Quito. 15.04.93. (Editorial) Para mí el petróleo y el agua no tenían nada
que ver. Solo cuando recorrí el campamento de la compañía City, en
Tarapoa, descubrí que sí tenían. No solo que el petróleo y el
agua salen juntos del fondo de la tierra, sino que con ellos
emana gas. Sus destinos, sin embargo, son distintos: el gas se
quema en los propios pozos; el petróleo se va por un tubo hacia
Esmeraldas donde lo refinan, y el agua se desliza hacia los ríos.

El problema está en que esa agua que marcha hacia los ríos lleva
residuos de petróleo que contaminan la naturaleza. Por eso los
ecologistas odian a los petroleros. Aunque no solo por eso,
claro, sino porque para acceder a cada pozo abren carreteras para
lo cual deforestan; además transforman el entorno, agreden la
naturaleza, modifican el habitat y la acaban de fregar cuando,
por errores mecánicos o humanos, derraman grandes cantidades de
crudo en la selva.

Por eso los petroleros, vistos desde la óptica de los
ecologistas, son malos. Vistos desde los economistas, en cambio,
son buenos porque generan la mayor cantidad de riqueza para el
país.

Sin embargo, al oír la explicación que me da el Netucho Dávalos,
gerente de la City, al pie de Fany (¿por qué será que los pozos y
los huracanes generalmente tienen nombre de mujer?), pienso que
los malos quieren ser buenos. El Netucho -un ser físicamente tan
enorme como una torre de perforación pero espiritualmente
profundo como un pozo y sensible como una Fany- me dice que la
intención de ellos es tratar de bajar al máximo los residuos de
crudo en el agua que va a los ríos. Para eso, la City,
consciente de su responsabilidad con el medio ambiente, desde
hace cinco años experimenta con procesos de decantación que le
han dado excelentes resultados. Además, está limpiando las
piscinas. La piscinas son en realidad unas grandes cochas negras
que se forman junto a los pozos, donde va a parar el agua
mezclada con el crudo.

La City, en su desesperada búsqueda de limpieza de las piscinas,
dio pábulo para que un ingeniero ecuatoriano, Germán Avila,
experimentara un invento suyo a base de un producto de origen
farmacéutico. Este producto se esparce sobre la capa de crudo,
se lo deja ahí por un tiempo y luego se lo remueve con
compresores especiales. Después se absorbe el crudo y se lo
lleva por tuberías hacia camiones de vacío. Y queda en la
piscina solo el agua que es tratada con nuevos químicos antes de
ir al río.

Tal es el éxito que ha tenido el ingeniero Avila con su método
inaugurado en la City, que ahora anda limpiando piscinas en
campamentos petroleros de México y Venezuela.

Aquí está una piscina sucia, me enseña el Netucho, y yo al verla
siento que mis ojos lloran lágrimas negras de contaminación, y
aquí está una ya limpia con el método Avila, me dice, y es como
si me hubiera puesto colirio en la niña porque lo que antes
estaba sucísimo ahora está transparente.

Y entonces le digo al Netucho que sí, que en realidad ahora me he
convencido que los malos quieren ser buenos.

Pero ­qué van a ser buenos!, me dicen después los ecologistas:
son malos. Si bien algunos se preocupan por contaminar lo menos
que pueden, de todos modos contaminan a lo bestia porque esa
agua que sale del fondo de la tierra está llena de sales y
minerales y, aunque vaya más o menos limpia de petróleo a los
ríos, es tóxica, tanto que al ser ingerida sus residuos nunca
pueden ser eliminados del organismo. La sola transparencia no es
señal de pureza: la composición química de esa agua es de tal
complejidad, que lo lógico sería que ella no fuera a los ríos
sino que volviera a ser inyectada por los pozos al fondo de la
tierra.

Y entonces yo, que ya creía que tenía aclarado el panorama,
siento que el dilema entre civilización y conservación me carcome
sin posibilidad de solución.

Al Cuyabeno

Hecho un nudo, prefiero aceptar la invitación de navegar por el
río Cuyabeno y deslumbrarme por la belleza de esa naturaleza
exuberante que se refleja en la superficie del agua como en un
espejo, hasta el extremo de que, en determinados parajes, uno
ignora si navega o flota porque si dirige la vista hacia abajo ve
exactamente lo mismo que si la dirigiera hacia arriba, aun con
las grandes mariposas azules que revolotean alrededor de la
canoa, intermitentemente. El tránsito por el río Cuyabeno es de
suyo una experiencia alucinante, un regreso a los orígenes, un
retroceso calidoscópico al útero de la Tierra.

De pronto, el río se retuerce sobre sí mismo en raras
circunvalaciones, respira honda y rítmicamente y, como
relajándose, comienza a ensancharse hasta convertirse en una
enorme laguna en la que los ruidos de animales rebotan en el agua
en un juego constante con las sombras sinuosas de los árboles.

De una laguna se pasa a otra y a otra y a otra. Hasta sumar 14.
Cada una de ellas, con su personalidad bien definida, con su
fauna y con su flora propias. Es un conjunto abigarrado de
diversidades: en una sola hectárea, por ejemplo, hay 450 especies
de árboles.

Si para un viajero desprevenido aquello es un paraíso, ¿qué no
será para aquellos jóvenes biólogos y botánicos que viven en el
campamento de la Universidad Católica, tratando de develar los
misterios de la naturaleza? Han clasificado más de 500 especies
de aves, 80 especies de anfibios, nueve especies de monos, 40
especies de pescados.

Hasta Humboldt erró

Con el Cuyabeno, hasta Humboldt se equivocó. El decía que el
bosque tropical es un ejemplo de estabilidad, a diferencia de los
sitios de cuatro estaciones que experimentan una sustancial
variación a lo largo del año. Pero en el Cuyabeno los cambios
entre la época seca y la lluviosa son aún mayores. En el verano,
las lagunas se secan hasta casi volverse desérticas: sobre ellas
crece la yerba y se pueblan de insectos. Los pescados migran.
Cuando comienzan las lluvias, los peces regresan a poner allá sus
huevos y las crías tienen abundante alimento con la yerba y los
insectos que dejó el verano.

De pronto, me sobresalta un ruido extraño, un grito sobrecodegor
que llena el ambiente. Es el mono aullador, me explican; su
garganta es una enorme caja de resonancia. Es un mono grande y
el único que se alimenta exclusivamente de hojas. Por eso es
vago: con solo estirar la mano su apetito está saciado y,
mientras lentamente digiere su alimento, puede dedicar su tiempo
a la holganza.

En cambio, la colonia de monos tití (tan chiquitos ellos que
caben en un puño) vive solo en dos o tres árboles.

Y está también la pava hedionda, un ave primitiva que conserva
ciertos rasgos de reptil: de pequeña tiene uñas en las alas con
las que se ayuda para trepar a los árboles. Como se alimenta de
hojas, éstas se fermentan en el buche y cuando se la mata para
comer, apesta.

Y hay aves migratorias, que llegan desde el norte de los Estados
Unidos para librarse del invierno gozando del calor del Cuyabeno.

Todo ahí es muy extraño. Por ejemplo, cierta especie de ave se
ha dedicado a comer solo la semilla que produce un tipo de planta
que, a su vez, produce esa semilla solo para esa ave, en un
proceso perfecto de coevolución.

Y están las serpientes. Y los delfines. Y los caimanes. Y los
manatíes. Y las pirañas. Todos con sus misterios, sus secretas
costumbres, sus hábitos inescrutables, sus conductas.

El hombre

Y está también el hombre.

Un hombre -secoya o siona- que ya no es el mismo. Que ha
cambiado por la influencia de los colonos. Y de la religión.

Ya no está más su vestimenta ni está su comunicación con sus
dioses a través de sus prácticas shamánicas, yajé mediante.
Ahora está el hombre del blujin y del motor fuera de borda.

En el 52 llegó el Instituto Linguístico de Verano. Un indio
siona, de los más influyentes en la comuna, vendió la gasolina de
los gringos a un traficante de pieles; cuando se descubrió la
trafacía, el gringo entregó al indio a los militares para que lo
sancionaran con trabajos forzados durante 15 días. Entonces los
sionas reaccionaron, se enemistaron con los gringos y la mayoría
se marchó hacia otro sitio.

Quedaron los secoyas, cuya cultura fue proscrita como cosa del
diablo, a nombre del evangelio y la civilización. Ellos fueron
luego a San Pablo, en el Aguarico.

Viven ahora en el Cuyabeno solo tres familias sionas: dos
Payaguave y una Criollo.

Como una enorme mancha espesa y negra, nuevos valores han ido
tapando los ancestrales. Los mitos se van perdiendo y, poco a
poco, el sonido de la radio va reemplazando la voz del viejo
shamán cuyo eco se difumina entre el ronco rugir de los
motores... (4A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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