Quito. 25.03.93. Camino por la calle Ambato, entre olores
rancios, seres marginales que se cruzan, pobreza y un tiempo
difuminado en la nostalgia de las casas viejas, de las
callejas estrechas y empedradas, de la picardía ahora
trasmutada en vileza, según el curso de los tiempos.

Con cada paso lento que doy van apareciendo en mi memoria los
extraños rostros de los locos que han ido poblando mi propia
vida. Asoma, en primer lugar, la Marraqueta, a la que mi mente
dio la forma de una mujer escuálida, convocada por la voz
amenazante de mi niñera, el instante en que ella necesitaba
que yo dejara de hacer travesuras o que comiera la sopa.
Llegaba también en la alta noche, entre los sudores fríos de
mis íntimos pavores, con su séquito de leprosos y fantasmas,
con solo fin de atormentarme, de causarme los mayores
padecimientos, los más cruentos dolores, los más afiebrados
delirios. Los fritos sordos que apenas lograba apagar la
almohada colocada contra mi boca, fueron las mejores pruebas
de que la Marraqueta iba dejando la huella de su paso por mi
espíritu.

Después, fue un innombrado mendigo, pequeñito, legañoso y
desdentado, que aparecía cualquier mañana por el vecindario
para, en un lenguaje incomprensible, pedir de casa en casa los
desperdicios acumulados, muchos de los cuales consumía en
nuestro delante sin preocuparse por el olor nauseabundo que
emanaban. Siempre creí que, como sanción a mis maldades, al
menor descuido iría yo también a parar en el fondo del costal
que cargaba a la espalda, donde ocultaba, por igual, los
detritus y los niños malcriados, según me lo había dictado mi
más íntimo pánico.

Después fue La Loca, una mujer signada solo con ese
calificativo, alrededor de la cual tejía los mayores horrores,
entre los cuales se hallaba su afición por arrancar de cuajo
el sexo a los niños que deambulaban solitarios por la calle.

¿Cuántos locos tenebrosos pasaron -real o imaginariamente- por
mi vida hasta que, como un bálsamo, me fue dable entrar en el
maravilloso mundo de La Torera, que redimió para siempre mis
horrores demenciales y me convirtió en un incondicional aliado
de los enajenados?

Los voy contando ahora morosamente, paso a paso, mientras me
acerco a la cita con el director del hospital psiquiátrico San
Lázaro. Pienso que antes no tenía un nombre tan pomposo, sino
otro mucho más simple y más directo: Manicomio. Más tenebroso,
también. Porque allí no estaban los enfermos, sino simplemente
los locos, que no eran enfermos ni nada, sino locos nomás. Sí:
los tiempos cambian.

El edificio se mantiene enhiesto, con esa digna vejez impuesta
por los siglos; como una señal de su elegancia añosa, muestra,
casi como un guiño, su frontispicio plateresco de inusual
belleza. Es una belleza distinta, como la de esa señora que me
recibe al entrar y con una sonrisa amplia me extiende la mano.
Yo se la aprieto fuerte y cálidamente y aprovecho para decirle
que busco al doctor Jorge Iñiguez, el director. Y ella se
vuelve a reír mientras me deja ver sus encías vacías y vuelve
a extenderme la mano y yo se la vuelvo a apretar pero ya no le
pregunto nada, porque entiendo su juego.

Un juego eterno, sin principio ni fin. Un juego sin matices.
Un juego sin trucos ni artificios. Un juego con unas reglas
impenetrables, que solo uno de los participantes pueden fijar.

Comienzo a caminar por los corredores que dan al patio central
y me quedo absorto ante la imponente belleza de la inmensa
casona. Voy midiendo con la vista el espesor de las paredes y
calculo que éstas, desde 1785 para acá, se irían ensanchando
de tanta miseria y tanto dolor que se les fue impregnando.

Lo construyeron los jesuitas como quinta de reposo. Después,
cuando en cumplimiento de la pragmática de Carlos III de la
Compañía de Jesús fue expulsada, ese enorme edificio de 13.000
metros cuadrados sirvió como cuartel. Cuando los jesuitas lo
recuperaron, el obispo de la diócesis, Blas Sobrino y Minayo,
y el presidente de la Audiencia, Juan José de Villalengua, lo
convirtieron en un albergue para mendigos, vagabundos,
huérfanos y enfermos.

"Acá venía a dar toda la escoria, todos aquellos seres humanos
a quienes sus congéneres despreciaban". me dice el Dr.
Iñiguez, a quien encuentro por fin tras mi loco, laberíntico
deambular por corredores, pasillos, cuartos, aposentos.

Imagino la suciedad de ese albergue en el de por sí lúgubre
tiempo colonial; imagino también la pestilencia que se
desprendería desde cada uno de los rincones de ese sitio, los
alaridos, las ratas engordadas de miserias, la oscuridad
tenebrosa de sus habitaciones, los gruesos barrotes de sus
ventanas, los calabozos de castigo para los furiosos, las
sogas con que se ataban a los epilépticos, las camisas de
fuerza y los helados baños en que se sumergía a cualquier hora
del día o de la noche a los violentos, para luego secar sus
cuerpos a garrotazos, como única manera conocida de amansar la
rebeldía.

LA POBREZA OBLIGA A REGRESAR A LA LOCURA

Hasta ya bien entrado el siglo XX, el atemperamiento de la
locura era feroz. No solo era una práctica común la de la
fuerza, sino también la utilización de técnicas sofisticadas
que iban surgiendo con el adelanto de la ciencia: durante un
largo lapso, a los pacientes se les inyectaba ampollas de
trementina que formaban en el cuerpo grandes y dolorosísimos
abscesos que les obligaban a mantenerse inmóviles.

La lucha para hacer de ese manicomio un hospital fue heroica.
Fue una lucha librada a favor del ser humano más desposeído,
de los parias, de los abandonados. Fue una lucha de la
ciencia. Y también del corazón.

Pero la tarea no ha acabado, dice el doctor Iñiguez. Ni
acabará, mientras la sociedad no asuma que en la locura ella
tiene también su parte.

Van los familiares y dejan en el hospital al enfermo, para
nunca más volverle a ver. Se pierden en el frenesí de sus
propias vidas, dejando atrás lo que para ellos constituye una
afrenta, una vergüenza. Y entonces el enfermo tiene en el
hospital su único refugio, su amparo, su morada. Si algún
momento sana y los médicos le dan de alta, comienza afuera su
real y más auténtica tragedia. Por eso se aferra a su
demencia, como un cordón umbilical que le une a la vida. A su
vida. A esa vida impenetrable, inescrutables, indescifrable.

Otros salen.

Y van donde los suyos.

Pero en el hogar, en la sociedad, son estigmatizados. En vez
de apoyo, encuentran rechazo, burla, escarnio.

Y por eso regresan también al hospital, a refugiarse en un
diálogo constante con sus únicos amigos: los demonios.

Los más tienen afuera el escollo de la pobreza. ¿Con qué
comprar una medicina? ¿Con qué sustentar sus necesidades
básicas? Y entonces la pobreza les obliga a regresar. Al
hospital.

Y a la locura.

Salgo.

Comienzo a caminar por la calle Ambato, de vuelta hacia la
cordura.

Y rebotan otra vez en mi memoria los locos a los que temí.
hasta que fui redimido por La Torera, que me enseñó a respetar
sus odios. A amar sus furias. Sus delirios. Sus lúcidas
visiones. Sus interminables silencios. Y sus cantos. A ella
-digo ahora- le debo el haber entendido que la cordura no es
solo patrimonio privativo de los cuerdos ni la locura es
patrimonio exclusivo de los locos.

Ahora, a la distancia, quiero lanzar mi grito de impotencia y
rabia. Sin embargo, me contengo: todavía estoy lejos de llegar
a tener la valentía, el coraje, la furiosa furia de los locos.
(1C)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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