MALVINAS - UNA VISITA QUE REVIVE RECUERDOS ENTERRADOS. Por
Leslie Dowd

Puerto Stanley. 17.06.92. Los verdaderos recuerdos, los que
habían quedado sepultados durante 10 años desde la Guerra de
Malvinas, comenzaron a brotar allí donde había visto al
muchacho con el crucifijo de marfil.

Este soldado argentino muerto pudo haber tenido 18 años, pero
parecía un niño en su uniforme al estilo del ejército
norteamericano, con un casco más grande que su cabeza.

En la mano tenía aferrado el pequeño crucifijo que
probablemente acariciara cuando una bala o proyectil o
bayoneta británica segó su vida, en la cruenta lucha de los
últimos días de la guerra.

De algún modo, el crucifijo confería realidad a la escena.
Pensar que existía una madre real que nunca volvería a ver a
su hijo me hizo saltar las lágrimas, algo que tres semanas de
combates terrestres con sus respectivos ataques aéreos,
explosiones de mortero y café agrio no habían logrado.

El regreso a las islas Malvinas, que había recorrido hace 10
años como reportero de Reuter junto con una unidad de
paracaidistas de elite conocidos como los Diablos Rojos, trajo
todo aquéllo vívidamente a mi memoria --enormes incomodidades
físicas, abruptas sacudidas emocionales ante la carnicería,
períodos de soledad y aburrimiento.

El archipiélago, que se encuentra en el Océano Atlántico,
junto al extremo sur del continente americano, es reclamado
por Argentina, que asegura que Gran Bretaña le quitó las islas
en 1833. Las Malvinas --Falklands para los británicos-- fueron
uno de los sitios del planeta habitados más tardíamente, pero
esas soledades ya desaparecieron. Hoy hay allí 100 kilómetros
de caminos y una gran base militar británica.

Casi todos tienen un Land Rover nuevo y un televisor --aunque
en él solo se pueden ver videos-- y el delicioso aire de
negligencia de la capital desapareció bajo una capa de
pintura.

Los muelles de madera podrida donde vi cantidad de soldados
argentinos derrotados, mugrientos y cansados embarcarse para
regresar a su hogar fueron reparados y hay un nuevo dique
flotante.

Pero las desarboladas colinas verde oliva, con sus extrañas
formaciones rocosas y su desnudez, son las mismas.
Sobrevolarlas evocó las peunurias de semanas vividas en
agujeros que teníamos que cavar nosotros mismos, en los que
inevitablemente se filtraban diez centímetros de agua. Todos
nos dejábamos las botas puestas en las bolsas de dormir con la
esperanza de que el calor del cuerpo las secara un poco.

Las tiendas que nos estaban reservadas yacían en el fondo del
Atlántico, en un barco llamado Atlantic Conveyor que fue
hundido por un misil Exocet.

Las noches de invierno en las Malvinas duran 16 horas, y no se
permitían luces por temor a los tiradores enemigos.
Consecuencia --imposible cocinar. De día se podía fundir la
nieve para preparar te en polvo.

Al volar sobre estas colinas 10 años después, reconocí el
lugar donde había visto a un soldado ciego conducido
gentilmente por un oficial, y recordé haber puesto un
cigarrillo en los labios de un fornido paracaidista herido. No
sé si sobrevivió.

Otra experiencia que había olvidado era el ansia de saqueo.
Recuerdo haber atravesado una planicie casi seguramente
sembrada de minas --todavía hay 113 campos minados en las
Malvinas-- para llegar hasta los restos de tres helicópteros
argentinos con el deseo de encontrar algo que pudiera comer,
que me diera abrigo o que me sirviera de recuerdo. Los
soldados hacían lo mismo.

Pero el viaje de seis semanas en el Canberra, un crucero de
línea requisado como transporte de tropas, había sido
entretenido. Algunas exposiciones militares resultaban
involuntariamente divertidas. Se nos enseñaba a destripar una
vaca y dormir en su vientre para evitar el frío y a usar un
cordel oculto en nuestro traje de fajina para estrangular a
nuestros captores si caíamos prisioneros.

La guerra terrestre, también, tuvo sus encantos, como el de
perderse en un helicóptero entre pronunciadas rías costeras
cubiertas de niebla y escuchar la pregunta del piloto;
'¿Tiene alguna idea de dónde estamos, señor?'.

Hoy las Malvinas ostentan una moderna base aérea con una pista
completa, muy diferente del viejo aeropuerto de Stanley que al
término de la guerra era un cúmulo de destrucción, con la
torre de control reducida a escombros y aviones argentinos
Pucará destrozados.

Por supuesto, ya no están las enormes pilas de armas
personales argentinas ni los misiles Exocet abandonados a la
vera del camino. Me había quedado con el revólver de un
oficial, con empuñadura de nácar, pero, temiendo que la aduana
británica lo encontrara eín mi equipaje, lo devolví.

En Stanley, la estación de policía ya no muestra señales del
misil disparado por un helicóptero británico que dejó su
interior a la vista. Los británicos pensaron equivocadamente
que allí estaban reunidos los generales argentinos.

Hace una década, atraído por la tranquilidad de la paz, jugué
con la idea de establecerme aquí, en lo que podía ser la
última comunidad decimonónica europea de criadores de ovejas
sobre la tierra.

Hoy, la broma es que tal vez muy pronto tengan que instalar
luces de tránsito en Ross Road, la calle principal. Para
lidiar con los semáforos, puedo seguir viviendo tranquilamente
en Londres.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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