MEMORIAS DE UN PEDRO QUE SE LLAMABA ISAIAS. Por Francisco
Febres Cordero

Quito. 12.10.92. La desgracia es que yo no haya podido escoger
ni el lugar ni la fecha de mi nacimiento. Creo que ahí está
el origen de todos mis males: vine al mundo antes de tiempo y
en el sitio equivocado. Por eso, todo lo que en mi vida
acaeció tiene el tufillo inequívoco del error.

¿Cómo no puede ser, por ejemplo, una tragedia el que la
medicina me haya atenaado entre sus garras? Y todo por seguir
los dictámenes de mi padre, que no quería que después de sus
días sus instrumentos terminaran arrumados en la parte más
oscura del traspatio, podridos por el óxido y el moho. Isaías
(por ese entonces todavía yo me llamaba así), me dijo en tono
conminatorio, sigue mis pasos. Y me lo dijo con tono tan
impositivo, que del miedo que me produjo su voz yo le respondí
que bueno, que los seguiría.

Y, entonces, aquí me tienen de médico, corriendo de un lado a
otro por los tenebrosos reductos asolados por las pestes, las
epidemias, poniendo emplastos, engordando sanguijuelas con la
sangre de los afiebrados, tratando las bubas de las víctimas
del mal francés, amputando brazos y piernas a los
sobrevivientes de las batallas, suturando las cuencas de los
ojos reventados por los espadazos, probando las orinas de las
vírgenes y de los viejos gotosos, cosiendo hímenes e
inventando pócimas contra el escorbuto.

Aquí me tienen, después de haber estado proscrito y perseguido
por el hecho de haber nacido en Madrid. Bueno, más que por
eso, por haberme llamado Isaías. Y, encima, Pérez. Con eso
las autoridades ni siquiera me exigían -como a los otros- que
me bajara el pantalón y les enseñara el prepucio para ver si
era judío. No dudaban. Y, además, estaba mi nariz que, no sé
por qué, me salió más ganchuda que a los demás miembros de mi
familia, mi hermana Martha incluida, quien en realidad es ñata
pero bastante bigotuda. Yo, en cambio, de bigote, nada. Algo
de barba sí, que me la dejo crecer desordenadamente, pero la
maldita se niega a brotar sobre mis labios. En cambio mi
hermana, ­eso es bigote! La envidio secretamente. Ella, por
su parte, sufre, llora y se atormenta por lo que considera un
defecto y yo una gracia. ­Pardiez, nadie está conforme con su
suerte! Ni mi madre. Ella no tiene ni bigote poblado ni
nariz ganchuda. Y así y todo, tampoco está contenta. En
realidad ni está contenta ni triste ni nada, aunque tiene
permanentemente una leve sonrisa apenas dibujada. Y yo lo sé
más que nadie, porque guardo su calavera en mi oscuro, húmedo
y lúgubre laboratorio donde paso horas enteras encerrado
elaborando alquimias. ­Madre! Sus huesos son mi inspiración
y me remontan a la belleza que debieron tener sus facciones
cuando sus pómulos estuvieron forrados por su carne
alabastrina. ­Madre! Murió al parirme, según me repite con
singular insistencia mi padre que, en el fondo, creo que no me
perdona que haya sido yo la causa de su vieja viudez (y
quizás, también, de su incapacidad como partero).

Mi padre es un ser pequeñito crao que, más que de cuerpo, de
alma. En la soledad de la noche, cuando desde mi catre me
pongo a meditar mirando el aljibe (nunca supe si el aljibe es
ese horificio que está en lo alto de la pared y permite la
entrada de la luz y el aire o si es la luz que despide la
vela, y como los árabes acaban de ser expulsados de España, he
perdido la esperanza de que alguien me lo explique), imagino,
digo, que la joroba que exhibe no es una deformación de sus
huesos, sino de su alma. Así de retorcida se la encuentro,
así de deformada. Es que ¿cómo un padre medianamente racional
pudo poner de nombre a su último hijo el de Isaías? Si me
hubiera puesto Benjamín, feo y todo, vaya y pase, que por algo
soy el postrer de la prole. ­Pero Isaías!

Tanto me atormentó mi nombre que tuve que cambiármelo a Pedro,
lo cual me obligó también a bautizarme cristianamente, momento
a partir del cual no solo que soy Pedro sino, además, marrano,
como nos conocen a los judíos conversos. ¿Puede darse
infelicidad más grande? El Pérez no me lo quité porque
calculo que ese apellido va a prestigiarse con los años, sobre
todo cuando aparezca en la escena don Benito Pérez y Galdós y
comience a contar sus episodios nacionales, o cuando mi
chustataranieto Simón Péres llegue a ser primer ministro de
Israel, o cuando, por fin, Dámaso Pérez Prado invente el
mambo.

¿Y qué iba a ser si no? ¿Qué me quedaba? A mi primo Isaac
Deza, por ejemplo, que se resistió al bautismo, se lo cargó la
Inquisición. Aunque, en verdad, no sé si se lo cargó por
judío o porque, siendo sastre, cortó mal el jubón (jubón, digo
y repito y pido que así lo lea la posteridad y no confundan
ese término con jabón, elemento del todo extraño a la cultura
europea que, como se huele, apesta a diantres) que le encargó
un noble terrateniente (lo cual es una redundancia porque, en
un alarde de erudición, diré que de los nueve millones de
habitantes que tiene lo que ya mismo pasa a ser España, el
1.65% de la población es de la nobleza y posee directa o
indirectamente el 97% del territorio de la península). Pues
bien, lo cierto es que se lo cargaron, le acusaron de
practicar los ritos judíos en secreto, de atesorar con codicia
enormes riquezas a base de préstamos usurarios, de descender
de la raza de los que mataron a Cristo y otras lindezas de ese
jaez; le pusieron en el potro donde le partieron todos los
huesos y luego le sentenciaron a la hoguera, sitio en el cual
murió en medio de grandes ayes.

Dentro del ejercicio de mi profesión tuve al principio
problemas porque -cuando todavía me llamaba Isaías- los
médicos judíos teníamos la fama de envenenar a nuestros
pacientes. Remontar ese sambenito me causó grandes esfuerzos.

No solo que no envenené a nadie sino que, por un azar, fui
llamado de urgencia para que atendiera al conde duque de
Alamares, que yacía postrado en su lecho con un cólico
miserere de causas desconocidas; al intentar hacer un
diagnóstico de su mal, averigüé que su cena tan solo había
consistido en algo extremadamente frugal para un hombre de su
condición: escabeche en salsa de ostras, lenguado en
almendras, empanadas de atún y palometa, guiso de faisán,
pernil de tocino, venado, turmas de carnero y huevos, todo
rematado con una generosa porción de manjar blanco y rociado
con abundante vino fino.

Luego de efectuarle una lavativa con flor de manzanilla
disuelta en agua, el conde duque se puso a cagar con desafuero
hasta sanar, lo cual me convirtió, de súbito, en hombre de su
confianza, tanto que con él partí en magna expedición a
reconquistar el Santo Sepulcro que estaba en poder de los
moros; a resultas de tal hazaña, regresé casi solo, pobre y
manco, a tal punto que ahora estoy dado a la tarea de aplicar
en mí la ciencia que antes usé para los otros.

Sin mi brazo me siento en incapacidad de seguir contando a la
posteridad mis desventuras ya que me duele con mucha dolencia
escribir con el muñón. (3D)



EXPLORED
en Ciudad N/D

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