con ellos en las calles de Nueva
York. Otro de los hijos de El Tigre viaja constantemente a
Italia, donde se vincula con otros músicos otavaleños hasta que
junta plata y regresa.

Tal parece que todos en Otavalo viajan. Y los que no, sueñan con
hacerlo. Y tal parece que todos en Otavalo hacen plata. Y los
que no...

...sueñan en hacerla. Como Matilde Terán, por ejemplo, una
indígena joven que con su marido, Alberto, ha puesto su almacén
de tejidos y recién está comenzando la dura tarea de abrir
mercados internacionales para exportar sus productos. Antes ella
tenía su puesto de venta en la calle y su esposo se dedicaba a
manejar un bus. Pero, en vista de que lo que ganaban apenas les
alcanzaba para mantener a sus dos hijos, un día se arriesgaron a
entrar de lleno en el comercio: hicieron a un amigo un préstamo
de 20 millones de sucres y se lanzaron a producir por su cuenta:
compran la lana en Ambato y se la dan a ocho operarias para que
tejan sacos, tapices, bolsos, bufandas. Y así, mientras van
pagando puntualmente sus deudas, van creciendo.

Claro que todavía no tienen, como Rafael Chisa, clientes en
Europa, Estados Unidos, Australia, Japón y Centro y Sud América.
Con sus 33 años de edad, él es uno de los más fuertes
exportadores otavaleños, con sus envíos de 1200 sacos semanales,
en cuya manufacturación emplea indirectamente a 540 personas. Es
un innovador: fue el primero que tinturó la lana para dar color y
variados diseños a los sacos, que antes eran solo de lana cruda.
Y aunque solo ha salido hasta San Andrés, Colombia, habla inglés
con cierta soltura y entiende francés. Ahora está ya cansado del
comercio y ha puesto sus ojos en el turismo; por eso está
construyéndose un hotel en el centro de Otavalo, que tendrá las
estrellas que deba tener.

Y como el hotel y los otros negocios aledaños le ocupan todo su
tiempo, ha encargado el manejo de sus negocio de exportación de
artesanías a un mestizo jovencito que ha estudiado dos años de
auditoría y que, sin embargo, lleva una trenza típicamente
indígena: Jovany Flores. Pilas (tanto escuchar aprendió solito
inglés y francés), dice que el mercado de sacos nunca se va a
acabar porque los gringos los usan durante la temporada y luego
los botan. Como él mismo es diseñador, conoce bien a sus
clientes: a los gringos les gustan los colores fuertes que no
combinan adecuadamente; los europeos, en cambio, buscan colores
tranquilos y armónicos, precisos, sobrios; el japones no se
contenta con nada y en todo encuentra imperfección, a pesar de lo
cual sigue comprando.

Exportar un saco cuesta 16 dólares y en el exterior, con flete e
impuestos, vale 23 dólares. En una tienda se encuentran desde
cincuenta para arriba. Sin embargo, Jovany dice que quienes
dañan el mercado internacional son los indígenas que viajan con
sus bultos y expenden los productos en las calles de las
metrópolis porque, además de que lo que ofrecen es de inferior
calidad, deprimen los precios por la necesidad inmediata que
tienen de conseguir dólares para su subsistencia.

Las ventas fuertes de sacos se hacen desde junio hasta febrero;
en abril y mayo se comercializan los productos de algodón, como
camisas y bolsos.

Con todo y esto, casi en cada cuadra de Otavalo hay una agencia
de viajes o una oficina de exportación. Y con todo y esto,
también, en Otavalo las calles están congestionadas de camionetas
nuevecitas con faros alógenos hasta en el techo y automóviles
último modelo de las marcas más sofisticadas. El vehículo es el
símbolo de estatus más evidente y alrededor suyo florece toda la
subcultura de las calcomanías, pinturas fosforescentes, llantas
con aros de magnesio y, sobre todo, equipos de música
potentísimos con parlantes que, a partir de las seis de la tarde,
dejan salir la música más estridente que rebota en todas las
esquinas de la ciudad. Quienes manejan a esas horas los autos
"full equipo" son los hijos púberes del nuevorriquismo otavaleño.

Unos hijos dedicados más a lucir lo que sus padres han ganado en
el comercio, que a preocuparse por su formación y el
mantenimiento de sus costumbres ancestrales. Algunos, lo único
que conservan como símbolo de su estirpe es la trenza y el
sombrero: el resto de su indumetaria es igual a la de cualquier
adolescente: blujin, camiseta con símbolos rock y zapatos
reebock.

Esta es una de las cosas que indigna a Washo Maldonado Cahuasquí,
quien hace diez años regresó a su tierra luego de vivir once años
en Uruguay y el Brasil. A los 14 años de edad salió a vender
artesanías, y se quedó. Tanto se quedó, que se casó con una
brasileña de quien ahora está separado. Con el fin de
revalorizar la cultura autóctona y limpiarla de tanta polución
externa, acaba de inaugurar un moderno centro de artes que se
llama Sisa (flor, en quichua) y que, totalmente diseñado por él,
tiene galería de arte, librería y sala de proyección de videos,
además de una estupenda cafetería en la que trabajan de meseros
una rubia, un negro y un mestizo. "Y conmigo, que soy indio,
están representadas todas las razas del Ecuador", dice riéndose.

"Cuando estamos fuera los otavaleños sentimos nostalgia y por eso
todos regresamos en busca de nuestra tierra, de nuestras
costumbres, de nuestra comida", dice Washo. "Y aunque nos llaman
los judíos de América, es la necesidad la que nos obliga a salir
para buscarnos la vida por medio de aquello en que más hábiles
somos: las artesanías y el comercio. Y la música".

Washo se muestra agradecido con la vida. Con solo tres años de
escuela primaria, sabe mucho más que cualquier universitario a
través de los más disímiles oficios que ha ejercido y que van
desde vender choclos en el mercado hasta obrero de la
construcción, pasando, obviamente, por tejedor.

Su amigo César, en cambio, se preocupa por la espiritualidad, por
el apego a la Paccha Mama, por un desarrollo humano equilibrado.
Y en busca de entender el por qué de la vida y sus complejidades,
viajó a la India después de estar en Europa algunos años y hasta
aprender a esquiar en Suiza. Regresó a Otavalo más místico y
confundido de lo que salió, pero se quedó con el vegetarianismo,
el respeto a la vida y la pasión por la ecología: ahora su lucha
está encaminada a defender el medio ambiente y a no dar de comer
a las grandes empresas. Se transporta en bicicleta y cuida un
vivero de árboles nativos con los que quiere reforestar la
ciudad, antes de que la encementen por completo. (1C)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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