El Ecuador está sorprendido por lo ocurrido con la Selección de fútbol el
miércoles pasado. De un lado están los que consideran que fue un fracaso
perder frente al brasileño Internacionale de Porto Alegre. De otro, están
quienes ven como un hecho positivo la pérdida, porque deja lecciones y
desalienta el falso entusiasmo.
Lo que no se justifica de ningún modo es que el folclorismo nacional
conduzca a la pérdida de disciplina y profesionalismo en la Tricolor. Ya
ocurrió cuando Jefferson Pérez ganó la medalla de oro olímpica: los
homenajes, los festejos, los agasajos y todo tipo de celebración ocuparon la
agenda del atleta seis meses después de su proeza. El resultado fue una baja
de su rendimiento, sin llegar al fracaso, pues obtuvo solo la medalla de
plata en el siguiente mundial de marcha.
Ahora, como son más de una docena los agasajados y el juego es colectivo,
los efectos se sienten en los encuentros previos a la cita mundial de Corea
y Japón.
Hay dos elementos de análisis en lo ocurrido el miércoles en mención: la
actuación del equipo y la respuesta del público. En lo primero, se notó que
hubo subestimación al equipo contrario desde la dirección técnica y la
plantilla de jugadores. Y a los cinco minutos todos ellos se dieron cuenta
que no era un conjunto que venía a divertirse sino a ganar.
Si la Selección está entre las 32 mejores del mundo, los ojos de sus rivales
directos y de la crítica general se posan en cada actuación. Es lógico. Por
tanto, no puede improvisarse cada presentación, tampoco practicar 24 horas
antes y en medio de todo aceptar agasajos y festejos que desconcentran al
más talentoso futbolista.
Luego de cada partido, además, se hace la evaluación general y los analistas
sacan sus conclusiones. Esta vez, la más común será que los jugadores
ecuatorianos realizaron un pésimo partido, en el cual las líneas de defensa
y ataque no supieron controlar a los brasileños.
En cuanto a la actuación del público, es por demás evidente que la Tricolor
apasiona, encanta y convoca a la afición. El miércoles era un día festivo y
al estadio Atahualpa llegaron padres e hijos como para una jornada de
fiesta. En los niños se nota una identificación muy fuerte con los
jugadores, los imitan, los buscan.
No importó pagar $5 por una entrada a general. Había que ver a la Selección
para despedirla y desearle suerte. Era la última vez que se vería en Quito a
ese conjunto mundialista. Los actos previos así lo demostraron: hubo
alegría, entusiasmo y satisfacción, por más que la lluvia amenazaba con
dañar el espectáculo.
Y luego vino el bochorno y la reacción imprevista: silbatinas y oles.
¿Estuvo bien tratar a su propia representación de ese modo? ¿Se justifica
que los fanáticos ofendan con gritos racistas a sus seleccionados? ¿Hay
madurez para aceptar una derrota?
Las respuestas pueden ser muchas pero hay un elemento común: el aficionado
paga por ver un espectáculo y espera salir satisfecho. Nadie esperaba una
derrota. Mucho menos si el rival no era un equipo del nivel mundialista. Y
más: cuando la Selección no acertaba en su juego se pifiaba, pero cuando
había oportunidad de gol alentaba con ganas. Eso no tomaron en cuentan
algunos jugadores.
En consecuencia, el cotejo del miércoles es aleccionador para las futuras
presentaciones de la Selección, pues hay que acabar con la fiesta de la
clasificación, ya estamos en el Mundial; y el director técnico tiene ahora
el tiempo para ajustar todo su plan y programa, incluyendo la disciplina de
los jugadores.
EXPLORED
en Ciudad QUITO

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