LAS BISAGRAS DEL RESQUEMOR ETNICO Por Andrés Guerrero

Quito 24.03.91. (Cedime)1.- Fui en busca de documentos, como
historiador, y terminé de antropólogo. Me habían dicho: "vaya
al Registro Civil, es un edificio nuevo, en el tercer piso, a
la vuelta de la plaza principal de Otavalo". Buscaba papeles
viejos de la jefatura política del cantón y nunca imaginé que
viviría una escena que, con todas las modernizaciones del país
en el último cuarto de siglo, creía relegada al pasado o a la
pluma de Jorge Icaza. Pues sí, me tocó constatar, una vez
más, que en el Ecuador los arcaísmos no desaparecen por
dinámica propia, revelan más bien una escalofriante astucia
histórica: son capaces de actualizarse, cambian de piel, se
refuncionalizan.

Era un día sábado, día de matrimonios. En el zaguán y en las
escaleras de subida al tercer piso descubro un apiñamiento de
indígenas. Unos parados, otros sentados, ocupan las escaleras
y llenan los descansos; conversan animados, a voz baja, en
buena tradición andina, comen y beben; los guaguas corretean;
las actitudes son lúcidas, el ambiente de fiesta familiar. Me
deslizo como puedo, pero sin dar mayor importancia a la
multitud ni mirar quiénes son, de dónde vienen, lo que
esperan. Luego comprendería. En el tercer piso, una puerta
estrafalaria; tardo en comprender: la puerta está abierta pero
una mampara de madera clausura el paso. Hay una abertura en
la parte alta, una pequeña ventanilla. Numerosos otavaleños y
otavaleñas, todos indígenas, pretenden hacerse entender por
aquel inhóspito agujero. Del otro lado de la barrera, atiende
una empleada blanco-mestiza con obvia gestualidad de fastidio.
No bien consigo ubicarme frente a la ventanilla, aunque
siempre rígida, el tono de la voz de la empleada se dulcifica.
Infalible, como toda enraizada costumbre, una ancestral
percepción étnica y de clase (un habitus en jerga sociológica)
entra en funcionamiento, me evalúa y me otorga privilegios: se
abre una pequeña puerta en la mampara y me dejan pasar a una
oficina grande, con amplios ventanales y varios escritorios.
Accedo al despacho del señor jefe del registro civil, un
militar en retiro de traje obscuro, corbata y pañuelo en el
bolsillo del saco. El hombre es afable, razonador y
respetuoso de las jerarquías: que claro, que sin ningún
problema, que siendo investigador puedo buscar lo que quiera
entre los anaqueles de viejos papeles; además para nada
sirven: ahora todo está computarizado y las actas anteriores a
1900 caducas. Hasta me pone a disposición un ayudante. En
plena búsqueda de papeles, llaman a mi ayudante y le escucho
hablar corrido en quichua: conversa con las familias por la
ventanilla de la mampara. Regresa y me cuenta que su padre
fue teniente político, que aunque blanco, siempre todos
hablaron quichua en su casa, que sirve de traductor para las
parejas de comuneros que desean casarse pues "les cuesta
entender castilla". Caigo en cuenta de algo de por sí
evidente, una de esas relaciones coloniales desapercibidas por
lo generalizadas: "nuestro" Estado nacional necesita
traductores para entenderse con "sus" ciudadanos ecuatorianos
indígenas.

Termina la mañana. El jefe del registro se alegre de que
halle los papeles que busco. Pide disculpas por el estado de
la oficina: "imagínese, desde temprano por la mañana ya están
aquí, sentados en el zaguán, en las gradas; tomando y
comiendo. ¿Para qué vienen? Yo les tengo prohibido. Tuve
que poner esa mampara para que no se metieran hasta aquí,
rodeaban mi escritorio. Para casarse, al fin y al cabo, no
tienen que venir más que los novios y dos testigos. Pero no,
ahí están, con abuelos, abuelas, parientes, guaguas, toditos,
esperan horas". Mientras habla, destapa un frasco de colonia
que tiene sobre su escritorio y, sin desdoblarlo, saca el
pañuelo del bolsillo delantero del saco y lo empapa. Explica
el gesto: "es que, usted sabe, huelen tanto".

Viene a mi mente el recuerdo de algún matrimonio elegante
entre blancos, de esos en los que el jefe del registro civil
acude sonreído a la casa de los novios, donde toda la
parentela sanguínea y política llena la sala, comen y beben,
algunos se emborrachan.

LUCHABAN POR LA DIGNIDAD

Durante el levantamiento indígena del año pasado una de las
reivindicaciones, firmadas por la gobernadora de Cotopaxi
frente los 20 ó 30 mil indígenas reunidos en la plaza de El
Salto, fue contra el maltrato a los indígenas en las oficinas
estatales. Una comunera entrevistada explicaba que "luchaban
por la dignidad". La escena a la que asistí en Otavalo es, en
realidad, de lo más banal: se repite desde al menos el inicio
del Estado republicano, en el siglo pasado, hasta hoy en día.


Ocurre en todos aquellos puntos de contacto, lugares bisagra,
en los que el Estado ecuatoriano se articula por intermedio de
sus funcionarios blanco-mestizos con la población indígena.
Son lugares de producción del resquemor étnico, de la vejación
racista. No es para menos. Colóquese el lector en aquella
situación. Ya de por sí provoca indignación hacer colas desde
las cuatro o cinco de la mañana, bajo la matinal helada
andina, para sacar una cédula de identidad, para conseguir un
derecho ciudadano; indignante el comportamiento quemimportista
de los empleados; insoportables los trámites caóticos, etc...
En fin, todas aquellas vejaciones a las que nos somete el
Estado nacional. Añada a la fórmula un componente más: que le
traten como... a indio, comportamiento que no requiere
explicación en estas líneas pues todo buen ecuatoriano sabe y
ha visto (cuando no practicado) desde su más tierna infancia,
en su casa y en público, su contenido.

¿Dónde se origina esta situación?

Existe una respuesta lista y que, como tal, pertenece al
acervo de los lugares comunes de la discriminación étnica, a
una matriz de pensamiento andino. "­Ah, si nuestros indios
fueran cultos!". En cuanto a esto somos refinados,
conservamos acuñada una expresión directamente salida de las
discusiones entre el sacerdote B. de las Casas y el jurista
J.B. de Sepúlveda: hay que ser racional. Aquella discusión
del siglo XVI, en uno de sus puntos, versaba sobre si los
habitantes de América poseían o no la facultad de la razón;
vale decir si se los podía tratar o no como animales, si
podían ser esclavizados o no. Hoy en día es asunto de
cultura. Descodifico ahora las palabras, el comportamiento,
la percepción olfativa del amable jefe del Registro Civil: si
nuestros indígenas fueran "racionales" o "educados" o
"civilizados", si no "olieran" (sinónimos todos de la misma
estructura de pensamiento)... todo el problema es asunto de
"cultura". Explicación que remacha el eslabón de la
dominación étnica: para que no sean tratados como indios, en
palabra forjada por el historiador P.F. Cevallos, el Estado
tiene que desindializarlos. Hasta entonces se les trata como
lo que son, ­como a indios!

Las invocaciones a la "cultura", referida a las
transformaciones en las maneras genéricas de percibir y de
actuar de los grupos étnicos raciales, en el Ecuador, revelan
una voluntad de inercia del Estado y la población blanco
mestiza, la resistencia a todo cambio estructural.

LA AUTONOMíA DE CASARSE

Una vez en la calle, salido de aquella tensa situación,
permaneció rondando en mi cabeza todo el absurdo de la escena
que acababa de ver y vivir. ¿Por qué un matrimonio, ritual de
cohesión y proyección hacia el futuro, momento lúdico a la vez
que serio, debía convertirse en una prueba de vejación étnica?
¿Por qué los indígenas no pueden casarse según sus costumbres,
ante sus autoridades, en sus territorios? Nada tiene de
extraordinario esto. Al fin y al cabo no es ni más ni menos
que lo que hace toda pareja blanco mestiza ecuatoriana como
situación natural: se casa ante funcionarios blanco mestizos,
de acuerdo a la ley ecuatoriana, en las oficinas de su Estado,
cuando no en sus casas.

Supongamos que se reconozca a los presidentes de cabildo de
las comunidades indígenas, por ejemplo, la atribución de casar
y registrar en los libros los matrimonios de los comuneros,
siguiendo sus propias normas consuetudinarias. ¿Se crearía un
Estado paralelo? ¿Se rompería la unidad nacional? ¿Cree
usted, señor lector, en todas aquellas declaraciones hechas
con su característica prepotencia ni más ni menos que por
nuestro tan inteligente señor presidente Borja? De todas
maneras, un efecto es seguro: habría menos burocracia y
desaparecería la vejación étnica por parte del Estado.

Pues admírese el lector: aquello no es más que un ejemplo
pequeño, pero importante puesto que de la constitución de la
familia se trata, de "una autonomía étnica". (A-1).
EXPLORED
en Ciudad N/D

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