Quito. 18.06.94. Mire usted lo que son las cosas. Nosotros
habíamos empatado con España dos a dos con un gol que yo hice
sobre la hora, esos goles que salen de suerte; el segundo partido
le habíamos ganado a Suecia tres a dos, ahí no más. Los
brasileños venían matando. Le habían marcado seis goles a los
suecos y otra media docena a los españoles. Cuando fuimos a la
final nadie dudaba de que ellos nos aplastarían. Tenían un cuadro
bárbaro, eran locales y el mundo entero esperaba que ganaran el
Mundial. Nosotros jugábamos, puede decirse, contra todo el mundo.

Eso, creo, debía darnos tranquilidad. Nuestra responsabilidad era
menor. Recuerdo que un dirigente uruguayo lo llamó a Oscar
Míguez, el centroforward del equipo, poco antes de salir a la
cancha, y le dijo que estuviéramos tranquilos, que los dirigentes
se conformaban si perdíamos nada más que por cuatro goles. Dijo
que con llegar a la final ya debíamos estar satisfechos y que se
trataba ahora de evitar el papelón, de no tragarse una goleada
muy grande.

Yo le escuché y eso me indignó. Le dije: "Si entramos vencidos
mejor no juguemos. Estoy seguro de que vamos a ganar este
partido. Y si no ganamos, tampoco vamos a perder por cuatro
goles".

Yo tenía 33 años y muchos internacionales en cima. Estaban listos
si creían que nos iban a pasar por arriba así no más. Los otros
muchachos del equipo eran jóvenes, sin mucha experiencia, pero
jugaban bien al fútbol. Además, poco antes habíamos jugado contra
los brasileros la copa Río Branco y les habíamos ganado 4 a 3 el
primer partido; después perdimos dos veces por uno a cero, pero
nos habíamos dado cuenta de que se les podía ganar. Ellos tienen
mucho miedo de jugar contra los uruguayos o contra los
argentinos.

Antes de salir a la cancha, el director técnico Juan López me
dijo, como siempre, que yo debía dirigir, ordenar el equipo
dentro de la cancha. Entonces, cuando íbamos para el túnel, les
dije a los muchachos: "Salgan tranquilos. No miren para arriba.
Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo".

Era un infierno. Cuando salimos a la cancha eran más de cien mil
personas silbando. Entonces nos fuimos hacia el mástil donde se
iban a izar las banderas. Cuando salió Brasil lo ovacionaron,
claro, pero después mientras tocaban los himnos, la gente
aplaudía. Entonces les dije a los muchachos: "vieron cómo nos
aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho".

Al juez no le di la mano. Nunca le di la mano a ningún árbitro.
Lo saludaba, sí, lo trataba con respeto, pero la mano nunca. No
hay que hacerse el simpático. Después la gente dice que uno va a
chupar las medias del que manda en el partido.

En el primer tiempo dominamos en buena parte nosotros, pero
después nos quedamos. Faltaba experiencia en muchos de los
muchachos. Nos perdimos tres goles hechos, de esos que no puede
errarlos nadie. Ellos también tuvieron algunas oportunidades,
pero yo me di cuenta de que la cosa no era tan brava. El asunto
era no dejarlos tomar el ritmo demoledor que tenían. Si
fracasábamos en eso, íbamos a tener delante una máquina y
entonces sí que estábamos listos. El primer tiempo terminó cero a
cero.

En el segundo tiempo salieron con todo. Ya era el equipo que
goleaba sin perdón. Yo pensé que si no los parábamos, nos iban a
llenar de goles. Empecé a marcar de cerca, a apretarlos, para
tratar de jugar de contragolpe. Creo que fue a los seis minutos
que nos metieron el gol. Parecía el principio del fin.

Le voy a contar algo que la gente no sabe. Todos vieron que yo
agarraba la pelota y me iba para el medio de la cancha despacio,
para enfriar. Lo que no saben es que yo iba a pedir un off-side,
porque el lineman había levantado la bandera y después la había
bajado antes de que ellos hicieran el gol. Yo sabía que el referí
no iba a atender el reclamo, pero era una oportunidad para parar
el partido y había que aprovecharla. Me fui despacito y por
primera vez miré para arriba, al enjambre de gente que festejaba
el gol. Los miré con bronca, lleno de bronca y los provoqué.
Tardé mucho en llegar al medio de la cancha. Cuando llegué, ya se
habían callado. Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles
y yo no la dejaba arrancar de nuevo. Entonces, en vez de poner la
pelota en el medio para moverla, lo llame al referí y pedí un
traductor. Mientras vino, le dije que había off-side y qué se yo,
habían pasado por lo menos ocho minutos. Las cosas que me decían
los brasileños. Estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador
me vino a escupir, pero yo, nada. Serio nomás.

Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no veían
ni su arco de furiosos que estaban; entonces todos nos dimos
cuenta de que podíamos ganar el partido.

¿Cómo conseguimos eso? Es que el jugador tiene que ser como el
artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo
y al público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe
que en una cancha extraña no lo van a aplaudir, por más que haga
buenas jugadas. Entonces tiene que imponerse de otra manera,
dominar al adversario, al; público y a sus mismos compañeros.
Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en
canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público y siempre
había salido sanito. Cómo me iba a achicar ese día en el
Maracaná, que tenía todas las seguridades. Ahí yo tenía que
dominar, porque tenía todas las facilidades y sabía que nadie
podía tocarme.

Cuando hicimos el segundo gol, que lo hizo Gigghia (el primero lo
convirtió Schiaffino), no lo podíamos creer. Campeones del mundo,
nosotros, que veníamos jugando tan mal. Al terminar el partido,
estábamos como locos. En Brasil había duelo. Los cajones de
cañitas voladoras flotaban en el mar. Era una desolación.

Esa noche fui con mi masajista a recorrer unos boliches para
tomar unos chopps y caímos en lo de un amigo. No teníamos un solo
cruzeiro y pedimos fiado. Nos fuimos a un rincón a tomar las
copas y desde allí mirábamos a la gente. Estaban llorando todos.
Parecía mentira; todo el mundo tenía lágrimas en los ojos. De
pronto veo entrar a un grandote que parecía desconsolado. Lloraba
como un chico y decía: "Obdulio nos ganó el partido" y lloraba
más. Yo lo miraba y me daba lástima. Ellos habían preparado el
carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo habíamos
arruinado. Según ese tipo, yo se lo había arruinado. Me sentía
mal. Me di cuenta de que estaba tan amargado como él. Hubiera
sido lindo ver ese carnaval, ver cómo la gente disfrutaba con una
cosa tan simple. Nosotros habíamos arruinado todo y no habíamos
ganado nada. Teníamos un título, pero ¿que era eso ante tanta
tristeza? Pensé en el Uruguay. Allí la gente estaría feliz. Pero
yo estaba ahí, en Río de Janeiro, en medio de tantas personas
infelices. Me acordé de mi saña cuando nos hicieron el gol, de mi
bronca, que ahora no era mía pero también me dolía.

El dueño del bar se acercó a nosotros con el grandote que
lloraba. Le dijo: "Sabe quién es éste? Es Obdulio". Yo pensé que
el tipo me iba a matar. Pero me miró, me dio un abrazo y siguió
llorando. Al rato me dijo: "Obdulio, ¿se vendría a tomar unas
copas con nosotros? queremos olvidar, ¿sabe?" cómo iba a decirle
que no. Estuvimos toda la noche chupando en los boliches. Yo
pensé: "Si tengo que morir esta noche, que sea". Pero acá estoy.

Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en
contra, si señor. No, no se asombre. Lo único que conseguimos al
ganar ese título fue darle lustre a los dirigentes de la
Asociación Uruguaya de Fútbol. Ellos se hicieron entregar
medallas de oro y a los jugadores les dieron unas de plata.
¿Usted cree que alguna vez se acordaron de festejar los títulos
de 1924, 1928, 1930 y 1950? nunca. Los jugadores que intervinimos
en aquellos campeonatos nos reunimos ahora por nuestra cuenta
todos los años el 18 de Julio, que es la fecha Patria. Lo
festejamos por nuestra cuenta. No queremos ni acordarnos de los
dirigentes.

Yo empecé a jugar al fútbol en serio por una casualidad. Eramos
doce hermanos, hijos de un vendedor de factura de cerdo. Siempre
fuimos muy pobres. Yo fui a la escuela tres años y tuve que
largar para ir a vender diarios, primero y después a lustrar
zapatos. Como lustrador sacaba seis pesos por mes en el años 32.
Un días me invitaron a jugar un partido de barrio. Allá encontré
a mi hermano que jugaba en el otro equipo. Al fin, cuando me
estaba cambiando para salir a jugar, apareció el titular del
equipo, que era el Tanque Amato, y no me pusieron. Entonces vino
mi hermano y me dijo si quería entrar para ellos. Como yo había
ido a jugar al fútbol, acepté. Ganamos y me quedé en el equipo.

Los muchachos me consiguieron un trabajo de albañil y yo me puse
muy contento. Empecé a jugar en un club que intervenía en el
campeonato de intermedia, que venía a ser como la primera B de
ascenso ahora. Parece que andaba bien, porque un día me avisaron
que me habían vendido al Wanderers por 200 pesos.

Sin preguntarme nada, me vendieron como si fuera una bolsa de
papas. Cuando me enteré fui a ver a los dirigentes del Wanderers
y les pregunté "¿Quién va a defender al club, el Deportivo
Juventud o yo?". Conseguí que me dieran los 200 pesos. Ese día me
compré de todo con esa plata. Cuando aparecí en casa de mi madre
no quería creer que me habían dado toda esa plata. Ella creía que
yo andaba en malos pasos.

Es que cuando uno se cría en la calle, tiene dos caminos: aprende
a defenderse con dignidad, como o hice yo porque tuve la
oportunidad, o se larga a cualquier cosa, como les pasa a otros
que no tienen una chance.

A mí me fue tan bien que, cuando subimos, no bajamos nunca más.
Debuté en el Wanderers contra River Plate y perdimos, pero
después le ganamos a Bella Vista. Por fin, en el estadio
Centenario jugamos contra Peñarol. Yo tenía enfrente nada menos
que a Sebastián Guzmán, el maestro. Ellos tenían un cuadrazo,
pero les ganamos 2 a 1. No me lo olvido jamás. Estuve cuatro años
en el Wanderers y en 1934 pasé a Peñarol por 16 mil pesos, una
cifra récord para el pase de un jugador. Me quedé para siempre en
Peñarol hasta 1955 que largué el fútbol.

Ahora estoy muy arrepentido de haber jugado. Si tuviera que hacer
mi vida de nuevo, ni miro una cancha. No, el fútbol está lleno de
miseria. Dirigentes, algunos jugadores, periodistas, todos están
metidos en el negocio sin importarles para nada la dignidad del
hombre. Yo siempre me lo tomé de la mejor manera. Cuando vinieron
a sobornarme, no me enojé ni los saqué a patadas ni los denuncié.
Les dije que no, que buscaran a otro con menos orgullo que yo.
Siempre me guié por la filosofía simple que aprendí en la calle,
allí se aprende todo; hay que vivir, cueste lo que cueste; vivir,
y a cambio de eso hay que dejar vivir.

Muchas cosas me dolieron. Los periodistas se metieron en mi vida
privada, me atacaron mucho durante la huelga de jugadores porque
ellos hacían el juego a los clubes. Yo decidí vivir mi vida y
rompí con ellos. Desde entonces me encapriché y me negué a salir
en las fotos que tomaban al equipo en la cancha. Cuando mis
compañeros me pedían que saliera, me ponía de costado y miraba
para otro lado. Una vez los cronistas hicieron un planteo a
Peñarol y el club me llamó para convencerme de que tenía que ser
amable y salir en las fotos. Entonces les pregunté: "¿Para que me
contrataron?

Para sacarme fotos o para jugar al fútbol?". Ahí se terminó el
incidente. No quise saber más nada con dirigentes ni con
periodistas que escriben lo que quieren los que mandan. (1B)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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