"MUERTO CAYO FEDERICO", por Francisco Vega Díaz*

Madrid. 23. 09. 90. Siendo yo director de hospitales del
ejército republicano de Andalucía, con sede en Baza (Granada),
a las órdenes del coronel Adolfo Prada, la jefatura de
transportes puso a mis órdenes, como conductor de automóvil, a
un joven de 25 a 30 años que acababa de ser puesto en libertad
por el SIM, tras haber estado unos meses detenido por
indocumentado y fugado de Granada (1937). Se llamaba Héctor,
pero no recuerdo sus apellidos; me queda, no obstante, una
ligera impresión en la memoria de que debía de tener
familiares o amigos en Huercal-Overa, porque, cada vez que
íbamos al hospitalillo allí instalado, me pedía autorización
para ir a almorzar con sus afines. Eficaz y leal, pronto
fraternizamos lo suficiente para que, a los dos o tres meses
de estar conmigo, y mientras almorzábamos juntos en Linares,
me relatara, en un rasgo de sinceridad, nada más y nada menos
que haber sido testigo presencial del asesinato de Federico
García Lorca.

Voy a reproducir su relato con tres advertencias previas.
Primera, que por no haber tomado notas de lo sucedido, a mis
83 años he olvidado muchos datos (fechas concretas, nombres de
personas y lugares, etcétera); expongo solamente, sin
silenciar nada, lo que en mi memoria perdura como reseñable.
Segunda, que en tiempo muy reciente anuncié algo de ello, por
carta, a un amigo y conocido biografiador de Lorca, y su
dubitativa respuesta me molestó un tanto y adopté la
resolución de transcribir yo lo que quería decirle. Tercera,
¿fue absolutamente verídico, en todos sus detalles, cuanto me
fue descrito? Yo entonces lo creí, tal era su verosimilitud.

El citado Héctor creo que era hijo de un taxista de Granada, y
también ejercía como tal. Su padre y él habían servido muchas
veces a los familiares de García Lorca y a éste, a Fernando de
los Ríos, a los doctores Otero y Duarte, al socialista Menoyo
(creo que ex alcalde de Granada) y hasta a Falla. Unicamente
cito a aquellos cuyos nombres yo también conocía. Un ilustre
médico de aquella capital, cardiólogo ya fallecido, me informó
en 1939 que en una parada de taxis, próxima a su casa, había
estado aparcando algún tiempo un taxista de pelo blanco al que
en los comienzos de la contienda le había desaparecido un
hijo, por lo que lo tuvieron en la cárcel unos meses,
sospechando que éste se había pasado a la zona roja con su
consentimiento.

Héctor me contó que el mismo día de la sublevación fueron
requisados y movilizados en Granada todos los taxis y coches
de alquiler. Bien avanzada la noche del 18 de agosto de 1936,
Héctor, que estaba movilizado y permanecía recostado en un
sofá de enea del Gobierno Civil, fue avisado con urgencia para
que bajara a hacer un servicio. Así lo hizo. El que dio la
orden, y a gritos, fue el propio gobernador; exactamente así
lo vio. Se puso al volante del coche y a toda rapidez
introdujeron en el mismo a una pareja de esposados, en camisa,
con dos falangistas y un guardia civil. En el acto salieron
hacia el sitio que le indicaron. Los falangistas subieron a
interior del coche con los presos, y el guardia se sentó junto
a Héctor, probablemente para vigilar su modo de conducir y
marcar la ruta que habrían de seguir; detrás de ellos salió
una camioneta en la que iban de ocho a diez personas; y en un
tercer automóvil, éste particular de alquien conocido, otras
cuatro o seis, dos de ellas toreros de Granada. Héctor no
pudo ver las caras de sus conducidos porque, cuando bajó, los
presos estaban ya en el coche y porque no veía en el espejo
retrovisor por la oscuridad de la noche. Tras algunas paradas
en dos grandes edificios, creo que ya en Viznar (uno de ellos
una antigua colonia infantil), llegaron al sitio que ya tenían
previsto e hicieron bajar a todos con violencia y prisas.
Empezaba a clarear muy poco a poco el día. Según Héctor, el
que vestía uniforme de la guardia civil era uno de los menos
mandones. Ya todos fuera de los coches y alumbrados por
linternas, Héctor reconoció con susto y sorpresa haber llevado
a Federico García Lorca, esposado con un hombre muy canoso y
muy cojo.

Don Federico

No se atrevió a saludar "a don Federico" -como él solía
llamarlo- por el terrorífico miedo que le entró -era la
primera vez que cumplía tal misión-; se hizo el disimulado,
pero estuvo a punto de llorar porque imaginaba lo que iba a
ocurrir. Durante todo el trayecto, desde Granada, había oído
los insultos de unos y las imploraciones y quejas de los otros
que iban dentro; el guardia civil no dijo ni pío. Las
falangistas llevan fusiles; el guardia civil, una gran pistola
que no usó en ningún momento. Nada más bajarse de los coches
empezaron a empujar a los detenidos para que anduvieran con
rapidez, hasta que, pocos metros más abajo, llegaron a unas
fosas hechas a diferentes niveles del terreno inclinado, y de
distinta profundidad. Héctor se quedó unos pasos atrás y,
horrorizado, tuvo que contemplar cómo Federico preguntaba
llorando y gritando qué había hecho para que le trataran así,
con otras frases reprochantes para algunos de aquellos
asesinos a quienes quizá había considerado tiempo antes como
amigos. A Federico le dieron un empujón que le hizo caer en
el interior de una fosa, arrastrando a su compañero esposado.
Se levantó; cuando estaba ayudando a levantarse a su inválido
compañero, dio un grito desgarrador que Héctor no entendió,
pero que pudo ser un reproche insultante para los persecutores
a juzgar por la reacción del que antes le empujara, un sujeto
con bigotín, quien, llamándole a gritos "maricón rojo",
bolchevique y otras cosas, blandió el fusil por el cañón y le
asestó un terrible culatazo en el cráneo que a Héctor sonó
como si le hubieran roto el hueso. Héctor se volvió espantado
hacia otro lado al verlos tirados en el suelo, y los dos
falangistas dispararon una larga serie de tiros a Federico,
mientras verbalmente y en plena exaltación se cagaban en todo
lo cagable, especialmente en la madre del poeta. Encima de
los fusilados todavía escupieron repetidas veces. ("Muerto
cayó Federico,/ sangre en la frente y plomo en las entrañas".
Ni que lo hubiera visto don Antonio, pues tenía la frente y
los ojos envueltos en sangre).

A los demás los fusilaron a continuación por parejas; los
toreros fueron los dos siguientes. Héctor oyó algunos vivas a
la República y toda una variedad de reacciones personales.
Aquella noche mataron de 10 a 12 presos.

Héctor se sintió enfermo, se mareó, estando a punto de
desmayarse; vomitó sobre su propia ropa, y le entró una
indisposición de vientre que le obligó a retirarse unos metros
y hacer su deposición diarreica a la vista de alguno de los
matones, cuyo nombre me citó, que se rió de él diciéndole que
fuera preparándose, pues ya le llegarían día y hora. Tras
aquellas ejecuciones volvieron coches, conduciendo Héctor el
suyo con enorme nerviosismo, y fueron a una casa próxima (creo
que llamaba del Arzobispo o algo parecido) donde se bajaron y
entraron a tomar unas copas, sin duda para festejar los
crímenes. Los dos conductores de los automóviles - no el de
la camioneta- se quedaron fuera, y allí Héctor se enteró por
su compañero, ya con experiencia de esas noches, de que las
fosas eran cavadas durante el día por otros que acudían por
la mañana para enterrar los cadáveres de la noche anterior y
construir otras.

Viendo que el otro conductor se retiraba unos metros para
orinar, Héctor, que conocía bien aquella casa desde mucho
tiempo antes, vio una bicicleta apoyada en un cobertizo y, en
ella, sin pensarlo dos veces, salió huyendo por detrás de la
casa carretera adelante y por caminos diversos que él conocía
mejor que nadie, escondiéndose cuantas veces veía acercarse
faros de coche o gente; pronto cogió la ruta deseada hacia la
zona republicana. El día 20, y después de algunas
desviaciones por los campos y montes, llegó a Purullena,
pueblo de cuevas próximo a Guadix, donde un gitano, antiguo
buen amigo, le tuvo escondido varios días. Pero
desgraciadamente las tropas republicanas que vigilaban la zona
le detuvieron por indocumentado, cuando ya los amigos gitanos
le habían encontrado una documentación de afiliado a la CNT.
Encerrado en la cárcel de Guadix, durante las navidades de
1936, le trasladaron después a Baza para ser juzgado por el
SIM, que afortunadamente le dejó en libertad, colaborando en
su liberación el jefe del IX Cuerpo de Ejército, señor Menoyo,
que le conocía; pero, según Héctor me dijo, no le relató su
presencia en el asesinato por si acaso...

Lo hasta aquí relatado es cuanto sé y conozco del caso. Todo
lo que después he aprendido sobre la muerte de Federico
procede de lecturas, ninguna de las cuales me hizo tanta mella
como en su día el relato de Héctor. Comprendo, por otra
parte, todas las dudas habidas. Pero puedo informar sobre la
construcción de aquellas fosas, porque el dueño del hotel
España (situado a dos casas del casino), que bondadosamente me
escondió en 1939 hasta que me metieron en prisión, fue uno de
los desgraciados que por la mañana, con azadón y pala, echaban
tierra encima de los fusilados la noche anterior y construían
el que también habría de ser su ulterior eterno . Había sido
acusado de masón sin serlo. Me avergüenza no recordar ahora
su nombre y apellidos, que durante muchos años conservé con la
lógica gratitud en la memoria. En la primavera de 1939 era un
hombre de unos 40 años, de talla media tirando a grueso, y con
gafas.

Su esposa era morena y tenían una hija entonces adolescente.
A pesar de su propia experiencia, y de conocer antecedentes
personales, tuvo la extraña valentía de cobijarme en los días
más difíciles de mi vida, en la inmediata posguerra. Ni
siquiera sé si el hotel España existes todavía.

Razones del silencio

No quise dar antes publicidad ese relato por varios motivos,
entre ellos el deseo de no someter a los familiares de Lorca
al conocimiento detallado de la monstruosidad del evento; y
otro, que yo me comprometí por mi honor, ante el relator, a
guardar silencio público, que él mismo rompería cuando lo
considerara pertinente. Sólo cuatro personas tuvimos notivia
de esas cosas. Durante la guerra civil, mi ayudante R.
Herrera, que oyó parte del relato; el coronel Prada, con quien
yo convivía y al que secretamente lo conté por lealtad; y el
jefe del SIM, señor Arias (esto último lo doy por supuesto
ante su decisión de poner en libertad pronto a un detenido
indocumentado procedente y fugado de Granada y testigo de un
crimen histórico). Después de la guerra solamente lo conté,
hace cerca de un año, a mi buen amigo Luis Rosales, en casa
del doctor F. Tejerina. Estoy convencido de que ninguno de
ellos lo reveló. Cuando en un viaje de conferencias por
América contacté, en La Habana, con R. Herrera, que era
secretario de Hemingway, me dijo habérselo contado, pero éste
no lo publicó en parte alguna. Quizá sobreviva todavía alguno
de los falangistas que lo mataron, que entonces eran jóvenes,
para prolongado baldón de su memoria.

¿Qué habrá sido de aquel buen Héctor, que no podía borrar de
su memoria lo visto el 18 de agosto de 1936 a pesar de su
sucesivo encarcelamiento entre letrinas malolientes, y que, el
último día de la guerra en Baza, cuando yo no tenía ya mando
alguno y los franquistas campaban por sus respetos en la
ocupación del cuartel general y diciendo una misa en la plaza,
a las órdenes de un coronel Redondo -creo que de caballería y
muy parecido a Alfonso XIII-, tuvo el respetuoso pero tardío
gesto de pedirme permiso para escaparse a toda velocidad en
una ambulancia hacia Alicante? Todas las conjeturas son
posibles.

Más de medio siglo ha transcurrido desde que me hicieron ese
relato. Ya en mi vejez lo desembucho públicamente para más
completo enjuiciamiento del hiperalevoso crimen. "Que fue en
Granada... - pobre Granada!-, en su Granada..." Por lo menos
me quedará, mientras viva, la satisfacción de no llevarme el
secreto al otro mundo. (EL PAIS). *Francisco Díaz Vega, de 83
años, es cardiólogo y escritor. (C-3).
EXPLORED
en Ciudad Madrid

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