Quito. 9 feb 97. La toma de la embajada del Japón en Lima, que
hace veinte años hubiera sido otro acto reflejo de una época
violenta como lo eran entonces los golpes militares, las
guerrillas urbanas y los secuestros de aviones parece ahora una
escena de Sunset Boulevard: el pasado que cae, desorientado,
sobre las llanuras del presente.

¿Qué desesperaciones del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru
(o MRTA) pudieron haber desembocado en el asalto del 17 de
diciembre?

Las voces de los que están afuera, incluida la madre del primer
jefe de esa guerrilla, Víctor Polay Campos, se quejan de las
condiciones abominables a que estên sometidos los prisioneros.
Su hijo vive, dijo, desde abril de 1992, sepultado en una tumba
de cuatro metros cuadrados, durmiendo sobre una tarima de cemento
de cincuenta centímetros.

``Nuestros presos no reciben un trato humano', señala uno de los
posters que el MRTA ha desplegado en las ventanas de la embajada
japonesa.

Contra parecidas crueldades han protestado los padres de Lori
Berenson, la joven estudiante de Manhattan que llegó al Perú con
ilusiones redentoras y que ahora cumple una condena perpetua en
la cárcel de Puno.

``El fío es alli constante', denunció la madre. ``Las celdas
tienen solo rejas que dan a la intemperie. Las temperaturas bajan
a cero grado Celsius y los presos no tienen mantas suficientes
ni comida adecuada'.

Desde el principio de los tiempos, los débiles se han rebelado
contra la injusticia y la impiedad de los poderosos. Salvo en el
caso de Cristo o mucho después, en el de Gandhi, los seres
humanos no han encontrado otra respuesta que la violencia.

Pero en América Latina, al menos en esta última mitad del siglo,
la violencia ha llevado casi siempre a la derrota o a situaciones
de injusticia todavía peores. A menudo, la violencia nace de la
desesperación. La desesperación conduce al aislamiento y el
aislamiento a la ceguera: tal suele ser la lógica fatal de los
movimientos guerrilleros.

Cuando ese aislamiento se rompe y los rebeldes se ven forzados
a convivir con otros grupos humanos y a conocer otras miserias,
ven el mundo de diferente manera. La solidaridad les enseña que
no todo es blanco o negro. Esa transformación parece haber
sucedido ahora en Lima de un modo similar al que sucedió hace
dieciséis años en la embajada dominicana de Bogotá.

Las lecciones de la vida cotidiana son a menudo más convincentes
que las ametralladoras. Recuerdo con nitidez la historia de la
otra toma porque yo estaba allí, en Colombia, a mediados de marzo
de 1980.

Días antes, unos veinte militantes del M-19, un movimiento de
ideología imprecisa, cuyo nombre era un homenaje implícito al ex
dictador Gustavo Rojas Pinilla, habían invadido la embajada de
la República Dominicana durante una fiesta y habían tomado como
rehenes a los cuarenta invitados. Aquella historia y la de Lima
son simétricas, pero podrían terminar de distinta manera.

En Bogotá entrevisté a una emisaria de la Cruz Roja que dirigía
la entrega de provisiones a la casa tomada. ``Los rehenes viven
peor que en las prisiones contra las cuales se protesta', me
dijo. ``Forman fila durante horas ante los baños (que allí eran
cinco para sesenta personas), duermen en grupos de seis sobre un
mismo colchón, no pueden salir jamás a tomar aire o sol'.

El clima empezó a ablandarse cuando los embajadores cautivos
propusieron a los guerrilleros que se turnaran para lavar la ropa
y cocinar. De la comida en común se pasó a los turnos rigurosos
para usar la ducha. Todas las mañanas, poco antes de las seis,
el nuncio apostólico barría y lavaba los salones de la planta
baja y a las siete estaba listo para celebrar misa en una capilla
improvisada.

Las necesidades colectivas iban imponiendo rutinas; las rutinas
derivaron en solidaridad. El cautiverio de Bogotá duró casi dos
meses. Uno de los embajadores, el de Uruguay, aprovechó la
monotonía de las costumbres para urdir su fuga. Durante ocho días
durmió al pie de una ventana con los vidrios rotos, sin
amedrentarse por el inclemente frío de la meseta.

A la novena noche, cuando ya nadie se asombraba de verlo en ese
lugar, se escabulló. Los rehenes de Colombia mataban el tiempo
jugando al dominó, al ajedrez o a las cartas. Quienes les
mantenían el ánimo en alto eran el embajador de Venezuela,
Virgilio Lovera, y el de Estados Unidos, Diego Asencio. En Lima,
ahora, todos estarían sucumbiendo a la depresión si no fuera por
el cónsul argentino Juan Antonio Ibañez, que entretiene a sus
companeros de reclusión con destrezas de malabarista.

En el diario que el sociólogo peruano Francisco Sagasti llevó
durante su cautiverio de cuatro días en Lima y que publicó The
New York Times el 29 de diciembre, hay un inventario de las
estrategias imaginadas por cada rehén para dormir media hora más
o llegar al baño a tiempo.

Hay también un relato patético de los hombres aglomerados frente
a un pequeño aparato de televisión para ver un partido de fútbol
antes de que la electricidad fuera cortada.

En esa situación de extraneza, los hombres se desorientan y creen
que, poco a poco, van dejando de ser los que fueron. Cada quien
pierde la conciencia de su identidad. Para algunos, la situación
es todavía peor: suponen que ya nunca volverán a ser los mismos.
Y a veces tienen razón. Cuando el encierro dura demasiado tiempo,
la rutina va convirtiéndose en desesperación, en naufragio.

Hasta los guerrilleros empiezan a bajar la guardia. Nadie sabe
lo que puede pasar entonces. ¿La negociación, la violencia? En
Bogotá, los invasores de la embajada dominicana depusieron las
armas y poco después se incorporaron a la vida democrática a
través de un partido politico que logrÿ el veinte por ciento de
los votos en las elecciones para la Asamblea Constituyente de
1990.

En Lima, nadie se atreve a señalar cuál es la mejor salida.
¿Olvidar, perdonar, como acaba de suceder en Guatemala? Ese es
un precio demasiado alto que la historia siempre termina por
cobrar, se trate de quien se trate: de terroristas o de juntas
militares que tambien eligieron el terror.

¿Entrar en la embajada a sangre y fuego, como reclaman algunos
asesores del presidente Alberto Fujimori? Las heridas de la
violencia nunca cicatrizan con otras violencias y, en este caso,
el incendio podría arrastrar a decenas de inocentes.

Cuando las sinrazones entran por la ventana como sucedió en Lima
el 17 de diciembre es difícil que la razón consiga salir por la
puerta.

(Copyright 1997 New York Times Special Features) (DIARIO HOY) (P.
10-A)
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