Quito. 21.02.95. El ambiente en el hospital de evacuación No. 63,
en Gualaquiza, se contraponía a la euforia con que Roque y yo
llegamos a esta ciudad, luego de admirar los paisajes más bellos
que, sin duda, se hallan en todo el trayecto hacia esta zona del
Oriente. Enseguida nuestro ánimo cambió, como si una mala curva
del camino nos hubiera precipitado a las profundidades del
abismo: se anunciaba la llegada de siete soldados ecuatorianos
heridos en combate.

Los veinte médicos se paseaban nerviosamente, mientras las
enfermeras limpiaban el ya limpísimo hospital y ordenaban -una y
otra vez- el instrumental quirúrgico que ya estaba ordenado de
antemano.

"Desde las seis de la mañana estamos a la espera del helicóptero
que traerá a los heridos", me dijo Santiago Iturrlade a quien
encontré -después de tantos años- con un uniforme de camuflaje
que, sin embargo, no lograba camuflar su principal misión en la
vida: la de curar.

Son las cinco de la tarde y el helicóptero no llega aún. ¿Habrá
logrado aterrizar en la Cueva de los Tayos para subir a los
heridos? ¿La niebla y la lluvia se lo habrán impedido? ¿Qué está
pasando?

Los médicos alzan la vista al cielo, tratando de escrutar con sus
ojos más allá de las nubes. Nada.

Después, alguien anuncia el rumor de una hélice. Se hace un
silencio de iglesia. "No -responde otro- es solo una avioneta".

"Lo terrible de todo esto -me dice Santiago- es que las armas de
guerra están concebidas para hacer el mayor daño posible; por eso
las heridas son tan difíciles de curar; además, las víctimas
llegan todas recubiertas de fango seco al que hay que limpiar
antes de iniciar cualquier operación".

Cada segundo pesa. De ahí que los médicos comiencen a especular
sobre el estado general en que podrían llegar sus pacientes.
Cruzan impresiones. Y cruzan también silencios. Unos silencios
largos, como aletargados con el cloroformo de la duda.

Y entonces veo, siento, que ellos son también unos héroes más, de
los tantos anónimos que hemos encontrado a lo largo de esta larga
travesía. Unos héroes que, en los sitios más apartados, velan por
los demás. Velan por la vida de los otros, a riesgo de su propia
vida.

Las heridas de la guerra no son solo físicas. Dejan también
profundas lastimaduras en el alma. "Hemos atendido -me cuenta el
Dr. Hernán Chávez- a varios soldados con sicosis. Son traumas que
dejan una experiencia tan intensa. Los soldados que salen del
frente rememoran esa vivencia con toda la intensidad, días
después".

En ningún sitio como en este hospital he sentido tanto la
presencia de la muerte. Y de la vida. Es una batalla sorda,
ciega, la que se libra en el interior de sus paredes.

El enigma sobre la suerte de los siete heridos sigue. Los médicos
nos invitan a los periodistas a una taza de café. Alguien suelta
una broma y después, como justificándose, dice: "Si no nos reímos
de alguna cosa, explotamos. La espera es la peor de la trampas".

Luego llega la noticia: los heridos fueron trasladados a Patuca,
en vista del mal tiempo.

Aquí parece que los periodistas, los médicos y los cinco mil
habitantes de la ciudad formaran una sola familia. Enseguida,
todos nos conocen y nosotros conocemos a todos.

¿Periodistas, no es cierto?, nos dijo la señora que nos sirvió el
almuerzo en un diminuto restaurante acogedor y limpiecito.
"Ustedes son los que nos han invadido durante todos estos días. Y
eso nos ha puesto más nerviosos: si vienen tantos, ha de ser
porque algo muy grave está pasando, decíamos".

Pero señora -le replico- buen negocio el que habrá hecho usted
con tantos clientes nuevos. Y ella se ríe. Termina confesando que
ha tenido que cocinar más de la cuenta y que por lo menos de la
parte económica no puede quejarse.

Y si ella ha juntado sus sucrecitos, también la muchacha de la
joyería, que ha podido despachar unos cuantos collares, aretes y
anillos elaborados con oro cuencano, "sobre todo a los
periodistas extranjeros, esos de Argentina, de Colombia, de
Chile, de Uruguay y a los gringos que han venido hasta de
Alemania". Como soy parte de la plaga, pregunto el precio de.
Pero enseguida me arrepiento: ya vendrá mejores tiempos para que
la Cata tenga un collar gualaquicense.

Y vendrán mejores tiempos, también, para que podamos gozar de
esta ciudadcita maravillosa, con los mejores ríos, con las
mejores playas.

"Y con la mejor gente", me dice, orgullosísimo, Lauro Samaniego,
el presidente del Concejo, que se hace lenguas contándome la
manera tan solidaria, tan heroica, con que la población ha
reaccionado ante la emergencia. "Imagínese que los alumnos de
los sextos cursos han sido los encargados de efectuar la
vigilancia nocturna; todas las madres de familia han cocinado
para los soldados y ningún empleado público ha descansado ni
sábados ni domingos".

Después, me cuenta que se ha decretado la ley seca, acatada hasta
por los periodistas, aunque enseguida retrocede ante mi
incredulidad: "Bueno, casi por todos", se corrige.

Y nos ofrece regalar unas puntas, pero para que nos las llevemos
a beber en Quito. "Así no oiré los insultos que me prodigarán si
no les gustan. Aunque les advierto que también son buenas para
frotarse y curarse de la artritis".

De lo que me curo es del ánimo, porque Juan Reece e Iván Granda
-que están aquí desde hace ocho días y dominan el panorama- me
han recomendado pedir ancas de rana en un restaurante de la
localidad.

¿Ancas de rana?, les vuelvo a preguntar.

­Ancas de rana!, me dicen a coro. ­Si Gualaquiza, en ciertos
aspectos, es como Nueva York!.

Son las sorpresas de la guerra, pienso, mientras espero la noche
que va envolviendo nerviosa, lenta, pesadamente este paisaje que
merece toda la luz. Y toda la paz.

COMO LE SACAMOS AL TENIENTE FLORES

Por Roque Espinosa

Testimonio del doctor Ignacio Cobos:

A eso de las ocho de la noche recibimos la orden de evacuar. Yo
me fui con el chofer de la ambulancia hasta Cóndor Mirador, por
disposición del mayor Cartagena. Me fui como estaba. Todavía con
los zapatos blancos. Llovía fuertísimo. Llegamos una hora y media
después. Como al herido no le habían evacuado, le pedí al coronel
Aguirre unos doce hombres para bajar a verle. Caminamos una hora
y 45 minutos por una trocha tortuosa, llena de árboles, raíces.
Desde abajo no se veía el cielo. Al teniente le encontramos a
unos 300 metros detrás de la línea de fuego. Era un cuadro
desgarrador. Esta tendido en el suelo y no podía moverse. Gritaba
como un león herido porque había pisado una mina. Inmediatamente
le di los primeros auxilios. Le inyecté analgésicos narcóticos a
base de morfina, que yo había llevado. Después de amarrarle a la
camilla regresamos. Eran las dos de la mañana cuando empezamos a
subir. La lluvia había aumentado. Más parecía castigo de los
peruanos. Como no se podía encender la linterna, nos alumbrábamos
con unas velas que los soldados tapaban con los cascos. Los de
adelante iban haciendo el camino con machetes. Avanzábamos casi a
ciegas, saltando trechos de hasta dos metros, enlodados hasta los
ojos. Cada cinco o diez minutos me acercaba al teniente para
comprobar sus signos vitales. El herido pedía agua a cada rato.
En esa subida los soldados se portaron demasiadamente valientes.
Ahí comprobé lo que son las tropas de nuestro ejército. No se
duerma mi teniente, le iba diciendo. No se duerma. Y mientras
avanzaban cargando la camilla gritaban ­ñeque, fuerza, metan el
hombro! Para darse valor hasta hacían chistes. Adelante había dos
costeños que no creo que dejaron de cargar la camilla ni un solo
instante. La subida fue interminable. Nos demoramos casi cuatro
horas. Al final fue lo peor, porque, como antes del mirador hay
un barranco, tuvimos que ponerle palos y pértigas para subirle.

Llegamos a las seis de la mañana. Yo me sentía cansado y
orgulloso, admirado de los soldados. Después de zafarle, le
subimos a la montaña y regresamos. Cuando nos despedimos, el
teniente Flores les regresó a ver a sus compañeros y les dijo:
"Para mí se acabó la guerra, pero ustedes sáquenles la mierda a
esos hijos de perra". Como los narcóticos dan efectos
secundarios, el teniente empezó a vomitar en la ambulancia.
Entonces tuve que sacarme la camisa y limpiarle. Así bajamos.
Apenas llegamos al hospital Miserior de Gualaquiza, le ingresamos
al quirófano porque el teniente estaba casi exagüe. Le amputamos
el tercio inferior de las piernas. En la operación participaron
los doctores Iturralde, Montaluisa, Pérez, Vargas, Vinueza. Todo
el personal estuvo a la altura. A las nueve, luego de aplicarle
seis unidades de sangre y 4.000 de lactate, le enviamos a Quito.
Ahí se recupera muy bien. Seguramente después de dos meses le
mandarán a los Estados Unidos para que le pongan las prótesis y
pueda volver a caminar. En todo esto lo que más me admira es el
valor de los soldados. Fíjese nomás que el sargento Villa, al que
le irieron en ese mismo combate y se quedó aquí en el hospital,
andaba deprimido. Para darle ánimos, un día yo le pregunté qué le
pasaba. Y él me contestó que andaba preocupado por sus
compañeros. Yo le dije que se olvidara. Entonces él me quedó
mirando y me respondió: "Yo entré con ellos y quería salir con
ellos. Ya me ve, estoy aquí metido". (5B)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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