A su regreso de las vacaciones de verano del año pasado, los críticos y jurados de premios literarios de Francia se encontraron con 800 nuevos títulos en su mesa de trabajo, 650 de los cuales eran novelas. Se trata solo de los premios más importantes, ya que se calcula que anualmente se entregan en Francia unos 2 000 premios. Ni siquiera esos, los importantes, están dotados con una suma considerable de dinero, pero el anuncio de las obras premiadas, en octubre y noviembre, hace que inmediatamente se vendan entre 50 mil y 60 mil ejemplares, lo que es apenas uno por cada 1 000 habitantes. Algunas de las obras de las que se enorgullece la literatura francesa han recibido esos galardones, pero nadie —tal vez algún librero— recuerda quién tuvo el premio Goncourt o el Renaudot el año pasado, menos aún quién el Fémina, el de la Academia, el Interallié o el Médicis hace dos años.
Una de las normas, no sé si escritas o establecidas en nombre de la equidad por la costumbre, hace que una editorial que recibió uno de esos premios el año anterior no puede, por extraordinaria que sea la obra publicada esta vez, volver a obtenerlo, lo que debe aliviar en parte el trabajo de selección de los jurados. De todos modos, cabe celebrar semejante producción literaria, aunque las editoriales no publican ni el 10% de las obras que los autores les proponen. A un crítico y periodista le alegraba esperar que, por lo menos, en algunas de esas 650 novelas se encontrara el acierto de la primera frase obtenido en algunas obras maestras, comenzando, claro está, con la casi centenariamente famosa "Longtemps, je me suis couché de bonne heure" —que en la hermosa versión de Pedro Salinas se convierte en "Mucho tiempo he estado acostándome temprano"— con que empieza En busca del tiempo perdido de Proust. (No cita, curiosamente, "¿Levantará Ching el mosquitero?" de La condición humana, de Malraux, ni, quizás por no ser francesa o por ser, en realidad, dos frases, "Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desgraciada presenta una índole peculiar", de Ana Karenina, de Tolstoi).
El carácter comercial de una empresa editora, que empaña a veces su hermosa complicidad con el autor, es enteramente visible con la práctica señalada más arriba: se trata de vender el mayor número posible de ejemplares y a ello contribuyen los jurados al dar con los premios "mayor salida" a algunas obras. Y un espaldarazo adicional: la mayoría de ellos son críticos literarios en los diarios y revistas más importantes. (Gracias a una publicidad bien orquestada, las editoriales forman un público dócil y maleable, a lo cual contribuyen los medios de comunicación, e imponen un tipo de literatura: en noviembre pasado, las únicas novelas latinoamericanas que se exhibían en las librerías de Nápoles y Salerno, e incluso en los supermercados, algo alejadas de los letreros de Marlboro light, Coca-cola light, Fast Food..., eran las de Paulo Coelho e Isabel Allende; unos meses antes fueron las de Luis Sepúlveda). Mas, como las prensas no paran y es preciso renovar el stock, en pocas semanas las obras premiadas son reemplazadas por otras, sin fama alguna adquirida de la noche a la mañana, que pronto desaparecerán a su vez: en el caso citado, desde fines de noviembre las vitrinas se llenan de libros caros, sean de arte o de cocina, bellamente impresos, objetos de regalo, anuncio temprano de la Navidad... El ciclo termina hacia enero cuando se destruye la edición, o lo que queda de ella, puesto que los depósitos o bodegas de las editoriales no tienen las paredes elásticas y siguen llegando millares de nuevos volúmenes.
¿Y, a todo esto, el escritor? Sabido es que, en cuanto tal, no existe mientras no sea editado, como si la edición, y no la escritura, fuera el verdadero parto, habida cuenta, además, de la imposibilidad de concebir otro hijo antes de que nazca el anterior. En otra etapa de su actividad, es legítimo que el autor aspire a un premio para así llegar al mayor número posible de interlocutores, porque solo los locos hablan solos. Pero, manipulada la literatura por editores, críticos y jurados, cabe pensar en algunos autores que escriben apuntando al premio, con la aspiración de convertirse en best seller, nombre que lo dice todo: textualmente, el que mejor se vende, no el mejor.
(A propósito de la última Feria del Libro de Francfurt —la más grande del mundo bajo techo— el periodista suizo Bertil Galland recordaba Libros raros (Bizarre Books, de Russel Ash y Brian Lake, Ed. Pavilion, Londres), catálogo o lista de títulos que se reedita cada año, donde se consignan algunos de aquellos que, siendo los más vendidos, hacen dudar de su calidad literaria. He aquí algunos: El grito de medianoche y los signos en plena iglesia del segundo regreso del esposo, El sexo después de la muerte, El gran problema de los órganos pequeños, La ginecología de oficina o Haga usted mismo su ataúd. Y otros, aparentemente científicos, seguramente serios, académicos: Las partes genitales del lombyliidae, de Oskar Theodor, de la Academia de Ciencias de Israel; Estudio paleolítico y paleoepidemiológico de la sífilis ósea de los cráneos del período Edo, de Takao Suzuki, para concluir con Qué hacen los conejos todo el día, de Judy Mastrangelo o La gran abertura: un año de la vida de una esposa total de Alice Whitman Leeds.
Pienso, sobre todo, en el principiante —no en el aficionado—, que necesita poner en palabras algo que viene doliéndole desde su barrio o su infancia, o sea desde su historia, o en aquel a quien Dios se le entró de golpe o se le salió del alma, pero que, por no estar dentro de la corriente de moda, la editorial rechaza (lo más probable es que ni siquiera conteste la carta tímida que acompaña a sus originales) porque sus asesores literarios o comerciales creen o saben que "no va a venderse bien". Pienso en el afortunado que, en el mejor de los casos, luego de haber acariciado la portada del primer ejemplar de su primer libro como la piel de una muchacha, ve que, después de unas semanas de exhibición de la obra en cuya escritura puso tanto sacrificio y esfuerzo, tanta esperanza también, la edición entera va a desaparecer en una trituradora o bajo la cuchilla de la guillotina, y ceder así el sitio —literalmente, en las estanterías y bodegas— a la de otro joven poeta o narrador que se desveló escribiendo la suya en su buhardilla. Algo como el matador que muere al dar la alternativa al novillero. Y solo una verdadera vocación, como una maldición o una condena, hará que vuelva a escribir, que intente nuevamente ser editado, pensando que tal vez esta vez...
Pienso también en aquel que no tuvo confianza o voluntad suficiente para transformarla en vocación, en el que, dudando de sí mismo, atribuye a la opinión de "los que saben" la valoración de su destino, y se dedica "mejor, a otra cosa" donde quizás le vaya mejor. Y se quedará, pese a cualquier hipotético triunfo, resentido con la suerte y con los demás que no le dejaron ser lo que quería. Porque nunca entendió la diferencia abismal que hay entre querer escribir y querer ser escritor.
Muchas veces traté de encontrar las razones que pudieron hacer que José de la Cuadra gritara: «¡Maldita sea la literatura!». Quizás estas, agravadas en el mundo de hoy, lo justifiquen.
EXPLORED
en Ciudad Quito

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