Quito. 20 jul 97. Cada vez que me preguntan qué cosas del pasado
recuerdo con más intensidad, contesto con una involuntaria
paradoja: ``Lo que más recuerdo es lo que no he visto'.

Es la verdad: recuerdo lo que no he tenido, veo lo que no sé. Y
lo que más extraño (que es otra manera de nombrar lo que más
recuerdo) son, casi siempre, experiencias colectivas en las que
no estuve y que siguen conmoviendo todavía la imaginación de la
gente.

Son casi todas fiestas o tragedias de multitudes: la entrada de
Emiliano Zapata y sus campesinos en la ciudad de México, el
entierro del cantor de tangos Carlos Gardel en 1935, el de Evita
Perón en 1952, las revueltas que sucedieron al asesinato de Jorge
Eliecer Gaitán en Bogotá, la irrupción del Che Guevara y de Fidel
Castro en La Habana el primer día de 1959.

Sobre esas historias escribo. Nada se recuerda tan hondamente
como lo que no se pudo vivir. Por azar cayeron en mis manos
algunos archivos de 1934-35, cuando el mundo era otro. La voz
humana, que hasta entonces solo se podía conservar en unos
cilindros rígidos, empezaba a ser grabada en cintas flexibles que
cabían en el bolsillo.

En Canadá nacieron las quintillizas Dionne, que pesaban menos de
un kilo y que sobrevivieron a la infancia pero no a las desdichas
de la celebridad.

Las tenistas profesionales, que ese año llevaban faldas cortas
por primera vez, fueron protegidas del entusiasmo masculino en
Wimbledon con un sistema de radios en miniatura. El legado
pontificio Eugenio Pacelli, que sería Papa cinco años después,
repartió seis mil hostias de dos centímetros de diámetro en la
gran cruz que se alzaba frente al monumento de los españoles en
el bosque de Palermo, Buenos Aires.

Esas historias me sorprendieron, pero no sentí por ellas la menor
añoranza. Hay, sin embargo, un episodio que sucedió antes de que
yo naciera y que me hubiera gustado recordar: el vuelo del
dirigible Graf Zeppelin sobre las atónitas azoteas de Buenos
Aires y de Río de Janeiro.

El relato de ese vuelo regresó fugazmente a los diarios en mayo
de 1997, cuando se cumplieron sesenta años del incendio
inexplicable del Hindenburg en la base de Lakehurst, New Jersey,
y se acabó para siempre la ilusión de que el ser humano daría
vueltas al mundo en vehículos más livianos que el aire.

Hace algún tiempo vi partes del Graf Zeppelin en el museo del
Aire y el Espacio, de Washington. Las literas de dos pisos
copiaban las de los barcos alemanes, con altas ventanas que daban
al cielo abierto.

En el enorme comedor cabían unos cincuenta comensales, que debían
sentarse a las mesas vestidos de gala.

La distracción del largo viaje era caminar por los pasillos como
por las veredas de una plaza, contemplando a un lado el horizonte
de nubes e imaginando bajo los pies el vientre enorme del
dirigible, compuesto por células metálicas infladas con helio,
dentro de las cuales había miles de otras células llenas de
hidrógeno.

Sesenta años atrás, viajar en Zeppelin era el capricho supremo
de los millonarios. Cada pasaje entre Recife y Friesdrischafen
costaba mil dólares, el precio de un automóvil de lujo, y estaban
todos reservados con por lo menos seis meses de anticipación. Al
principio antes de que hubiera vuelos regulares desde Río, los
viajeros debían tomar el dirigible en Recife, al nordeste de
Brasil.

La travesía del océano empezaba al amanecer y duraba unas setenta
horas. Poco después de sobrevolar la isla Fernando de Noronha,
el capitán de la nave entregaba a cada pasajero un certificado
que celebraba el cruce del Ecuador. Rara vez se superaban los 215
metros de altura.

El Atlántico parecía interminable, pero los altavoces anunciaban
la inminencia de cada paisaje nuevo. Pasaban junto a la boca del
volcán Pico da Coroa en las islas de Cabo Verde, sobre los
minaretes de Mogador, Casablanca y Tánger, atravesaban Gibraltar
y esperaban en Almería el tercer amanecer para contemplar de
cerca las siluetas aéreas de Cartagena, Valencia y Barcelona, en
España.

Aunque en las colas del dirigible se desplegaban las cruces
svasticas del Tercer Reich, nadie renunciaba al viaje por eso.
Los desmanes del nazismo eran aún ``respetables esfuerzos
patrióticos', y las deportaciones de judíos o las confiscaciones
de bienes parecían tragedias pasajeras. Ahora parece inverosímil
que se pensara así, pero cuando se leen los diarios argentinos
y brasileños de aquellos tiempos se advierte con cuánta fuerza
los vientos de la historia soplaban en la dirección equivocada.

El piloto de los dirigibles, Hugo Eckener que detestaba a los
nazis, dicho sea de paso, era en 1934 una celebridad tan venerada
como Einstein o Madame Curie. Cuando apareció en el cielo de
Buenos Aires al timón del Graf Zeppelin, el domingo 30 de junio
a las 8 de la mañana, suscitó un éxtasis que tardó semanas en
aplacarse.

Ese domingo, antes de que amaneciera, las azoteas y los balcones
altos de la capital argentina hervían de curiosos. Centenares de
automóviles quedaron atascados en Haedo, Caseros y Palomar al
oeste de la ciudad sin poder llegar al polígono preparado para
el descenso. Cuando el Zeppelin voló sobre la cúpula del
Congreso, miles de damas católicas, que salían de la Catedral,
se arrodillaron en la Avenida de Mayo y dieron gracias a Dios por
haberles permitido ver ese signo del progreso.

Los expertos predecían que el Zeppelin iba a ser insuperable en
los viajes transatlánticos, por ``su perfección técnica y su
innegable seguridad'.

Tanto se confiaba en la nave que La Nación, el diario más
importante de Buenos Aires, envió un año después a su mejor
reportero, el joven novelista Manuel Mujica Lainez, para que
observara en Friesdrischafen los últimos portentos que salían de
los hangares del doctor Eckener.

"No se crea que esta maravilla implica sacrificio alguno', se
leía en una de sus crónicas entusiastas. ``No hay ruido incómodo
de motores ni almuerzos rápidos en los pequeños hoteles del
Brasil ni escasez de higiene en el dirigible, donde cada
kilogramo de peso tiene una importancia fundamental para el
equilibrio de la aeronave. Nada de ello. Aquí se viaja tan
holgadamente como en el más agradable de los transatlánticos'.

Antes de tres años, sin embargo, esa felicidad se desvanecería
entre llamas.

El 6 de mayo de 1937, el Hindenburg, un dirigible mucho más
grande que el Graf Zeppelin, explotó en Lakehurst, New Jersey,
nadie sabe (ni aún ahora) por qué.

Los hangares de Friesdischafen fueron desmantelados. Los sueños
del pasado cayeron de un día para otro en el olvido. Eckener se
exilio: acabó sus días en 1954 como jefe de máquinas de la
fábrica Goodyear en Akron, Ohio. Quizá porque he querido siempre
recordar lo que no pude vivir, más de una vez me veo a mi mismo
a bordo del Graf Zeppelin, regresando a un Buenos Aires en el que
nunca estuve.

El pasado no se mueve de su sitio, Gardel sigue cantando en el
cine Real de la calle Esmeralda y las primeras cuadrillas de
albañiles empiezan a demoler la calle Corrientes.

La memoria es, al fin de cuentas, una cuestión de lenguaje. Así
empezó el mundo, con el Verbo, y tal vez así termine.
Copyright 1997 New York Times Special Features (DIARIO HOY) (P.
9-A)
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