Quito. 21.11.93. Que la mujer ocupe un rol de sumisión y
dependencia frente al hombre es consecuencia de un proceso
histórico de dominación y no de ningún mandato de la naturaleza.
Y por lo mismo que su subordinación es un hecho generado
históricamente, puede ser también modificada en el transcurso del
tiempo.

Durante los tres siglos de vida colonial, el elemento que sentó
las bases para esa situación de inferioridad femenina fue la
propia legislación española, para la cual la mujer, inclusive la
adulta, era un ser incapaz, que requería de la constante tutela
de un hombre. Solo en situaciones excepcionales la ley reconocía
a la mujer una plena capacidad civil. Así, la soltera estaba
sometida a la autoridad del padre o a la tutela de su hermano
mayor u otro varón de la familia. Y la casada, si bien quedaba
liberada de la autoridad familiar, pasaba a depender de la
autoridad del esposo, tan absorbente como aquella. Unicamente la
viudez permitía a la mujer gozar de una plena capacidad legal y
emanciparse de toda autoridad o tutela varonil.

Este problema se planteó ya al momento de iniciarse la
colonización de América. Las mujeres casadas podían pasar
libremente de España a las Indias acompañando a sus esposos,
igual que las solteras junto a sus padres o tutores. En cuanto al
paso de mujeres viudas o solteras solas, una Real Cédula de
Fernando el Católico, de 18 de mayo de 1511, dejó al arbitrio de
los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla el que,
"vista su condición, provean lo que estimen más provechoso".

Pero, a partir de 1554, una Carta Real instruyó a dichos
oficiales que "sean obligadas las mujeres a dar información de su
limpieza, como los hombres y que no dejen pasar a ninguna sin
licencia expresa". Por fin, la Recopilación de 1680 estableció
tajantemente "que no pasen mujeres solteras sin licencia del
rey".

En lo particular, se prohibía el pase a Indias de las hijas y
nueras de los virreyes, de las mujeres extranjeras, de las
mujeres de vida airada y de las esposas, hijas y criadas de los
gitanos. Sin embargo, las propias necesidades de la colonización
determinaron que, en ciertas circunstancias, se permitiese el
paso libre de mujeres a ciertos territorios, como el virreinato
del Perú y las ciudades de Nombre de Dios y Panamá.

Las mujeres en la sociedad colonial

Probablemente, la mejor imagen de la sociedad colonial temprana
es la de una pirámide, cuya ancha y alta base estaba constituida
por los siervos indios y los esclavos negros, y cuya pequeña y
elevada cúpula estaba integrada por los propietarios blancos de
origen europeo; entre base y cúpula se situaba una franja social
pequeña y poco definida, integrada por mestizos y blancos pobres,
que culturalmente se identificaba con la cúpula pero
económicamente estaba integrada a la base social. Con el tiempo,
fue precisamente el crecimiento de esa franja social intermedia y
su progresiva autonomía cultural el fenómeno que marcó la
evolución de nuestra sociedad colonial y finalmente sentó las
bases políticas y sociales de nuestra emancipación.

¿Cuál era la situación de la mujer blanca en esa cerrada sociedad
estamental? Por razones étnicas, ella estaba ubicada en la cúpula
social o cerca de ella, lo que la colocaba por encima de la gran
masa de oprimidos, pero real y legalmente se hallaba en situación
de inferioridad frente al hombre de su propia clase, lo que la
convertía también en una oprimida, aunque no tuviese conciencia
de ello.

En las familias blancas, era común que las hijas mujeres
recibiesen una educación inferior a la de sus hermanos. Mientras
estos cursaban estudios regulares y muchas veces accedían a
estudios universitarios, la educación de aquellas se limitaba
normalmente a los conocimientos básicos, al aprendizaje de
labores domésticas y, cuando más, al aprendizaje de algún
instrumento musical o de danzas europeas.

En general, el destino de la mujer estaba marcado por la
perspectiva del matrimonio o de la vida religiosa. El matrimonio
no tenía el sentido de vinculación amorosa que hoy posee, sino un
significado distinto: normalmente se trataba de una alianza
política y económica entre familias de igual o similar situación
social, negociada directamente por los padres de los contrayentes
y muchas veces sin el conocimiento o consentimiento de estos.

Además, la misma presencia de la dote femenina (conjunto de
bienes o riquezas que el padre entregaba a su hija para hacerla
más atractiva a ojos de los pretendientes) marcaba la
inferioridad de la mujer y daba al matrimonio un inocultable
carácter de conveniencia.

La existencia de la dote determinaba también el número de hijas
de una familia que habían de casarse. Si el patrimonio familiar
era pequeño, no podía sustentar más que la dote de una hija, por
lo que las demás debían orientarse hacia la vida religiosa o
conformarse con una eterna soltería. En las familias ricas
existía la posibilidad de que fueran dotadas varias hijas,
excepto cuando se trataba de poderosas familias aristocráticas,
que habían fundado mayorazgo (institución por la que solo
heredaba el hijo mayor), buscando garantizar hacia el futuro su
preeminencia social.

En tal caso, también se dotaba a una sola hija, o cuando más a
dos, para evitar la erosión económica del mayorazgo; a su vez,
los hijos segundos excluidos del reparto se destinaban a la
jurisprudencia o al clero, mientras que las hijas no dotadas
profesaban en un convento para señoritas distinguidas, en donde
podían acceder con exclusividad a los cargos directivos.

Pero la santa madre Iglesia no estaba para convertirse en asilo
de hijas sin herencia, así que creó un sistema de dotes que
contribuyera a su propio enriquecimiento, bajo el pretexto de que
las profesantes, al volverse monjas, se convertían en "esposas
de Jesucristo"...

La protección de la mujer

Todo sistema patriarcal resulta en muchos aspectos opresivo para
las mujeres, pero esto tiene su contrapartida en el
proteccionismo que establece sobre ellas y en especial sobre
ciertas mujeres desvalidas o incapacitadas de valerse por sí
mismas.

El régimen colonial español, asentado en una legislación de
rasgos consuetudinarios, tuvo entre sus preocupaciones
precisamente esta acción tutelar, que estuvo integrada por las
siguientes medidas: La creación de colegios y casas de
recogimientos para niñas y mujeres, reforzada por la disposición
de la "Recopilación..." que disponía que las autoridades
investigasen "qué hijos o hijas y de españoles y mestizos hay en
sus distritos que anden perdidos y los hagan recoger..., y
provean que las mujeres sean puestas en casas virtuosas, donde
sirvan y aprendan buenas costumbres..." Los "entretenimientos" y
"ayudas de costa", beneficios económicos con que la autoridad
socorría a las mujeres y descendientes de los conquistadores. Las
normas tendientes a organizar el régimen legal de viudedades y
orfandades, para esposas e hijos de funcionarios públicos. Las
"mercedes" y "socorros" concedidos a las viudas e hijas de los
conquistadores.

En realidad, no se trató de cuerpos jurídicos protectivos, sino
más bien de disposiciones aisladas, dictadas para cada caso
particular, pero que revelan la voluntad tutelar del Estado. Las
únicas reglas de aplicación común fueron las referidas al
montepío militar, pensión que se otorgaba a toda viuda de
soldado, y al pasaje de vuelta a España, que era otorgado a las
viudas de militares que hubiesen estado de guarnición en América.
La viuda perdía el montepío y todo otro derecho de viudedad en
caso de contraer nuevas nupcias.

Respecto de las "mercedes" y "socorros", eran concedidas por la
corona según la situación de las solicitantes, los méritos y
servicios de sus padres o esposos y las disponibilidades de la
caja fiscal. Una de las mercedes más altas era el otorgamiento de
una encomienda (autorización para recibir los tributos de indios
de una jurisdicción por un tiempo determinado), o la autorización
para suceder en un cargo o encomienda al progenitor o esposo.

Empero, al casarse la mujer favorecida por Real Merced, la
titularidad del cargo o la encomienda pasaba a ser ejercida por
el marido, aunque estaba claro que la beneficiaria cierta era
ella y que, en caso de viudez, esta recuperaba sus plenos
derechos sobre la merced obtenida. En el caso de la Audiencia de
Quito, hubo varias mujeres que, por herencia o concesión directa,
poseyeron encomienda y se beneficiaron de ella.

Mujeres encomenderas de Quito

- Doña María de Salazar, hija del conquistador Rodrigo de Salazar
y esposa de Antón Diez, conquistador y encomendero de Tulcán,
Tanta, Cochasquí, Píllaro y Patate.

- Doña Ana de Sandoval, que heredó la encomienda de San Miguel de
Chimbo de su esposo, el conquistador Juan de Larrea y la
transmitió a su segundo esposo, el capitán Miguel Hernández de
Sandoval, quedando nuevamente en su poder a la muerte de éste.

- Doña Beatriz del Corral, que heredó de su marido, el noble
peruano don Cosme de Céspedes, las encomiendas de Yaruquí y
Santiago, y San Lorenzo de Chimbo.

- Doña Inés de Córdoba y Aguilera, viuda de un capitán general de
Chile, señora a quien el virrey del Perú marqués de Guadalcázar
otorgó por dos vidas la encomienda de Yaruquíes.

- Doña Isabel de Vergara, que heredó de su esposo, el
conquistador Juan de Padilla, la encomienda de Collahuazos y
Chultos, la misma que después poseyó doña Ana de Zúñiga, que la
heredó de su padre, el benemérito peruano Francisco Ramírez de
Arellano.

- Doña Isabel de Rojas y Mercado, que recibió la encomienda de
Cice y Gualaceo del virrey Príncipe de Esquilache; era hija de un
benemérito chileno, el general Lorenzo Bernal de Mercado.

- Doña Tomasa de Larraspuru, hija del general Nicolás de
Larraspuru y casada con el gobernador don Juan de Borja, hijo del
homónimo presidente de la Nueva Granada y descendiente de los
duques de Gandía; cabe precisar que de esta dama y su cónyuge
provienen los Borja ecuatorianos.

- Doña Ana de Mendoza, benemérita peruana que recibió del virrey
Mancera la encomienda de Punín y Macaxi.

- Y doña Antonia de Aguilera, que poseyó la encomienda de Mulaló.
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en Ciudad N/D

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